EL FIN Cuento polifónico de brevedad cuestionable PARTE II (a editar)
(Aunque parezca mentira hubo un tiempo en el que al mono hombre le gustaba tener esclavos. Aunque parezca trola exponencial hubo un tiempo que todavía lo sigue siendo. Epicteto uno más entre los siervos sometidos de la zona helena que además compartía sangre turca, por lo visto y leído, se tomaba lo de su sumisión involuntaria con una paciencia envidiable porque la alternativa, claro, siempre fueron cien latigazos en espalda y glúteos. Su dueño iba de lo que en el argot de taberna a rebosar se conoce como de paranoico del copón, y de ahí que siempre mandara encadenar primero a sus esclavos nuevos antes incluso de darles nombre y firmar el contrato de compra y adquisición perpetua. “Conmigo no le hará falta eso”, le había dicho nuestro turco helenizado todavía mirando a las nubes por última vez. “¿Acaso no ve Vuecencia que si conmigo usa usted grilletes me va a romper el único medio anatómico que dispone mi frágil cuerpo para moverse por estas campiñas de avena suyas y de Zeus? No se preocupe Su Excelencia Primate XII, que yo no me escapo.” “Sí, sí me preocupo, que a todos os gusta iros de marcha cuando nadie vigila.” Pues nada, que grillete al tobillo y ¡crack!, como podía imaginarse uno que entendiese dos pijos y medios sobre esqueletos helénicos “escuchirrimizados”, como solía decir mi tío cuando le entraban ganas de explicarnos que él también podría haber ido a la universidad. En fin, que con tobillos rotos o no, nuestro Epícteto por lo visto ni se quejaba y que siguió trabajando como mejor le permitía su cuerpo de seda (supongo que de rodillas) la tierra de su mono dueño mono. Tan sorprendido andaba éste con el comportamiento estoico y, por qué no, un tanto abyecto de su esclavo, que a las mil lunas y a las mil primaveras decidió no solo concederle la libertad (“¡Mirad, cabrones! ¿Veis? ¡Así ha de comportarse un esclavo!”, me imagino que gritaría en vano al resto de la manada encadenada), sino que además le ofreció un contrato vitalicio de animador de campaña de recolección en las cuatro granjas que arrendaba. Moraleja, si es que alguna vez ha habido tales: Si por culpa de tu amo se te rompen los tobillos, ignora el dolor y la falta consiguiente de postura equilibrada, y piensa solo en aquello que verdaderamente tiene algo de importancia: el uso práctico u operativo de las rodillas en todo lo que sea menester. Contado lo anterior, que no le extrañe a nadie, pues, que a Epícteto se le considere el padre putativo de la terapia de cognición conductual, la cual, como ya saben o deberían saber ustedes, cojones, se ha asociado con un optimismo irreverente ad infinitum que creo yo que le sobra a este mundo de mierda gobernado por una clase de ególatras hijos de la gran puta y paranoicos por antonomasia o Pan esclavitacus paniscus, soy libre) (Nací en el año 67 del siglo de los bombardeos con napalm y del 4-2 entre Kasparov y Deep Blue. Según me cuenta el padre Miguel, ese mismo mes en el que por muy poco me llevo a mi madre al otro mundo en un parto digno de serie televisiva y rosario, el psiquiatra neoyorquino Aaron T. Beck identifica y escribe él, en una nota que luego me pasará en sueños tres décadas después, seis procesos de pensamiento ilógico con los que he llegado a encuadernar muchos de mis poemarios y, en el terreno del bar de abajo, también muchos de mis cotilleos y frustraciones. Oído al parche… del tambor del enemigo: Proceso de pensamiento Ilógico (PIM) No. 1 - Interferencia arbitraria o proceso
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BEATRIZ PRECIADO 2013 Y TIPO IMPORTANTE DEL REINA SOFÍA
mediante el cual se obtienen conclusiones patéticas carentes de evidencia objetiva alguna (“La verdad es que soy un mierda, que no sirvo para nada. Por eso S. pasó de sexo ayer por la noche.”); PIM No. 2 – Abstracción selectiva o proceso mediante el cual ese idiota que se aloja gratis en mi raciocinio solo sabe fijarse en un único aspecto del problema e ignora a la vez cualquier otra explicación posible (“Si es verdad que S. y yo ya no follamos un pijo se debe a mí, a mí y a nada más que a mí.”); PIM No. 3 – Magnificación o proceso mediante el cual se exagera la magnitud de una cagada (“Está claro que eso de que a ella no le apeteciera acostarse conmigo ayer por la noche lo dice todo sobre mí. Soy un desastre del copón.”) – PIM No. 4 – Minimización o proceso mediante el cual ese idiota del inquilino cerebral de arriba tiende a subestimar cualquier logro (“Si S. se acuesta conmigo esta noche lo hará porque le doy pena o porque es invierno y cuando duermo con ella le calienta la cama.”); PIM No. 5 – Sobregeneralización o proceso mediante el cual este gilipollas que les escribe y habla extrae conclusiones pesimistas de un hecho único e insignificante (“Ay que ver, con lo bien que nos lo pasábamos en la cama S. y yo. ¿Por qué no querrá acostarse conmigo ya? ¿Por qué pasó de hacerlo ayer por la noche? ¡Si es que no valgo ni para eso!”; y PIM No. 6 – Personalización o proceso mediante el cual tanto el inquilino de la azotea como el agente arrendante se adueñan o son responsables directos de los atributos negativos, circunstanciales o no, de otra persona (“¿Por qué tendrá S. esa cara de odio esta noche? ¡Si es que pobrecita, no paro de hacerle la vida imposible! Enemigo inquilino de arriba mío, ¡menuda mierda que estamos hechos los dos!”, soy libre) (Un ejemplo típico de una respuesta automática e inconveniente, mas tal vez vehemente, que sea producto del diálogo entre nuestro cerebro infantil y el sistema nervioso central, es ese binomio dolor-alivio que se activa casi espontáneamente, como decimos, cuando al fallar con la respuesta correspondiente a una solución de un problema matemático planteado por a) un agente externo, por lo general un profesor calvo, gafotas y con anhelos fascistoides, o b) el padre del infantil ruiseñor cagón, el niño que va, no cabe la menor duda, a ser abofeteado inmediatamente después de una cagada algebraica correspondiente, inconscientemente aparta la cara, aunque en la mayoría de los casos solo lo haga una vez, porque presiente físicamente que va a caer una bofetada. Se podría hipotetizar que es el infante quien toma dicha decisión anatómica, y no el cuerpo que él habita, porque la conciencia de primate evolucionado que lo mantiene vivo y reflexivo así se lo ha demandado. A este proceso neurológico que cuenta con base en la espina dorsal, creemos algunos, se le conoce en esos manuales de la neurociencia que nadie parece o quiere leer como respuesta refleja involuntaria. De pequeño El Ciudadano Reconvertido dominaba dicho reflejo especulativo, ya fuse cuando el agente violento no era otro que el Morales, un profesor andalusí que manejaba a la perfección el arte de combinar el liado con la mano diestra de un pitillo mientras con la siniestra les tiraba de las patillas a aquellos colegiales que obviamente habían elegido ser reos, o ya fuese, por otra parte, el padre de sus días e improvisado tutor estival, jornadas aquellas perfeccionadas por consuelo con largos tubos de Colacao y batallas a escondidas de arganboys del ejército confederado gris, el batallón de los
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derrotados al que con tanta y frustrante facilidad se alistaba de pequeñín El Ciudadano Reconvertido cuando se escondía de las matemáticas porque ni Euclides ni Pitágoras ni Tales de Mileto sabían, históricamente hablando, manejarse con un revólver de cañón largo soy libre) (Diario de las Operaciones Efectuadas por la Compañía de mi mando del Segundo Regimiento de Zapadores. África. Años 1924-1925: Mes de octubre. Día 11. Día de desgracias. Empiezan las operaciones y no hacen más que pasar ambulancias con muertos y heridos. Celié de Regulares, herido en el vientre, se le operó aquí. Por la tarde al ir a hacer explotar una granada del aeroplano Hasillan tripulado por Cipriano, alcanzó un casco a Gamero y lo mató. Dejó de existir a las 7.15 de la tarde. ¡Esta posición es un gafe! Día 12. Continúa la desgracia. La sección de Peña que está en las operaciones ha tenido bastantes bajas. Un muerto y varios heridos. Emilio de Diego con un balazo que le ha dejado ciego; otro herido en el cuello, bien. Se incorpora León a la Compañía. Día 13. Recibo por la tarde la orden de agregarnos a una columna formada por un batallón de Tetuán, 1 batería del Segundo Ligero y los Escuadrones de Luchana y Alfonso XII, y salir para Megaret al día siguiente. Siguen los heridos, entre ellos Galache, de Infantería, soy libre) (“¿Pero quién coño será esta persona? Ha pasado de ser el líder indiscutible a golpazos de la manada de chimpancés a uno más de la cola de los pasotas graciosillos. De los tirones de pelo por el suelo del pasillo de casa y el uso experto del cinturón de hebilla de metal en cacha infantil o adolescente ajena, a bailar canciones de los programas infantiles de la televisión con mi hija, la nieta de sus amores, al parecer. En la tabla de los valores peludos intratables, era él quien, año tras año, iba registrando indiscutiblemente las mejores marcas personales. Y míralo ahora, es el viejecito inocente y sonrisitas que friega por dos duros el parqué de la cancha de baloncesto mientras se duchan los nuevos gorilas en los vestuarios del recinto local. Está irreconocible, parece que no ha matado un mosquito en su puta vida. Nada, que se ha hecho amigo de las polillas. ¡Y pensar que traje a Clara a verles solo para así poder justificarme a mí misma mi decisión de no permitirles pasar más de cinco minutos seguidos con mi hija, su nieta… ¡favorita!. <<Mira Clara, entramos, decimos hola y nos vamos al parque. ¿Vale, amor?>> ¡Pero quién coño es esta persona! ¿Dónde se habrá dejado las hormonas? ¿Y por qué mierdas le habré dejado que se siente con mi hija ahora a pintar en la habitación de al lado? ¿Conservará aún ese puto cinturón? Mamá me cuenta cosas que muy bien sabe ella que no me interesan un pijo. Creo que lo hace para distraerme y que no me preocupe. O tal vez para que su dueño de toda la vida pueda pasar más de 300 segundos con esa nieta tan rica que acaba de descubrir que tiene. Entre chorrada y chorrada que me cuenta la madre de mis días y desgracias, apunto con el oído izquierdo, el más cercano a la pared que separa ambas habitaciones, e intento cazar al vuelo lo que el viejo cabrón pudiera estar contándole a su nieta. ¿Tendrá todavía alguna de esas estilográficas Montblanc negras de tapa bañada en oro con las que nos pinchaba en las piernas a Isabel y a mí cada vez que repasaba con nosotras y la pifiábamos con los cosenos, los senos y las tangentes de la gran puta? ¿Pero quién será esta persona? ¿Dónde habrá dejado su mono de Urko, el jefe de la policía simia? <<Que no mamá,
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que no quiero otra tazita de café, que tenemos que irnos porque Clara tiene clase de natación a las 4. ¿Se lo dices tú a pa… pá?>> ¿Pero quién será esta persona?... ¿Y si pillara el muy hijo de puta la cepa letal ésa nigeriana del virus y la palmara? ¿Lloraría… yo… alguna vez?... ¿Pero quién soy yo?...” Salió de casa de sus padres pensando en la muerte relativa, como la de las lombrices. Mientras recorría con su hija en aquella sobremesa estival la Avenida de Guinea en busca de patatas fritas caseras porque había que recompensar el buen comportamiento de la pequeña Clara, intentó desearle al “abu” guasón ese estilo de decadencia orgánica, irreverente y del subsuelo que ella había leído de pequeña compartían algunos gusanos y la mayoría de lombrices. Aquella escenificación mental de cine gore barato la fue interrumpiendo cada cien pasitos su hija al repetirle a mamá lo bien que mezclaba el “abu” los colores. <<Mamá, ¿a que no sabías que el abuelo tiene un hermano que escribe con la derecha y dibuja con la izquierda?>> A las 17:53 un estómago destrozado por la rabia y otro a punto de ser remendado entran en la tienda Hermanos Martín Sanz y se piden una bolsa de patatas fritas caseras. <<No, gracias. Comételas tú que yo ya he picado algo>>. Dice el organismo vivo y pesante de bata blanca que el Enterobius vermicularis es uno de esos gusanos parásito y, por si fuera poco, hijoputa que, ante todo, se caracteriza por ser uno de los principales responsables de la mayor parte de las infecciones intestinales que se producen en los huecos digestivos y siempre carnívoros de la memoria. Para la cura, parece ser que no es suficiente con una sabia y comedida ingestión de píldoras antiparasitarias. Algunos recomiendan la total eliminación del agente portador, soy libre) (Cortázar, El perseguidor: <<Siempre que una persona tiene una lata de nescafé me doy cuenta de que no está en la última miseria; todavía puede resistir un poco>>. Pasado ya el medio siglo se puede decir que dicha estimación personal todavía se mantiene. El nescafé, como calibración emocional de la miseria, sigue vigente. Por otro lado, lo que sí se podría también añadir es que la cifra de desgraciados asfixiados por la miseria que aún pueden ofrecernos una taza de café instantáneo se ha triplicado claramente. En plena época victoriana londinense a los insolventes los enviaban con toda la familia a la cárcel. Si tenían suerte (léase, enchufes o contactos), algunos de la miembros de la trole familiar condenada, por lo general en su etapa adolescente, se libraban de ir al presidio siempre y cuando pudiesen demostrar que les habían ofrecido un puesto de trabajo de mierda o una beca en una institución cultural prestigiosa. Un hijo y una hija de John Dickens libráronse de aquesta manera de tener que hacerle compañía a sus padres y a sus otros hermanos en la cárcel londinense de Marshalsea, al sur del Támesis. Corría el año 1824 de la era imperialista y el citado reo inglés por lo visto y juzgado le debía a un tal Jaimito Kent, panadero de profesión, cuarenta libras y diez shillings. Un siglo y unas cuantas puntitas más tarde, esa misma compañía suiza que lleva toda su vida comercial empeñada en que todos engordemos lanzaba en el Reino Unido nuestro querido nescafé. “Hombre, Charles, ¡qué alegría verte! Cuéntame, ¿cómo te ha ido la semana? Pero antes, ¿te apetece una taza de nescafé?, soy libre) (De pequeños siempre que la abuela Pilar nos amenazaba con un notorio y, ya por entonces, casi clásico, “niños, me vais a levantar la mano”, sabíamos que la
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cosa iba en serio y que alguno estaba a punto de recibir un cachete en la mejilla que más duele, por lo general la que uno no ha conseguido taparse a tiempo con la mano derecha. Tampoco es que la abuela se prodigase a diario con el arte marcial de la torta bien dada, aunque sí que había un par de cosillas o pecadillos infantiles que ella no soportaba, como, por ejemplo, que de un balonazo uno acabara con la espina dorsal de una lámpara, aparentemente rococó, del salón de su casa cuando le habían recordado una y mil veces que allá abajo existía un parque estupendo para desahogar cualquier arranque hormonal de la pre adolescencia. “Daniel, ¡como sigas dándole patadas a esa bola de calcetín en el salón voy a tener que levantarte la mano. ¡Pero, caray, no te he dicho que te bajes al parque!” La primera vez que Adolf le “levantó la mano” a Geli fue cuando al inspeccionar su diario sentimental a la hora habitual de las tantas de la madrugada de los ilustres insomnes, había descubierto una huella dactilar que, después de una escrupulosa inspección nasal y visual, adivinó él correspondía a la adolescente que soñaba con llegar a ser algún día una estrella de la ópera wagneriana y que dormía esa noche y todas las que el vienés deseara al otro lado de la cama, el izquierdo, cómo no. Ese diario del consultorio de la tia peppys austrohúngara era intocable y todo aquel que hubiese osado acercarse a él o merecía la muerte o se había ganado un castigo ejemplar que ni los curas carlistas de la vertiente mariana se atreverían a ejecutar. Aunque cualquier acto de violencia a las gentes de estabilidad emocional o mental demostrable se nos pueda antojar barbárico y absolutamente reprochable, los diarios personales de la plebe son intocables, huevos. ¡Cuántas veces no soñé yo de adolescentillo en partirle la cara a mi viejo cuando le pillaba hurgando en los cajones de mi cuarto en pleno proceso suyo de busca y captura de diarios ajenos y, por qué no, de donaciones pornográficas paliativas, también! Pero hoy no nos hará falta que nos explayemos sobre el castigo ejemplar que Adolf supo aplicarle a su sobrina en su apartamento de Munich aquella madrugada de tan triste recuerdo porque así vienen a ser todas las noches muertas en las que una joven es maltratada físicamente. Tal vez, por contar algo y rellenar página, sería conveniente añadir algunas de las entradas del diario íntimo, personal y, obviamente poco hermético de este enajenado dictador de un solo testículo. Aunque primero me gustaría que constara en esta novela impublicable mi agradecimiento a la familia de Patricio Hitler, vástago del hermano de Adolf, Aloisio Hitler, su innegable generosidad porque sin su colaboración personal, vía email, yo nunca habría podido ni soñar con leer las páginas de susodicho (¿cuándo perdió la be este vocablón?) diario. Leamos: “12 de abril, 1929. Munich. Toda persona que pegue a su madre es un villano. Toda persona que pegue a su padre es un monstruo. Soy una persona que sabe amar. ¿Amo a Geli? Me da igual. Estoy hecho un mierda, solo me interesan mis perros y la hija del fotógrafo. No entiendo por qué la gente se molesta conmigo. Tampoco entiendo por qué no se dan cuenta que les voy a defraudar tarde o temprano. Aunque es innegable que intento hacer lo que una gran mayoría considera correcto, la verdad es que nunca lo voy a conseguir porque soy un desastre. Pero eso ellos no lo saben… todavía. ¡Si es que soy como una niña pequeña! ¡Qué asco me doy a veces!
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sobre todo cuando al llegar al apartamento por la noche me quito el uniforme. Tengo miedo, mucho miedo. Espero que no me deserten. Ay, estoy tan cansado… No creo que dure más de dos años. He empezado a llorar por la noche cuando Geli ronca y nada puede despertarla. Mas este último ataque depresivo es incontrolable. Agujero negro. Ni refugio ni contraataque ni disculpa posibles, soy libre) (Sergei Sergueievich, el Prokofiev, sale hoy de su casa a pedradas. Es un 5 de marzo de 1953, a Stalin le quedan muy pocos soplidos en el globo iracundo y nuestro compositor moscovita sabe que los dos se irán a la tumba juntos. Pero también sabe que por lo general son los recuerdos de la infancia los que lanzan la primera china, y que por eso se ha alejado de su casa, moribundo o no como andaba esta mañana, y que tampoco va a detenerse para girar la cabeza por última vez, porque la frente entera se le volvería chichón. Para el poco tiempo que le quedan al dictador y a él lo mejor es que siga caminando hasta llegar a la estación de ferrocarriles más cercana. Sospecha que solo una persona trabaja allí hoy en día. ¿Papá? ¿O Josef? Dicen que quien quiera que trabaje allí actualmente y en solitario lo lleva haciendo desde hace diez años de manera voluntaria. “¿Hacia dónde se dirige usted, caballero?” “Hacia donde no tiren piedras cuando uno solo quiere que le dejen tranquilo de una puta vez?” “Bueno, en ese caso tome este billete para los pantanos de Vasiugán. Pero tenga en cuenta que el tren dice que sale a las cuatro de la madrugada. Hágale caso, que nunca yerra.” “Muchas gracias. ¿Cuánto le debo?” “Nada. Me basta con su visita.” Mientras espera en el andén 17 y 1/2 titiritando del frío como una gallina que le ha visto el cuchillo a la dueña de la cacerola, se pregunta cómo fue posible que, de pequeño y ya de anciano apedreado, lo mejor de Moscú siempre estuvo o ha estado en Nueva York. A modo de remate añadiremos que, efectivamente, hoy la piedra no ha entendido los pormenores de su trayectoria. Es evidente que a la china se le ha quedado atragantada una ecuación, soy libre) (“Caray, Adolf, hoy sí que llegas pronto. ¿Te apetece si empezamos con el cuestionario que te enseñé la semana pasada? Ya sabes que no hace falta que lo completemos. Pero como en todas las sesiones, hagamos primero cinco minutos de técnica de relajación. Eso es, ponte la mano en el vientre y toma aire por la nariz. Aguanta, aguanta, aguanta y… exhala por la boca. Y otra vez. Inhala por la nariz, aguanta, aguanta, aguanta y… … … Estupendo. Empecemos con el cuestionario. A ver, Adolf, primera pregunta: ¿Qué opinión tienes de ti mismo? ¿Positiva o negativa?” “Negativa, Eva. Ya lo sabes.” “¿Te odias a ti mismo?” “¡Guau!” “¿Te has sentido alguna vez culpable?” “Solo cuando no me miran los doce hijos de Jacob?” “¿Tienes poca autoestima?” “¡Auú!” “¿Piensas mucho en tus fracasos?” “Solo cuando veo que está petada la tienda nueva de portátiles en Canaán?” “¿Estás contento con tu salud mental?” “¡Cuaa!” “¿Estás contento con tu salud física?” “Solo cuando en sueños me persiguen y no me pillan los lanceros de la tribu de Benjamín.” “¿Te gusta o no te gusta tu traza?” “¿Mi qué?” “Sí, hombre. Tu traza, tu aspecto, figura, forma…” “Croac, croac” “Crees que te haría bien mejorar tu aspecto físico?” “Solo cuando me dirijo en público a los energúmenos de la liga hanseática.” “Te cansas con regularidad y sin motivo aparente?” “Oink, oink” “Si quiere lo dejamos aquí y continuamos la semana que viene… Bueno, pues sigamos
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entonces. ¿Crees que a menudo te exiges mucho de ti mismo?” “Solo cuando recito a escondidas delante de un espejo.” “¿Crees que eres muy exigente con tus seres queridos y con tus amigos y que éstos siempre te decepcionan?” “¡Pío! ¡Pío!” “¿Sueles pensar mucho sobre tus imperfecciones?” “Solo cuando no puedo dormir y Geli ronca inocentemente.” “¿Y los demás, piensan mucho en sus imperfecciones?” “¡Quiquiriquí!” “¿Te gusta socializar?” “Solo cuando mis discípulos se atreven a quemar la casa de David?” “¿Crees que deberías salir más a la calle?” “¡Miauu!” “¿Qué opinión tienes de ti mismo?” “Oink! ¡Oink! ¡Oink! ¡Oink!... “¿Y qué opinión crees que tienen de ti los demás?” “¡Hiaa! ¡Hiaa!” “Bueno, pues ya está. Ya lo hemos acabado. ¿Pareces agotado? ¿Quieres que demos por terminada la sesión de hoy? Aunque todavía nos sobre veinticinco minutos?”, soy libre) (Años más tarde, cuando lo de su exilio voluntario en Bristol, se atrevió a contarle a su madre que quería ser escritora. Una década después ya había empezado a hacer meditación con el estómago vacío y luz y calefacción apagadas en su estudio vivienda y poco más de 5 x 10 metros cuadrados. A mí me contó que podía aguantar la respiración más de tres minutos. Yo no me lo creía, ella estaba en los huesos y fumaba más que los machos ibéricos de los tostones cinematográficos en blanco y negro. Eso sí, a la hora de meditar no se la oía un carajo y a uno le entraban siempre ganas de preguntarle dónde escondía sus reservas de oxígeno. En el silencio de un suburbio de Bristol los dos nos habíamos entregados juntos a Zen como quien no quiere la cosa porque la cosa parecía no quererse ni a ella misma. Yo pensé que aquella faceta oriental y espiritual de la vida me iba a premiar con dos o tres poemarios publicados antes de cumplir la treintena. Ella con escribir y ser la secretaria de Marina Rice Bader. La cosa que parecía no quererse ni a ella misma no pensaba, dictaba: “Respira para adentro… y para afuera. Siente tu cuerpo vivo y caliente. Ahora imagina que tu cuerpo es ya cadáver, siempre frío e inerte. ¡Menuda residencia para la larva de esa puta de la moscarda! Ahora de tu cuerpo solo queda su esqueleto. Míralo, es blanco y parece que ha empezado a desintegrase. Convertido todo tu ser en polvo blanquecino, el viento quiere jugar contigo. Pero tú sigues respirando, contento e impasible. Inhala y… exhala. Inhala y… exhala. Inhala y… exhala. Como polvo blanco que eres te mezclas con el aire, el mar y la tierra. Tu cuerpo ha desaparecido ahora por completo y tú acabas de aprender que todo en esta vida en la cola del paro es absolutamente impermanente -algún cretino dijo que este adjetivo es de uso anticuado-. Sonríes, soy libre) (Representación en una barraca del campo de Terezin de la ópera Carmen de Bizet con un piano roto y un coro de tísicos que solo quieren mirar al techo. Tedio místico. Levinas ordena que se cubran algunas paredes agujereadas para que el sonido no se cuele al exterior y penetre en el tímpano del pastor alemán de la Gestapo. Algunos domingos, partido de fútbol. El árbitro, vestido de negro de cuello para abajo, con frecuencia barre para casa. Si se han vendido muchos dientes de oro y la producción de cabello humano no se ha estancado, se contratan los servicios de un cuarto árbitro. Éste salta al campo dos o tres veces por partido cuando su presencia es solicitada por los jueces de línea, entiéndase pastores alemanes.
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Conny Plank
Se comenta que si salta al campo con tanta naturalidad será porque se conoce el reglamento de la Real Federación de Fútbol de Exterminio a rajatabla. Merece la pena mencionar también que únicamente le está permitido hacer aparición en el rectángulo cosa cuando su presencia no ha sido antes requerida en la sala de ejecuciones en masa.”Ya verás tú”, le dice Levinas al falso pianista, “como en cuanto acabe todo esto se me presenta en mi buhardilla de Spitalgasse Frank Kantor y me confiesa que la mayoría de los cuarto árbitros solo habían jugado antes al wáter-polo.” Yo tampoco entendí muy bien qué quiso el viejo filósofo decir con eso. Aunque nunca me atrevía a pedirle una explicación porque siempre estaba mirando para el tejado. Bueno, la semana que viene toca ensayar el coñazo de Tosca. Algunos le pidieron a Levinas que intentáramos Otelo, pero él dijo que ni hablar, que el manager del campo se lo tenía prohibido porque estaba ya hasta los huevos de tanta insinuación étnica. Estaba claro que el gilipollas no conocía la trama de Carmen. Pero volviendo al asunto futbolístico, dejadme que os cuente que cada vez que se acaba un match, se elige por sorteo a media grada de espectadores y quienes la ocupen pasan directamente a, perdón por la redundancia, ocupar los tres vagones vacíos del ferrocarril que bordea el recinto principal. Algunos, por lo general gente que nunca ha aprendido a fiarse ni de la madre que los parió, aseguran que siempre sale la grada con más mujeres, niños y viejecitos. Por la cuenta que trae, he de empezar a prestar más atención a este tipo de hechos. La verdad es que siempre voy despistadísimo por los dos campos, joder, aunque los dos no se parezcan en nada. ¡Penalty, coño!, soy libre) (Llamada ficticia a cobro revertido: Hola mamá. ¿Está papá? Bueno, entonces te lo cuento a ti. Verás, sus compañeros de planta me han dicho que Pity anda siempre como ido, que apenas se comunica y que solo habla para pedirle un cigarrillo al funcionario que le vigila desde que se levanta hasta que se acuesta. Maximiliano, el de la celda de al lado, me ha dicho que Pity lleva así desde que le visitó por última vez el abogado McKinley. También me ha contado que a veces se queda dormido con un cigarrillo encendido entre los dedos y que solo se despierta para encenderse otro. Por lo visto se le ven los huesos de los dedos que tiene quemados. Dice el tal Maximiliano que los compañeros de celda solo se quedan tranquilos cuando se ha gastado toda la paga que le envías y solo le queda para comprarse tabaco de liar. Al parecer, este tipo de pitillo no arde muy bien y se apaga solo al ratito de no usarlo. Dice el Padre Miguel que en esa prisión, por cada año trabajado en la fábrica de matriculas nazis de la familia Bolaño, les “descuentan” una semana de la condena. Si eso es verdad y si el niño se presta a trabajar, yo he calculado que sus hijas podrían catarlo vivo algún día. Aunque me parece a mí que a nadie le van a permitir en la cárcel que trabaje mientras tengan los huesos de la mano así, tan al rojo vivo. Hay que mimarlo mucho, mamá, que, como dice Don Miguel, pensando con los ojos cerrados se nos muere la gente de improvisto, soy libre) (Llamada telefónica real a cobro no revertido: En la foto que colgaste el miércoles en CaraCulo se te ve un trozo de salchicha en la barba. Mamá me ha dicho que desde que no te afeitas, las palomas os siguen por la calle. Parece que en tu rostro peludo de chimpancé desaventajado ellas han encontrado remedio a sus vacíos digestivos. Esa chaquetita de algodón azul marino a lo Alain
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zul marino a lo Alain Delon que te pones para salir no te va a salvar el pescuezo. Él leía a Hegel y tú, tú solo sabes comer como un cerdo. Desde que no te afeitas, Ello, que sepas que el suicidio me parece una salida heroica para ti. Siempre me ha gustado, ¿sabes? De veras, Ello, si es verdad que con tu inmolación se acaba todo lo relacionado contigo y con tu persona barbuda analfabeta, que venga cuanto antes, por favor. ¿Pero cuándo fue la última vez que leíste algo? ¿Cuándo te sellaron la partida de nacimiento de tu primer hijo? ¿Qué por qué estoy tan resentida contigo? Porque, Ello, estoy hasta el coño de que la gente te señale en la calle. “Mira, mira a ése. ¡Su barba parece una charcutería!” Se equivocaban aquellos gilipollas que aseguraban que una barba descuidada incrementaba el nivel intelectual del agente portador. A ti, lo único que te ha crecido es la cantidad de mierda, de trocitos de salchicha y restos de pan que te cuelgan de ella, imbécil. Aféitate de una vez, Ello, que me das más asco que nunca. ¿Qué por qué te tengo tanto odio? ¡PORQUE NO ME SALE DEL COÑO ODIAR A MAMÁ, ELLO!, soy libre) (Un monólogo en un sala vacía de dimensiones metódicamente limitadas por ley: <<de esta caja solo se sale para ir a trabajar a la fábrica nazi. Ocho horas al día pintando matrículas de coches. No nos pagan nada, aunque casi es mejor así. Con dos billetes de mierda fascista en el bolsillo me volvería loco pensando en qué me los podría gastar. Cuando salga de este puto cuchitril de monos en celo me va a tocar obsesionarme con las matriculas de los autos. Quién sabe, lo mismo hasta el saco una canción. Se la dedicaré a los niños. “Mira, Lucas, ésa la pinté yo >>, soy libre) (Nota recordatoria para el autor: Buscar el nombre de la modelo “sienesa” y prostituta de Caravaggio. Siempre la fue fiel, soy libre) (Y más de lo mismo: Salvador Espriú como Enterrador General. Acompaña a todos los personajes al cementerio. Algunos le sonríen. Él no dice nada. Paz última en el paseo final. Reconciliación. Si se portan bien, cada uno tendrá un nicho propio. No habrá que hacer cola ni tampoco sorteo de esquinas desocupadas, soy libre) (Mozart. Concierto para violín, No. 5. Que dicen que llega el palomero Hrabal acompañado de tres de sus gatos a la oficina postal No. 3 de Hradistko y que saca una pistola CZ P-07 del único hueco libre que le han dejado en la gabardina sus gatitos y que al aproximarse a la taquilla va y al grito de “¡es que yo puedo permitirme el lujo de abandonarme porque nunca lo he estado!”, levanta con la derecha la CZ, se la acerca a la frente sin mirar nunca al cañón porque uno podría quedarse bizco, o bisco, de biscocho, como dicen en mi tierra aquellas personas soñadoras que han querido dar a la z un sonido más humilde, y que aprieta el gatillo a continuación porque bien sabe él que dos de cada tres individuos allí presentes no conseguirán retener el desayuno ni la sobremesa en el estómago, y no porque están a puntos de ser testigos directos de una voladura de sesos, sino porque, efectivamente, algo, una novela fantástica, tal vez, les dice que ese proyectil al salir de cañón que lo guió va a negarse a perforar el cráneo del agente disparador y palomero, y que acto seguido rebotará en dicha superficie ósea con la misma fuerza con la que habrá inicialmente sido despedido para ir a perforar, según contará su trayectoria balística con un silbido claramente fatal, la garganta del ucraniano Teodoro Szehinskyj, sito como un tonto a doce metros de distancia junto a la balanza de las
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grandes mercancías y divisas, y de profesión, conductor de trenes en la General Electric y, según Simón Wiesenthal, también miembro del Batallón Totenkopf de las SS, asesino y torturador y responsable indirecto de que se acabe aquí esta breve entrada entre paréntesis sobre el palomero Hrabal y su primer pero no último malogrado suicidio, soy libre) (Mi yo muerto de la esquina HCD de la sala 67 del infierno conocía de maravilla aquella calle de Arturo Soria en donde mi cuerpo infantil había sido arrojado desde un cielo cañaílla, parece ser que aleatoriamente, poco antes de que el presidente Yoda nos anunciara contendiendo mocos y lágrimas (si es que le quedaba alguna) que el general de la voz de pito había pedido destino final a tres palmos de la sala 67. Sí, mi yo muerto conocía aquella calle como nadie, puerta a puerta, número a número, novela a novela, con o sin faltas de ortografía en sus ediciones de bolsillo veraniego, y una semántica coja de pastor sin rebaño retirado en una pensión de la Montera a la que algún vecino también de la 67 prendería fuego al tercer día, el de la resurrección de nadie extremadamente relevante. Sí, conocía aquella calle de los huevos y yo me la recorría de día y también cuando me escapaba de mi habitación saltando por la ventana por la noche para hacerme pasar por un fantasma imberbe y pirómano. Y he aquí, allí, y en el más allá, que las grandes aventuras de nada y don Nadie las viví en un descampado de aquella calle localizado entre dos bloques de viviendas de militares, en una tierra donde las lagartijas perdían su rabo porque así se le antojaba al dios Niño, en una tierra estéril como la de Eliot pero sin guerras adultas en donde Joaquín, el hijo bizco del frutero, y sus colegas del barrio se vendían a escondidas a un vicio que parecía haber sido patrocinado por las funerarias, en una tierra roja y sin árboles en donde los gitanillos se bañaban en una acequia abandonada que ya no le pertenecía a nadie y de cuya agua verde podía decirse que ya se había olvidado a qué sabía el lametazo del burro del pastor de la Montera, en una tierra, esta vez sí que de Eliot, desgraciadamente, en la que varios regimientos de soldaditos de plástico se volverían inservibles para la guerra al quedar mutilados con los petardos que, a cinco pesetas el taco, vendía Manolo el Pipero, o, peor aún, al quedar completamente fundidos por las llamas del alcohol puro que mi mamá guardaba en un armarito de aquel cuarto de baño de medidas de posguerra al que siempre iba a parar y a encerrarse el lado más infantil, aunque tenebroso, de mi cabecita de chorlito cuando ella tenía que esconderse de alguien, de algo o de algún miedo, y solo le apetecía mirar por el ventanuco de aquel lavabo y descubrir a doscientos metros con sus pupilas infantilizadas las tripas rojizas de aquel descampado donde la mierda de vida que yo (tal vez) no me merecía perdía su olor. Aquellos soldados cojos, mancos, y decapitados cuando no fundidos, tampoco se lo habían merecido. Pero, hey, eso era sobrevivir, según algunos locos de bata blanca y diploma enmarcado, aunque a mí solo se me ocurre otro nombre: jugar. Aquél sí que era el Madrid democrático, mas por los pelos, inocentemente prehistórico y con tufo a Celtas cortos. En verano, cuando al descampado le salían barbas amarillas, el Julio, el Moncho y el Nero en mí, le quemábamos Roma con las cerillas de la cocina donde vivían nuestras mamás y de donde siempre parecían salir nuestros padres porque a esa parte de la casa ellos no sabían cómo afiliarse. Llegado finalmente el año en
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que alguien me dijo con mala cara que ya iba siendo hora de comportarme como un mayor, abandoné mis aventuras en aquel descampado de las entrelíneas de T. S. Eliot y empecé acto seguido, y prácticamente único, a compartir con mi madre los encantos de aquella insigne habitación que para mí ha sido desde entonces la única idea de patria que he tenido: la cocina, soy libre) (Aunque Pepe Gotera no había leído un puto libro en su puta vida puta, cuando le cayó en sus grasientas manos aquel tomo ensayo de un o una tal Mabel sobre los diez factores principales que causan la ira, no solo lo leyó de un tirón y media cajetilla sin moverse de la silla, sino que además pensó, ¡fíjense!, que aquel acto suyo mitad simbólico y mitad reaccionario pues él nunca se había sentido obligado a pegar el culo en silla alguna, debía él afrontarlo de la única manera posible que el instinto cavernícola mas medianamente ilustrado le exigía: encendiéndose un Bisonte sin filtro, bebiendo más de la cuenta y meditando en silencio sobre la silla sudada que lo había soportado a él y a su grasa estilo siglo XX diez horas seguidas en una esquina de bar de nombre mediocre. Es justo, aunque duela, contar que no fueron pocos en aquel local de putas sin nombre quienes, años más tarde, tal vez dos milenios, quisieron confirmar que nunca lo habían visto tan concentrado. “¡Ni siquiera medio chiste entre página y página!”, exclamó algún gracioso frustrado. “¡Pero si no sabía leer ni el Marca!”, sentenció Salgari, un mecánico alopécico que nunca había soportado el éxito que aquel lector estatua tenía con las mujeres y a quien tuve la desgracia de entrevistar para el diario comarcal una década más tarde, exactamente el 23 de febrero de 1851, año de la consagración de la primera república castellana carlista. Fuere lo que fuese, Pepe Gotera, según iba desmenuzando mentalmente y sin sudar las páginas de aquel tratado, más parecía que iba también entendiéndose a sí mismo. Ya era hora, campeón. Averiguó, por ejemplo, que Mabel no andaba muy equivocado/a al explicarnos que una de las cosas que más nos jode a los homínidos es cuando un imbécil se ha empeñado en jodernos la marrana justo en ese preciso instante en el que es evidente, según la parroquia neuronal de ahí arriba, que no hay tiempo que perder. “Tío, no me vengas con tus gilipolleces ahora. ¿No ves que se está hundiendo el submarino?” Hechos todos elementales, como se puede ver, aunque continuemos ignorándolo porque más vale pillar hora en la peluquería que en la reflexión. Lo mismo se puede decir de lo mal que nos sienta saber que casi nunca podremos hacer nada para remediarlo cuando a un idiota con escaño o a un subnormal de las SS le haya apetecido sentarse con su culo marcial y uniformado sobre nuestros derechos y libertades fundamentales. O peor aún, si se me permite la exageración personal, cuando un familiar, un conocido, la mismísima vecina Rompetechos, o, cómo no, nosotros mismos, volvemos a defraudarnos con nuestra manera de ser y comportarnos hasta tal punto y ejercicio físico que más de un vaso ha acabado despedido con una fuerza inimaginable, la generada tras la repetición de las mismas burradas de siempre. “¡Jodé, Pepe! ¡Nunca te había visto tan enfadado! ¿Te ocurre algo? Cada día te conozco menos.” O –y voy acabando porque yo también me estoy cabreando- por qué es verdad que hay pocas cosas que toleremos peor que el vil hecho de que alguien, un gusano, quizás, se ría de nosotros y de la fe que profesamos, o de nuestra autoridad profesional, capacidad intelectual,
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dominio artesanal, biblia política, conocimiento futbolístico, lo que sea, si al final resulta que la única diferencia existente entre la gran mayoría de los monos inteligentes es… ninguna. Resumiendo, que no dejó de sorprenderle a quien por aquel local anduviera presente cuando leía ensimismado Gotera, lo concentrado y relajado que éste seguía mostrándose en su esfuerzo didáctico de a cien páginas la caña. Pero él lo tenía claro por fin: Esa tarde había descubierto que lo que realmente le tocaba las pelotas un día sí y la correspondiente madrugada también es que por fin podía admitir que solo saldría de aquella trampa urbanística llamada Ballesta cuando le hubiese finalmente encontrado la solución a todos y cada uno de sus problemas, la mayoría, pensaba él, causados por ese hígado podrido y negro llamado frustración y la rabia con la que se ésta se manifiestaba. ¡Juan Luis, ponme otra caña que se nos hunde el Isaac Peral!, soy libre) (Diego Velázquez examinó por última vez la figura de su venus venida a más y declaró: “Mientras cuides a nuestro hijo y sepas ofrecerle una educación digna nunca os faltará de nada, te doy mi palabra. Yo en Roma ya no debo quedarme más. El rey quiere que le traiga a su palacio cuanto antes más obras de arte y, además, parece ser que también desearía que yo le pintara un último retrato. Bien sabes tú que me quedaría aquí viviendo con vosotros dos tanto tiempo como mi presencia a ti no te desagradara, pero si no cuento con la gracia y el favor del monarca nada de lo que te puedo ofrecer sería posible. Pasado mañana saldré en barco para Valencia. Le he dejado capital e instrucciones a Juan de Pareja. Sabrá cumplirlas a rajatabla y me mantendrá informado. Ese esclavo me debe mucho y sabe que le voy a ofrecer la libertad.” Ni se inmutó. ¿Quién? Ella, Flaminia Triunfi, pastora de artistas, pintora de irrealidades, y amante de genios, vagos y maleantes de sangre blanca y dulce. Seguía admirándose en el espejo, dirían unos; seguía llorando en esa puta esquina del alma donde ni un dios ni un Darwin han sabido nunca representarnos. Desde aquel burdel pomposo para ángeles y emperadores jubilados precipitadamente que fue el Escorial, Felipe IV le confesaba en su última carta a la abadesa María Jesús de Ágreda (tal vez la única mujer en el reino que no se hizo monja porque había probado antes sobre su vientre el peso y el swing del monarca faldón, padre sin nombre de una treintena de vástagos ilegítimos) que el pintor sevillano y su Venus romana eran solo dos rameras esclavizadas por la costumbre más fea. “Cuando salga, haré llamar a de Pareja”, soy libre) (Lauren, no hay tiempo que perder: eres una mosca, y follas volando. Pero vayamos por partes, como dice Alá. A los cuatro años, ya dominaba la espalda en piscina de 25 metros. A los seis tocaba un par de horteradas de Chopin al piano y, según Mademoiselle Lafitte, si se aplicaba cada día un “pogito” más, conseguiría antes de los doce años una plaza en el Instituto Bilingüe de Música y Artes Escénicas de la clase media alta sito en la Calle del Marqués del Buen Recuerdo. Añadidos sin calculadora otro par de añitos a la cuenta de los hechos demostrables anteriores, Lauren ya andaba por entonces cobrando a sus compañeras en cigarrillos y en barras de labios de importación por cada ejercicio de gramática gala completado mientras fumaba en el ático del instituto y envenenaba con el humo las telarañas que se
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balanceaban en las vigas centenarias de tan pija institución. Al poco, tal vez dos veraneos suizos más, ya había adivinado que a su padre también le gustaban los chicos o, mejor dicho y narrado, que deseaba buscar en éstos lo que su esposa o no podía o no quería darle. Arrivada finalmente la quincena en años cumplidos, aprendió a poner en práctica el chantaje como medio efectivo e infalible de conseguir zapatos a la moda y entradas de cine para los estrenos de las salas de proyección de la Avenida Duque de la Desidia. Dicha coacción, y alguna que otra más que ella le regalaría a la vida hasta que salió de casa por la puerta grande del olvido, si me preguntan a mí juraría que fueron la causa de los males grastroduodenales de los que su papá siempre andaba quejándose. El muy necio calmaba el dolor con trocitos de pan bañados en leche. Ni dios le había explicado que existía la ranitidina, aunque tampoco era de extrañar si consideramos la fobia que él tenía a los doctores, sobre todo a los de cabecera, unos chivatos profesionales éstos que no veas cómo se iban de la lengua cuando se creían importantes porque para algo había que presumir de conocer todos los secretos, profesionales, viciosos o no, de la vida familiar de sus pacientes o clientes de regularidad bíblica. Un año y otro verano después más por las tierras de la vaca que sonríe aunque su queso sepa poco más o menos a mierda, Lauren descubrió que para nada que se le daba mal cobrar a sus compañeras de liceo en cigarrillos de importación todas las páginas que iría a traducir de los tomos, también de estraperlo, de Alfred Kinsey y señora. A los 17, dos años antes de su poco convincente postulantado con las Madrecitas Mercedarias de la Calle de la Puebla Que No Capitula, se hizo mosca y aprendió a poner huevos en lugares cuya presencia nunca había sido solicitada. Con la toma de los Votos Temporales (supongo que se escribirá con mayúsculas), acabose su revoleteo mental y sexual, aparentemente, para recibir un año después, entre lágrimas falsas y desconcierto familiar, el anillo y el acta de matrimonio que la unía, de por vida según la ecuación de la fe, con el judío aquél al que los bizantinos quisieron imaginar con barbas y cabellera Lennon y que, supuestamente, había amado en la cama solo a una mujer, otra mosca huevona que lo traicionaría más tarde con un legionario destinado en las galias menores, soy libre) 7862 (Por todos (los que leen un pijo, claro) es conocida la afición de Larkin al jazz. Lo que no se conoce tan bien o prácticamente se desconoce incluso entre los prestigiosos miembros del círculo hermético de la lectura y la vanagloria es que ese mismo vicio musical suyo es el único responsable de que el poeta y bibliotecario de Coventry le conteste a todo con un no y sin pestañear, que, por otra parte, es como se debe hacer cuando se usa un monosílabo como negación. Hace exactamente dos décadas, en una de esas sobremesas típicas de Oxford en las que o dejas que te coma la lluvia porque de sobra sabes que te la secará después alguien con una botella de coñac robada a su padre, o le cambias la aguja al tocadiscos y le paras su apasionamiento a la lluvia de ahí afuera con unos discos de jazz americano de importación, que Larkin y Kingsley Amis, bien afeitaditos y sexualizados los dos, decidieron escribirle una declaración de amor mecanografiada a su ídolo: el genio del clarinete Pee Wee Russell. Juntos de la mano, podría decirse, y del coñac, y tras haber recitado en alto una
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docena de veces la declaración en cuestión, confiaron en la lluvia y depositaron la carta con lágrimas en los ojos en el único buzón de la plebe oxfordiana. Por todos (los que leen un pijo, claro) es conocida la afición de Larkin al jazz. Lo que también se conoce es que ni Amis ni él recibieron nunca respuesta alguna de Pee Wee. Cuando Larkin le pregunta por enésima vez a su compañero de marihuana en los tejados del paraninfo elitista inglés si ha contestado ya el cabrón ése de Missouri, su deprimido aliado le vuelve a responder con un “no” desmoralizado aunque claramente tendente a soberbio. Desde entonces, y porque la incomunicación encoje, nuestro poeta siempre contestará con “no” frío y rotundo a cualquier consulta o interpelación planteada, por lo general por algún infeliz con ganas de hacerse admirar o, peor aún, con un excesivo perfil adulador. “Felipe, ¿te apetece ir al cocktail que Miss Allison du Martin va a dar mañana en la casa de campo del embajador de las Bahamas?” “No.” “Felipe, ¿qué te parece si nos vamos de crucero al Peloponeso en julio?” “No.” “Felipe, ¿dice Mark que hay un editor de una gaceta de… “¡Que no, cojones, que no!”, soy libre) (Pensaba Khaled que no había cosa más patética en este mundo de cobardes y ladrones que esa relación tan infantil y temerosa que el caco hombre seguía manteniendo con la muerte. O la escondíamos como un objeto indeseable en el ático a dos palmitos de la máquina de coser a pedales de la abuela Fátima, o imaginábamos, siempre en vano, claro, que ya no existía gracias a los avances de la ciencia, de la medicina, de Twitter y de la hermana tonta de éste, Instagram. “La muerte”, dijo Khaled al-Asaad a todos sus funcionarios del museo de antigüedades con la mirada antes de despedirse de ellos por última vez, “no es más que otra etapa de la vida. Uno se muere no solo porque hay que dar paso, sino porque además ha de apreciar toda la belleza de este último acto honesto con el que se cierra esa cosa tan simple pero tan mal entendida llamada supervivencia. Cuando le llegue a ustedes su hora (porque ha de llegarnos a todos, a todos menos a Kissinger, por lo visto) piensen por favor en lo afortunados que fueron en el nido de la madre porque entre millones de espermatozoides extraviados y sifilíticos, al suyo se le dio cerebro, sangre y el uso futuro de la palabra. ¡Qué suerte hemos tenido, ¿verdad?! Por favor, enfréntense a la siguiente fase, la del cero absoluto, con una sonrisa, sin dejar nunca de olvidar que su digna capitulación será premiada con un nuevo nacimiento. Dejemos sitio, por favor…”, soy libre) (No se parecía en nada a tal y como nos lo habían representado en un centenar de pésimas caricaturas gráficas y media docena de retratos al óleo de un mal gusto alarmante, casi rozando la úlcera de duodeno; no, en la vida normal –“verdadera vida real y autentificable”, le oí silbar una vez a Anacleto-, la del hombre de a pie que salía a trabajar, diluviara o no allá afuera, y de la mujer que tenía que soportar a diario el malhumor del esposo y dueño de un salario tan ridículo como él, un retrato justo y objetivo debía incluir exactamente todas y cada una de las irregularidades anatómicas y cutáneas que la persona retratada, independientemente del tamaño de su talonario, tenía, e in-de-pe-di-en-te-demen-te de la cantidad de minas en Río Tinto que poseyera el bufón acaudalado que había encargado el retrato y que, claramente, también, habíase negado a admitir que aquel ídolo retratado o genio húngaro de la composición y el diestro manejo diestro de la caja de las cuatro, las cinco o las seis
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octavas, según ordene el ego y la pasión de las articulaciones manipuladoras –aquí les cuento que hablamos de Liszt-, pudiera tener colgándole del careto verrugas del tamaño de una judía antes de la cocción. Y que conste que muchos de estos ricachones pijos, asiduos incondicionales a las subastas del siglo XIX de títulos nobiliarios, ya lo habían conocido en persona en múltiples y fastos bailes de la divina aristocracia. Era de cojón y güevo, como decía mi padre que en paz no descansa todavía, desafortunadamente, que si al inquilino del salón cuartel en donde iría a colgar el retrato del genio húngaro le apetecía un óleo de su ídolo en el que no destacase ninguna consistencia verrugosa repelente, así iba a ser, y punto de los irrevocables. ¡Me cago en la puta –a uno le apetecería conocer quien fue la primera meretriz a quien iba dedicada esta defecación semántica-, ni hablar! ¡Si hasta al simio de Sócrates le dieron un toque divino! Que sepa el lector o la lectora, según convenga, si es que alguna vez esta panfletada llega a convenir un pijo, que antes de la primera copa ritual del día, Franz sentía cierta predilección por su perfil derecho. Con la séptima, le daba igual ya todo y la vida no se merecía nuestra presencia en ella. ¡Con lo fácil que habría sido todo si una bola de fuego no se hubiera cepillado al tyrannosaurus rex!, soy libre) (¿Praga? Sí, coño, mecagoenlaputa, la de Mozart, que no te enteras de nada, imbécil, la de 1786, que te lo he explicado mil veces, ¿pero no ves que siempre me/nos haces lo mismo?, ¿pero no ves que nos vas a matar, a tu madre y a mí, de un disgusto?, y, que te digo una cosa (este hombre solo saber decirme cosas), antes de que tú mandes a tu madre al otro mundo, te mato yo a ti, créeme, que me tienes hasta los mismísimos, capullo de mierda, ¡capullo a la vela!, ¡súbete al mástil y me la izas a ciegas!, que no vales para nada, ¡con la de disgustos que me dabas con tus profesores del colegio! (aquí ya sé que la bronca va a durar más de media hora. Menos mal que ya estoy muerto y que desde esta esquina HCD de la sala 67 del infierno las broncas del viejo no se reviven con tanta intensidad), y a ti que te la soplaba todo, ¡menudo ridículo que nos hacías pasar cada vez que me llamaba el jefe de disciplina (un tipo alto, pecoso y pelirrojo con complejo de inferioridad naval), que si D. llevaba dos semanas sin aparecer por clase, que cómo es posible que un alumno de doce años pueda ausentarse tanto, que si ésa o esta otra firma de las notas era la mía o había sido falsificada, que si su hijo le ha tirado tizas al profesor de latín, que si le ha puesto la zancadilla a don Eulalio, que le hemos metido ya tantos partes que va a ver que expulsarlo una temporada, que parece ser que le ha robado a un compañero de clase su estuche de los Rotrings, que el profesor de física le vio en el descanso en el Bar Abel bebiendo cervezas con otros chicos (que yo vi en la Montera al profesor de física, al de matemáticas y al de latín salir juntos de un sesión matinal de cine de putas), ¡si es que te la reflanfunfa todo!, no le haces caso ni a la madre que te parió, te importa todo un huevo y no ayudas un pijo en casa, ¡y con lo destrozada que tiene tu madre la espalda!, ¡a mí no me la matas, subnormal! (claro, quién le iba a enseñar a él a freírse un güevo), porque antes te rompo la crisma, fíjate lo que te digo, que estamos hasta los mismísimos de ti (no cuando juega el Madrid, claro), porque tu hermana Lucía, la pobre, será una inocente y no estudiara nada, pero por lo
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menos ayuda en la casa, y mira a Juan, que ha aprobado la selectividad y ayuda como el que más, y Rosa seguro que aprueba su curso de taquigrafía, pero tú, ¡ni sirves para nada ni ayudas una mierda!, en mala hora te traje al mundo (todo un visionario de la fertilidad monoparental), desalmado, ¡si tampoco es que os pidamos mucho, digo YO! (hombre de una sola voz, ¡enfréntese usted al molino!), que lo único que haces es meter los platos en el lavaplatos y algún que otro recadito, mierda, todo el día como estás encerrado en tu habitación (¡y ya hablaremos sobre esa pocilga! –en esa “pocilga” pensé a los catorce años que La Náusea era un libro erótico y que por eso lo escondía mi viejo en una cajón de su despacho junto a los Henry Millers y El Decameron y un par de tetas de los setenta del petardo de Vizcaíno Casas) haciendo dios sabe el qué o escuchando música pordiosera y contando moscas desde que te levantas hasta que te acuestas (aquí ignoró con clara obviedad profesional el Patriarca de la Mala Hostia Escrivana las nueve horas seguidas mías delante de un Compaq 386 programado en Clipper y C++ lo imposible y lo absurdo según un amplio sector de funcionarios y secretarias del Ministerio de …, más dos horas de sudor explícito e implícito en el metro de la capital), ¡que ya no tienes 15 años, desgraciao, y se te ha acabado el chollo de la sopa boba (después, con los años y unos cuantos disgustos más programados en serie y en paralelo pude demostrar que ese estilo de sopa casual era el único plato que él había aprendido a preparar), porque si de verdad quieres vivir en esta casa lo mínimo que se te pide es que ayudes un poco a tu madre, ¿no ves lo hecha polvo que anda la pobre?, mecagoentodostusmuertos (un muerto tuvimos una vez, ingeniero militar, que en la Guerra de Marruecos le hizo un churumbel a una morita, un hugochumbo graciosísimo con quien llegamos a entablar amistad mil décadas después en los espejos digitales de Facebook), ¡en mi (añadan comillas si les parece oportuno) casa sobras! (hasta que ya no sobre más, o hasta que ya no sobren ni los malos recuerdos), y tu madre y yo ya no te queremos aquí (esto empieza a sonar a canción de Janis Joplin), maldita la hora que te tuvimos ( esa hora a la que él andaba de maniobras con sus soldaditos de plomo en unas dunas fenicias del sur y que supo aprovechar para llegar tarde a mi salida por los bajos de mi querida madre), ¡cuánta desgracia has traído a esta casa! (cuenta la leyenda de los suplicios castrenses católicos que mi madre se desangró mientras esperaba tímida y resignada al partero de guardia y, que en plena hemorragia, Dios le ofreció gratis la chance de salir de su cuerpo para flotar a continuación a medio metro del techo alto de la sala de partos e insultar con el phantomconsciente a las dos monjitas enfermeras que andaban tratando de recuperarla para este mundo de eunucos frustrados a bofetada limpia), ¡si hasta casi te llevas a tu madre en el parto! (y que por esto, y por algún que otro incidente desagradable protagonizado por su marido y padre amateur del este neno viejo que no quiere irse de casa –psicoanalícese el motivo, por favor- y toda vez finiquitada su afición al Cosmopolitan, las faldas cortas y los biquinis de lana, se haría más tarde, en plena pesca apostólica, miembro supernumeraria de la Obra –léase, oBRA- del Excelentísimo Caudillo de Dios Escrivá de Balaguer), ¡mira que a mí no me la matas, ¿te enterás?!, ¡MIRA QUE A MÍ NO ME LA M-M-M-M-M-A-A-A-A-A-T-T-T-T-T-A-A-A-A-A-S-S-S-S-S!, soy libre) (Mi viejo murió hace
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siete años. Lo extraño es que todavía no me han llegado noticias suyas, aunque también es cierto que no me he molestado en preguntarle a ninguno de los españoles que habitamos esta planta del infierno si saben qué esquina le ha tocado a él. Me pregunto si la familia sigue en pie en el averno. Quiero decir si uno se puede encontrar con su padre aquí abajo, por ejemplo. No creo, sería motivo para la insurrección, soy libre) (Ahora mi madre y yo nos llevamos de maravilla, wonderful. Nos encanta charlar sobre Unamuno y Faulkner en WhatsApp. Ella se maneja muy bien en las redes y tiene un blog muy popular en donde va publicando sus recuerdos universitarios. Tiene mucha aceptación, aunque a veces invita a los jóvenes a la oración y a mí me dan ganas de bloquearla a lo rugby, pero con un confesionario en medio evitando mi arranque. Tiene más seguidores que yo. Tiene más seguidores que la mayoría de mis amigos artistas y literatos. Tiene más de algo. Tiene más. Tiene. Yo no, soy libre) (Le digo una cosa, Padre Miguel –ya he visto que la esquina que le han asignado en el averno no vienen con un ventilador Dayton. Quéjese a Primo Levi, suelen hacerle caso- no hay manera posible de entender la Patética ni el Segundo de Rachmaninov si el agraciado ente escuchante (la presentadora de un matinal de RNE llama a sus oyentes “escuchantes”. Yo ya no escucho RNE) no ha sufrido nunca una depresión profunda, ¿sabe cómo le digo? Porque a mí que no me jodan, no es lo mismo escuchar esas dos piezas cuando se va por la vida (da igual que uno o una esté muerto o no) de sonrisitas empalmado o con preocupaciones de bolsillo que nunca pasan de agonía de portal, y con su correspondiente solución a muy corto plazo, como algunas multas de hacienda, mecagoenlaleche, porque primero hay que aprender a hablarle con franqueza a la psicóloga sin decir nunca ni una palabra para que ella, él o/u aquello sepa encontrarte en la mirada las moscas que acompañarán a tu cadáver en un futuro desgraciadamente cercano, hostia, que me cago en todo, Father Miguel, que me limpio con la mano y paso por la sala de Godot y le digo al psiquiatra/o de Serguéi Vasicomocoñoseescriba, que, como sabe usted/a, también es el mío, que mi madre lleva media vida comprándome en Simago ropa de cama y cortinas negras y que así no hay manera de que los cabellos de ángel entren por los huecos libres de la imaginación vidriosa, y que quiero que usted, Hipnotista Nicolasito Dahl, la próxima vez que me hipnotice me cuente a susurros lo mismo que le dijo al depresivo ruso, pero que en vez de “concierto”, quiero que usted me diga “vida”, cabrón, que para eso le pago, es decir, y acabo ya, don Nicolás y Padre Miguel, que cuando vaya a soltarme la misma parrafada que cuentan que le ha soltado usted a Rachmaninov (molaba más cuando le llamábamos Rasmaninov), oséase “Volverás a componer un concierto grandioso y lo harás con suma facilidad, y la calidad del mismo será incuestionable, será inimitable”, sustituya usted la palabra “concierto” por esa ilusión ortográfica de cuatro letras llamada “vida”, porque como a mí no me encuentren remedio, me cago en 10, con números, ni va a ver manera de convencer a mi madre de que amplíe su gama de colores ni me va a quedar una motita de coraje para plantarle a ella cara y sugerírselo, ¿sabe cómo le digo, padre?, soy libre) (Maldecía con la nuca sudada y sellada a la almohada el día en que le nació la vocación hipocrática al primer aguafiestas cabrón de bata blanca que se
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Había aventurado a sugerir que tal vez existía una relación morfológica entre un lunar en la cara o el pecho femeninos y un posible tumor, maligno o no. Aunque, en honor a la verdad, ahora mismo, a las 04:47 de la madrugada al poeta J. C. eso parecía que no le asfixiaba ya tanto. Quién sabe, quizás se acababa de masturbar y se había permitido cinco minutos de chicha psicológica, como tampoco parecía importarle un pijo tampoco lo que un pitillo mal fumado le había contado antes de quedarse frito esta noche sobre la importancia de la luz como señal indicativa del poder adquisitivo de los comensales del restaurante que él suele visitar con irritante asiduidad. Según ese cigarrillo, la parte central del restaurante, iluminada con focos de circo, la ocupa gente que no solo sabe comer bien sino que además sabe cómo pedirlo y abonarlo. ¡Cuánta luz, cojones! Un Rembrandt para señoritos. En las esquinas, por otra parte (digamos que la de la frustración y la envidia lógica), en mesas cojas mal abrigadas con manteles de centro de reclutamiento comarcal, el mutismo generalizado y con forma de persona contra el que la clase trabajadora y menos pudiente, tanto monta monta tanto Isabel como Juan Pardo, tiende a rebelarse cuando la copa se hace finalmente la generosa. Por fin aparecen los pobres, los niños perdidos del dios Darwin, y aparecen también los primero indicios de rebelión, los cuales, si usted me preguntara, que para eso soy el escritor, se asemejan bastante en su apartado reflexivo y su vertiente vengativa a esa idea ridícula de la guillotina y del paseo correspondiente de nobles y pedorros pudientes ante la misma. “¡Guillotínenlos! ¡Guillotínenlos!” Él, el ente medio calvo que permite que veinte madrugadas al mes una colilla a medio apagar le queme los labios, se ofrecería de voluntario (nunca aclarará si como verdugo o como reo) de llevarse a cabo las ejecuciones en la plaza de McAlester. En una carta de tamaño bíblico y de traducción imposible así me lo había confesado cuando todavía podíamos presumir de ser amigos y yo a él no lo había relegado aún al plano ficticio, otro acto vengativo más, por cierto. Para colmo, todo lo redactado en su misiva iba en verso. Menos mal que no me lo cobró, como tampoco llegará nunca a cobrarme, de ser redactado, estampado y enviado, el monólogo interno que un sexto pitillo nuevamente mal fumado parece haberle subastado ahora en la insípeda madrugada de Oklahoma… “Yes, J. C., esa chica rubia de labios morados y gruesos y de pechos moralmente indescriptibles, veinte años más joven que tú, según las aproximaciones biológicas de tu ego, y por la que dices que estás loco aunque no te apetezca admitírselo, esa joven que no te mereces y a la que culpas de todos tus atrasos ´profesionales´, te apuesto lo que quieras y otra cajetilla pésimamente consumida que en cuanto te des por satisfecho con el último polvo y ella te suplique que no fumes en la cama porque eso es cosa de viejos, de ´old fellas´, te va a contar casi por impulso que necesita ayuda con este o aquel otro ´problemón´ (en todas las familias hay pederastas, violadores y hombres casados que se disfrazan de bebés), y que, acto seguido, tú te vas a quedar sin ganas de idolatrar a aquel culo perfecto de la sonrisa más inocente de todo el estado de los antepasados de los Wichita y la madre que los parió, y que de ahí a que ella te de lástima séptica no volverá a caer ni media cajetilla de Pueblo (eres tan tonto que fumas esta marca de tabaco porque tu editor te contó que es la única que compra David Lynch, fíjate). Ya no te enamorarás, aunque tú nunca
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has sabido de qué va eso, y ya no sentirás atracción alguna por… ¿cómo dices que se llamaba? La verdad es que jode decirlo, pero como dijo el tesorero Iscariote: ¡Qué se le va a hacer!, ¡soy libre) (Primera palabra buscada en un diccionario infantil regalado el día de la primera comunión: Pedo. Ventosidad gaseosa. ¿Sería pecado? ¿Qué diría el Padre Rogelio? “Padre, me confieso de haber pecado esta semana. He buscado la palabra pedo en el diccionario. Lo siento.” Sí, ¿sería pecado? LO SERÍA. ¿Pero el qué? ¿La búsqueda? ¿La definición? ¿La ventosidad? soy libre) 11349 (12:17 a.m. Junnyo, 2153d.c. Latitud: 51.5085300, longitud: -0.1257400. Humedad relativa. Niebla, tal vez. Punto de rocío: ninguno. Nubosidad: casi inexistente. Viento: del norte si se deja la ventana abierta. -Hola, buenas tardes. El General Nano Contreras a sus órdenes. ¿En qué puedo servirle? -Pues verá usted, me pregunto si podría conseguirme algo de papel. Carboncillo para escribir ya tengo de sombra, pero necesito como una media docena de cuartillas para escribir porque si no me voy a volver loco este lugar. -Verá usted, caballero. Aquí le puedo conseguir cualquier cosa que se le antoje, aunque todo tiene un precio, claro. -¿Y qué precio sería ése? -Bien, me han dicho que a usted se le da de maravilla escribir cartas de amor. Yo, ya sabe, lo mío es lo castrense y la disciplina. -En ese caso consígame entonces treces cuartillas y le redactaré una carta de tres hojas que seguramente le va a hacer a usted mucho juego con la persona amada.
Escribir en el infierno no es materia imposible, créanme. Teodoro Roosevelt, que en vida había creído prácticamente en nada, solo en Lucifer, pensaba mientras habitaba el planeta o simulaba hacerlo que, de todos los vicios creados por el hombre, esa mierda del juntar líneas para estimular la imaginación del solitario lector, ni de coña que lo tendrían permitido en el infierno. Se equivocaba. Y no le vino mal, por cierto, porque por fin pudo redactar sus memorias, aunque solo fuese a diez cuartillas por lustro y después de múltiples favores de toda índole, desde redactar falsas cartas de amor a la sodomía voluntaria y sin gritos de auxilio. “Seguimos sin enterrarnos. Este es un cuento de humor novelado. Es imperativo que se sepa que del infierno se aleja uno (me niego a incluir aquí a “una”) a carcajadas. Si usted no se ríe, acabará quemándose. Una sonrisa, por muy económica que sea (me viene a mi enfermiza cabeza la imagen de un delegado regional del Tea Party de State Island ), es una sonrisa. Pepe Botera, o Pepe Gotera como decía el tejado de hojalata aquél, detesta a los cómicos. Y, sin embargo, empeñados que andamos en perpetuar la malauva, the rotten grape, mientras se prepara al mismo tiempo con la mano digital la próxima réplica a 24 palabras por minuto para una cualquiera de esas plataformas inorgánicas populares y populistas que en mala hora fueron diseñadas por cuatro pelagatos con complejo de interinos y vocación manoseada en el inexistente averno. Hace dos años, cuando era ayer 11 de septiembre de 2021, y ese mes del
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calendario de Calígula todavía se deletreaba con una p ocupando en la palabra citada la posición de la medalla de bronze, con z porque me sale de las criadillas, me apeteció abrir la boca a medias y permitir así que no solo entrara algo más de oxígeno de lo normal por ella, sino que además las dos esquinas de mi sebosa boca se expandiesen someramente porque, al parecer, a mis labios les apetecía sonreír un pelín, y eso únicamente lo iban a conseguir si se ejercitaban y salían de su proceso de hibernación tanto exterior como interior para devolver a continuación lo más parecido a una mueca de sonrisa, anatómicamente hablando. Para ello, repito, obviamente dicha expansión labial hacia las esquinas de la sonrisa requería además de un esfuerzo inusual por parte de las esquinas implicadas, una carga final de naturalidad estética a la que no se la conocía precedente alguno, juro por ese Dios en quien ni creo ni de Él me fío. Pues bien, con orgullo puedo asegurar ahora que el producto final se asemejaba a lo ya planeado un segundo y media décima de lo mismo antes de su producto final, y que mi sonrisa de boca abierta con parcialidad un tanto natural y labios de esquinas temporalmente fijadas en ambos extremos faciales no defrauór al portador de la misma, por mucho empeño que el subconsciente de éste había acordado poner. He de admitir que los dos nos dimos por satisfechos. Él en su paseo moral diario por las baldosas de la vida surrealista, y yo en aquella zona gris de la vida de un paisano nada extraordinario que ha conseguido por fin sonreír con tanta naturalidad como cuando, por ejemplo, pilló a su hermano dormido y borracho –borracho y dormido, para ser más justos- en el ascensor del número 51 de la calle Francisco Silvela de la antigua Nueva Amsterdam, ciudad ésta de guiones deportivos, toros y la desmemoria generalizada bañada en cañas excelentes y tapitas de aceitunas con güeso y escupitajo, no tanto. Caramba, o como dijo Lee al inspeccionar por primera vez a las tropas confederadas, fuckin´out!, menuda parrafada. ¡Y yo que solo quería contarles a su señorías que una sonrisa cualquiera puede alejarnos del infierno un pelín más! Y que no, que no es verdad que es más fácil madrugar para poder ir al gimnasio antes de fichar en la Sala de la Esclavitud Consentida y Generalizada. Además, a mí que no me jodan, don´t piss me off: ¿a quién no le apetecería distanciarse a sonrisas de la puta llama (y da igual que Prokofiev asegure que tienen unos ventiladores del copón aquí abajo), aunque ello implique muchas horas diarias de entrenamiento exhaustivo?, soy libre)(Ficha para una entrada del segundo volumen: Don Rogelio. Cura malo de la Obra. Primer destino apostólico: Seleccionador comarcal sin elección anterior ni voto público de las películas proyectadas en la única sala del pueblo. Las veía todas, habría que decir, y si le gustaba alguna se la quedaba hasta que la distribuidora correspondiente la reclamaba. Por desgracia, ésta ya se había acostumbrado a los retrasos de Don Rogelio. Se calcula que un 63% de los largometrajes alquilados nunca volvían a su lugar de origen. Se calcula que más de la mitad de las películas confiscadas o eran francesas o parecían italianas. Se calcula bien si el objeto del análisis pertenece a la iglesia. Se calcula y luego expulsamos a San Pablo de Éfeso, en Asia Menor, calculo yo, soy libre) (“Bueno, pues imagínate lo que le dije.” “¿Qué ya tenías novia?” “Que no usara esa palabra porque me daba asco. Que yo no digo
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´follar´ porque me recuerda a la mili. Que prefiero hablar de “hacer el amor”, ¿sabes?” “Cómo te pasas.” “Y ella va y me suelta: ´Bueno, si te jode tanto”. Pues sí, me jode un huevo, chica, porque me recuerda a la mili; mejor dicho, me recuerda al centro de reclutamiento donde intenté hacerla, y a los baños y a los condones usados que encontrábamos en las duchas por la mañana.” “¿Pero había chicas allí?” “Y porque también me recuerda a que al quinto día, estando todos formados en la explanada, un recluta analfabeto se tiró por la ventana de las duchas y se estampó contra el suelo?” “¿Y eso lo visteis todos?” “Toditos todos. Y no solo eso, allí todo dios rompió filas y se acercó a comprobar si era verdad eso que decía Newton de que el suelo siempre nos deja hechos polvos”. “¿Pero eso de romper filas así por así estaba permitido?” “Lo más gracioso es que mis padres se enteraron del suceso por la tele y pensaron que podría tratarse de mí.” “Joder, qué pasada.” “¡Hostia, para qué me iba a quitar de en medio yo! ¡Si aquello no me molestaba más que el ir trabajar de 9 a 5, de gallo a metro, de cruasán a calentamiento de partido de la Copa Korac! Pero fíjate que al décimo día de mi paso intrascendente por aquel acuartelamiento de bigotes, putas y tristezas, me llama a su despacho Su Alteza Irreal el Coronel, antiguo compañero de promoción de mi viejo, y me dice medio orgulloso que le gustaría ascenderme a cabo, y yo le digo que nanay de la china o de donde cojones vengan, que yo tengo úlceras de duodeno y que lo que quiero es largarme cuanto antes porque yo allí no pertenezco. Y él va y nos envía a cuatro ulcerosos y a mí al centro médico porque la única manera objetiva de certificar un agujero en el digestivo es mediante una endoscopia, sin anestesia local, por cierto, y porque supongo yo que había que aplicarle un poco de disciplina castrense a nuestro epílogo militar.” “¿Y qué pasó? ¿Os soltaron?” “Absolutamente, caballero. En cuanto los bigotes de las monjas enfermeras y el médico espeleólogo pudieron confirmar que el duodeno en cuestión tenía poco aguante y que en cualquier sesión de tiro o de sexo involuntario en ducha globalizada podría aquél echarse a sangrar, nos dieron sin molestarse ninguno a mirarnos a la cara el billete de vuelta, y a tomar mejores vientos que me fui.” “Qué cabrón, a mí me tocó un año y medio de envío a mi novia de postales baratas desde el Tercio de Levante.” “Tú es que siempre has sido un pringado. ¿Sabías que la aspirina es lo peor que se puede tomar cuando se tienen úlceras? ¡No veas la pasta que hice repartiéndolas entre los reclutas ulcerosos la noche anterior al reconocimiento hipoculotico! Bueno, vámonos ya que nos están esperando. ” “Joder, déjame que me acabe el visqui antes.” “Vale, pero date prisa que nos van a meter otro puro. Y, bueno, que por eso yo preferiría que ella no usara nunca más esa mierda de palabra, me cago en la puta, que me recuerda a todos esos inquilinos cabrones que, sin haber pedido antes nunca permiso, se nos cuelan en la cama de la pensión de la memoria y solo salen de ella cuando el condón ya no tiene ganas de conocerte. ¿Me entiendes?” “La verdad es que no tengo ni puta idea de lo que me estás contando. ¿De verdad que no te apetece tomarte otra? Anda y que le den por culo al jefe.” “Venga, vale. Que le den…”, soy libre) (NOTA PARA GILIPOLLAS UN TANTO PEDANTES: La diferencia entre la música de vinilo y las otras es ese olor permanente de la primera a tabaco que, instintivamente, sumerge al coleccionista de discos a 33 revoluciones por minuto y bolsillo en una escena que ya no podrá
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minuto y bolsillo en una escena que ya no podrá repetirse. Léase la recreación del gesto heroico del primer Marqués de Gutierrez Mellado en el 23-F, el hundimiento del Belgrano en mayo del 1982, año Naranjito, el hundimiento justo un año después del buque Benavente de camino a un concierto en el océano aragonés, etc., soy libre) (Cómo podría explicarle yo a la lectora profesional que se conoce toda la gama de trucos de la palabra escrita que aquella mujer adulta sentada junto a la ventana de un undécimo piso de una de las escasísimas torres de viviendas del sur inglés en una madrugada triste más había contemplado en múltiple ocasiones la idea de dejarse caer al vacío que no conoce ángeles ni querubines auxiliadores cómo podría asegurarle a dicha lectora que nuestra suicida con complejo de lentitud pasmosa no necesitaba fumar cigarrillos delante de aquella ventana porque le sobraba con el vapeo de un liquido con sabor a vainilla y galletas que aseguraba contener solo un 6% de nicotina según los amos bien recompensados lucrativamente de la publicidad sin constatación científica cómo podría creerse ella la lectora que aquella suicida clínicamente deprimida ni por medio segundo había pensado que ya que iba a saltar lo mismo daba si se compraba o no antes una cajetilla de esos pitillos que fumaba David Lynch cuando el vicio aún no nos mataba cómo podría creerse alguien que aquella mujer de 27 años ya no fumase cómo podría tragarse el que yo le asegurara que hoy en día en las novelas y en las series de pago más populares también se suicidaban por la noche las vapeadoras y cómo que ahora vienes tú y me cuentas que se necesita urgentemente un nuevo paradigma y que de todas formas causa confusión ver que la mayoría de los extoxicómanos y de los exalcohólicos beben mucho café comen más galletas contemporáneas que nadie y siguen fumando pero que casi ninguno o ninguna parece que le ha dado todavía por el vapeo y cómo no mosquearse cuando nos cuenta a megafonazos QAnon Shamanuti Ltd que los peleles que lo han perdido todo incluidos mujeres y niños niñas y mujeres fuman y que únicamente (debería destildar este adverbio modal, como creo que se llaman) fuman y que “unicamente” se dan al vapeo si han empezado a ir al gimnasio para ligar dando lo mismo que sean niños o niñas todavía niñas o niños aún y finalmente cómo huevos o güevos aceptar que el suicida la suicida o el y la suicidita de verdad siempre se fuma una cajetilla y media antes de la precipitación última pero que vapear colega nanay de nanay… Dama lectora, me parece a mí que a usted, con excesiva razón, le encanta interferir demasiado. Hágame el favor de salirse de mi cuento… Donde hago oídos sordos a las suplicas diarias… esperando el pater noster… la pesadilla…, soy libre) (Abuelo. Diario de Operaciones en África. Años 1924-1925. Día 18: Salimos con la columna para meter un convoy en Nab-es-Sor. Fortificamos las posiciones de Neni-Resdel y Loanradilla, bajo el fuego del enemigo. Sin bajas en mi gente. Se metió el convoy y se evacuaron enfermos y heridos del Zow-el-feniy. Llueve durante toda la tarde, llegamos a Fozal hechos una desdicha. Día 29. Salgo con Peña y gala, protegidos por una compañía de infantería y unos cuantos caballos para enterrar los cadáveres -¡Monstruoso! ¡Todos profanados!- de la agresión del 25 de septiembre. Enterramos a 108, identificando a más de la mitad de ellos, entre los cuales se
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encuentran los de: Teniente Coronel D. Antonio Larubia. Teniente José Gómez. Teniente Juan Oleo. Alférez M. Gómez, Alférez Alonso Criado. Nos felicita el Coronel por nuestra humanitaria labor. ¡Esto es espantoso! ¡Vivan los moros! Día 25: Noche. Tirotean el campamento y hieren a un soldado de Regulares, soy libre) (-Ella- Como mi francés da para dos raciones de papas fritas con mayonesa y poco más, y a mi ruso me da miedo pedirle que se salga de su zona placentera de tocadura de ovarios permanente, lo escribiré en inglés: Camus. Next to the one & only window. Smokes. It´s quite cold outside. But not so much so. Thinks: La creatividad o… el matrimonio, la semana de 48 horas & una pistola. Jumps. Ahora lo escribiré en argentino afrancesado un tanto: Pizarnik. Escucha una cinta de Pavement. Dislocación imaginativa temporal. Que les den por culo a las moscas. “Parecía, che, el Eclesiastés: busqué en todas mis memorias y nada, nada debajo de la aurora de dedos negros.” Hoja de afeitar. Está oxidada. Da asco. Si te vas a cortar las venas, cuida antes las herramientas, tonta. Me gustaría hablar portugués, parecerme al Miño cuando atraviesa de reojo Portugal. ¿Y tú en qué te basas? Dicen que la capulla del Sil lleva la water y la del Miño los huesos. ¡Cretina! ¡Cómo osas! Porque me sale del coño. Lo del coño no le gustaba a mi novio. Se había quedado estancado en sus cojones. Tampoco le emocionaba que le hablase de follar. No, él y ello preferían facer el amor. Pero entoncesvinoCaeiroydijoantesdeprecipitarsealvacíodesdelaventanadelabuhardilladecasadesuhermana: Que disto tudo só fica o que nunca foi: porquearecompensadenao(mi región peri-silviana pasa olímpicamente de configurar su tablero al portugués)existiréestarsemprepresente.Salta. Él y un poco de mí, ese pedacito que ya no desea escribir. Dice un tal Justin Parkinson en un artículo de la BBC publicado vete a saber cuándo en la WWW que ya no es libre ni de todos que si a usted le apetece aumentar la velocidad de caída, lo mejor que puede hacer es tirarse de cabeza porque así podrá alcanzar su cuerpo una media de unos 400 kilómetros por hora acumulada en esta mierda de vida, shit life. Pero usted ya ha saltado y no tiene tiempo para pensar en esas cosas. Pero usted ahora rebota sobre el toldo verde y mojado de la Cafetería Hrabal. Dicen las palomas que lo miran con indiferencia urbana que parece libre. Cuesta un coño y medio escribir sin avergonzarse, soy libra) (Andaba pensando yo que la principal diferencia entre el escuchar música en un tocadiscos, un magnetófono o un compact disc y escucharla reproducida por un teléfono es que el hacerlo con los tres aparatos primeros garantiza cierto ejercicio autónomo y manual que el teléfono, por su parte y desplante, no puede ofrecernos por ser casa de múltiples actividades u operaciones, en su mayoría independientes, que suelen ejecutarse al unísono según demande el nivel de impaciencia del dueño/a del artilugio sonoro en cuestión. En palabras de pueblo llano y modesto: si a usted le apetece poner un disco, primero ha de levantarse de la silla de la abuela, extraerlo de su respectiva carátula y colocarlo sobre el artilugio reproductor. Todo esto implica obligatoriamente un cúmulo de acciones que han de acometerse con un alto grado de concentración, el cual no deja lugar para la práctica simultánea de ninguna otra actividad física o intelectual. En cambio, si le apetece a usted escuchar un álbum entero de Camilo Séptimo o de la Banda Trapera del Río en su teléfono de corte andrógino o
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ifonónico, sabemos que lo se puede hacer al mismo tiempo que se fríe un huevo con una mano mientras con la otra se lía un canuto y el cacharro de la odiosa Quinta Generación le va resumiendo en medio segundo el último correo del jefe, le cuenta a golpecitos sonoros que alguien parece haber perdido los nervios con usted porque su vuecencia se ha negado definitivamente a contestarle, y le muestra al ralentí cinco fotos de mal gusto y poca frente que un colega del trabajo acaba de hacer desde un balcón de una torre fálica de Venenorm. Pues eso, que andaba yo pensando como una loca que no le pone pega a su condición psicológica en estas cosas mientras escuchaba en mi ifonónico por quinta vez la canción The Room I Am In del último disco de P.I.L, y que, de repente, porque así me ocurren las cosas a mí, incluso el sexo, me acordé de que le había prometido a Isabel el siglo pasado que le iba a enviar mi primera y última entrada pagada en ese atrofio digital decimonónico llamado Wichiferia, un arti-culito de nada que resumo aquí porque sé que ella lo leerá cuando yo ya no merodee por estos lares del capital y mi cadáver ya haya empezado finalmente a buscar una regulación de empleo permanente en el infierno o en la fosa dónde sepan soportarlo: “Foster Mackenzie III (9 de julio, 1944 – 8 de junio, 1933) nace en Asherville, Carolina del Norte y crece, se desarrolla y se fuma sus primeros porros en Washington, D. C. Su fama de listillo aventajado le pone dormitorio y pupitre en la prestigiosa y siempre elitista Universidad de Yale, de la que saldría con una licenciatura en Estudios Afroamericanos en 1967, año en el que nace la autora de este artículazo, y año, también, en que Foster recomienda la entrada de George W. Bush en la fraternidad Delta Kappa Epsilon, de la que él era uno de los capos con más voz y hostia, hostia y VOX. En Yale no perdió nunca el tiempo, que quiere decir que estudiar estudió poco, pero que tuvo tiempo, entre partidas de squash y derrotas al tenis, para montar una banda de punk avanzado llamada Prince La La y los Trepas de Medianoche con su aliado de pija fraternidad Anacleto (aunque su nombre aparece en la página de Wichiferia en letras azules, indicando obviamente enlace y página especialmente dedicada a su persona, al presionar, con o sin rabia, sobre aquél se nos remite instantáneamente a una página de contenido alienígena encabezada con la amenaza, también en letra azul, y en mayúsculas ERROR 404). Tal fue el éxito de dicha banda de pelo carrasposo y teñido a negro, que concluida la primera y única gira por los colegios mayores universitarios de la zona, George W. Bush, ahora jefe de la mafia Delta Kappa y Suputamadre, los echa a patadas y les prohíbe eternamente la entrada en la fraternidad, lo cual, dicho sea de paso, se lo tomaron con guasa y un cierto grado de admiración personal. Los siguiente que se conoce sobre Foster Mackenzie Tercero es que, después de licenciarse, y mientras conducía una furgoneta de helados de fresa y nata y, quizás, también de tres gustos, tuvo la genial idea de alegrarle la vida al portador de su persona con una dosis alta de esa cachonda de la dietilamida de ácido lisérgico que le impulsaría, prácticamente a lo literal, a saltar la valla de la Casa Blanca a la búsqueda y captura parcial de “uno de los centros del universo”, según declararía en comisiría más tarde uno de los oficiales de la Secreta y Camuflada que se había lanzado sobre esa mole grasienta y alucinada que Foster aparentaba ser. Tras una larga temporada en un hospital de
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temporada en un hospital de locos, que así se hacían llamar por entonces y milenios, y después de asegurarle al Psiquiatra General de Brigada que nunca se haría borrar el tatuaje de Esquizofrenia Mayor que le habían calcado en la frente, consigue que le suelten. ¿Qué queréis que os cuente? Ahora parece una persona nueva, hasta tal punto que, para creérselo, se cambia de nombre (¡Root Boy Slim!), adopta gatitos abandonados que duermen con él, regala docenas de caramelos sin heroína a huérfanos de Harlem y escribe un ensayo de mil trescientas cuarenta y siete páginas sobre los lazos de unión entre la poesía y la arquitectura, o no, de Oteiza, Onetti, y el aparejador de lo abstracto y poeta neoyorquino O´Hara. Entregada dicha panfletada a veintisiete editoriales académicas inexistentes, Root Boy se hace líder de su nueva banda (¡Root Boy Slim and the Sex Change Band!), firma un contrato por un cuarto de millón de dólares y lo que te robaremos con la Warner Siameses, sale de gira por el continente civilizado y se enamora de la tierra de sus antepasados escoceses, a la que le dedica a golpe de gaita pinchada su canción más famosa: “Boogie Hasta Que Vomites”. Pocos sabían que allí se quedó a vivir, que allí cuidó y se enamoró de un toro de la estirpe Belted Galloway, y que allí tuvo también descendencia para rato. Cuenta la oreja cotilla sin ganas de hacerse famosa que Root Boy se sacaba propinas en plazas y pubs bailando sin calzoncillos mientras soplaba su gaita pinchada tal y como sus antepasados pesados lo habían hecho por los siglos de los siglos sin importancia, y que nadie se quejaba o llamaba a la policía, fíjate. Foster o Root Boy, Root Boy of Foster murió de un ataque al corazón un 8 de junio de 1993 mientras dormía en un establo acompañado de un centenar de gatitos, de cuatro toros con estómago de pocos amigos y un fantasma de centinela que se parecía, según relató más tarde el notario del sueño eterno, al de James Smith Bush, padre de Samuel Prescott Bush, éste a su vez padre o lo que sea de Prescott Sheldon Bush, y éste a su vez de Prescott Sheldon Bush Junior, alias Pressy, cabeza viviente hasta la fecha de su defunción de la Cámara de Comercio Bilateral entre América (quizás debería decir los USA) y China, y hermano de George Herbert Walker Bush, soy libre) (Antes de acostarse, Salvador Espríu quiere leer. Hacía tiempo, ¿sabíais? (si en vez de “¿sabíais?”, se pregunta “¿sabíaiss?”, así, con doble ese al final, quienes puedan oir dicha interrogación deberían imaginarse que el dueño de la pregunta la ha ejecutado con/de malahostia, junto o separado (mala hostia). Digamos que esa interpelación breve es el equivalente en castellano a la pregunta que, en alemán, haría un oficial vestido de cuero negro a un grupo de niños con un toque semítico facial antes de negarles acceso al ghetto porque ya les tiene preparado un camión de transporte ustedes ya saben adónde. Buff, ¡qué mal me ha quedado! Se nota que tengo que trabajar esta noche. Le pediré a Satanás un aumento de suelto y reducción de jornada. Pero empecemos de nuevo: Antes de irse a la camita porque hay que descansita, Salvador Espriú quiere leer. Le apetece, porque se siente vago y sabe que hace más de un lustro que no toca un libro antes de irse a dormir. Ahora bien: a) ¿Lee algo antes de masturbarse?; o B) ¿Lee después? IF--- > B) ¿Se quedará dormido directamente y no leerá, pues, un huevo/güevo? & ¿Cómo es posible que él, que presume de leer a Perec cuando los demás poetas de su generación solo saben/solo les llega para presumir de mil followers en
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Pisstagram, necesite a su edad/intelecto masturbarse antes/después de leer? A) ¿Se trata de una necesidad medianamente biológica que roza ya la categoría de ritual? A)&1/2 ¿Le dejará un complejo de inferioridad intelectual casi irreparable?; y N) ¿Cómo es posible que su mujer pueda dormir a pierna y buena parte de la conciencia sueltas al otro lado de la cama? ¿Qué tipo de preguntas se hará ella? ¿Qué clase de orgasmos cree él que ella necesita? ¿Será perjudicial, como aseguran las moscas, un calentamiento previo antes de cualquier lectura nocturna?, soy libre) (¿Qué crimen tan repugnante había cometido Popolo? ¿Y por qué se había empeñado la jueza en ordenar la exhumación de su cadáver? Si es cierto, que lo es, y si no te jodes, que él se había ya suicidado tres meses antes de la aparición en su apartamento de la Avenida Alvear de una patrulla de la policía armada, y de él solo quedaba el recuerdo en forma de medio titular de noticiario sensacionalista (correspondiendo la otra mitad a los esfuerzos de las organizaciones no gubernamentales, aunque no te lo creas, de Bill Gates y otros billonarios por acabar con el cambio climático y… el pago abusivo de impuestos), ¿podría alguien explicarnos por qué se había recomendado desde un juzgado la aplicación rápida y tajante del garrote vil al cadáver del no-individuo exhumado y la retransmisión (todavía parece que hay debate entre los partidarios de retransmisión y los que abogan por simplemente transmitirlo) en vivo, y a la hora del piscolabis de dicha ejecución en los canales de la tele-visíon-mermada pública? Su señoría, ¿de verdad que era necesario tanto revuelo, tanta venganza y tanto crack en directo de vértebras y del hioides, que creo que se llama? ¿No ve usted que a la gente solo le interesa ya el morbo cuando ocurre de manera espontánea o por accidente? Gracias a Dios o a la decente etiqueta de la conciencia humana más contemporánea, ya no se cuelga a la hora de la merienda a los indeseables en la plaza, colega. Se ha pasado usted, señora juez. Por favor, que algún funcionario ambidiestro lo apunte a doble página consecutiva en los anales, soy libre) (Hola, ¿qué tal? Me apellido Gutenberg y éste de al lado Panero, y aparecemos de sompetón en este cuento de tinta inagotable para contarles, entre otras cosas, que ya en la China clásica sus habitantes cuando hablaban del hogar usaban la expresión “tien, yuan, lu mo”, es decir, “campo, jardín, casa y tumba”, según la autora del libro La esencia del Tao, Pamela Bell. ¿Qué por qué les contamos esto ahora? Pues porque hemos notado últimamente un aumento sustancial del número de cagadas de perro sobre el techo-losa de nuestras casa-tumbas aquí en este santo cementerio en donde residimos mi colega y yo desde que toda información se hizo digital y aparentemente es mucho más sencillo encontrar el lugar en donde residen aquellos que ya lo hacen eternamente. Un aumento aquél, de un 23,5%, más concretamente, si se compara con el último estudio de sondeo en campo realizado, según la agencia C.A.C.A. el 4 de marzo de 1989, día de San Leodovaldo y de San Casimiro. En voz hueca y al unísono les rogamos que no permitas que su chucho cague en nuestra casa y tumba, que ya tenemos bastante con la ingente y, para joder, aleatoria cantidad de heces que van dejándonos en lápida y proximidades gatos y zorros, y, cómo no, el incorregible colectivo de los borrachos de medianoche. Porque ya nos contarán a nosotros dos a quién cojones de ustedes le apetecería que su tumba oliera las 24 horas que dura el
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día de las 24 horas prorrogables a cagada de bosque de 1978 limpiada con hojas manoseadas de revista guarrindonga, o que alguien se les defecara en mitad de la cama, así por así, porque no le habían enseñado buenos hábitos en casa. A los dos nos parece inadmisible, Y CIERTAMENTE INCOMPRENSIBLE, que ustedes, los vivos, no hayan conseguido todavía inventar un retrete portátil para sus mascotas, una cajita de (¡de plástico no, por favor!) nada que cualquier chucho sepa usar y en la que pueda, también, descargar proyectiles defecados, líquidos o no, con una puntería notable. A nosotros nos encantaría poder contar con la habilidad de sacar el brazo hacia afuera para indicarles a ustedes con firmeza victoriana que nuestro campo y casa no son parcela de evacuación orgánica canina alguna, para poder indicarles con el índice otro tien, yuan, lu lo que sea en el que su perro pueda desahogarse de rabo para abajo, como, por ejemplo, y ya que estamos con el tema, aquella tumba de la esquina, junto al muro de ladrillo rojo desgastado en donde nos cuentan algunos chivatos a sueldo permanente que supuestamente descansa desde marzo de 2026 Alexander Boris de Pfeffel Johnson. Ahí mismo, su galgo de estómago fácil puede hacer lo que le dé la gana, ¿nos entienden?; porque, claro, de aquí a los dos no nos va a sacar nadie en un futuro inmediato gracias a esta hipoteca a plazo hipoprorrogable que el Satander nos ha fijado de una manera un tanto justificable, para serles honestos, y vivir entre olores nauseabundos de defecaciones descastadas y a tan largo plazo no deja de ser, cojones, una putada que nosotros dos debemos denunciar mientras exista alguien ahí afuera con ganas de escuchar. Se ha dicho, soy libre) (Porque en esta vida de transacciones especuladoras nada puede superar en rentabilidad al saber contar demostrando en dicho proceso una superioridad obvia a la del contrincante, uno se pone a contar y se da cuenta de que Pity Álvarez lleva hasta ahora manufacturadas en el Parque de Laminación Totalmente Robotizado por Reclusos Autómatas (PALATOROREA S.L.) 13.457 placas de matrículas de coche de elevada resistencia pero de calidad tal vez discutible… Empecemos de nuevo: Al llegar a su ejecución robohumanizada número 13.457, Pity Álvarez, recluso 347.567, le encuentra un hueco a la memoria en su labor mecanizada y se da cuenta de que la pistola que había usado cuando se le escapó su único tiro fatal en esta vida de mierda era la misma (dígase aquí que se trataba de una Astra Modelo 900, de calibre chungo tipo Francisco Franco y Máuser) que su camello y muerto asociado a su condena le había vendido un lustrito antes cuando Pity, que crecía ladrones y bofia de paisano hasta en la despensa, y creyendo dicho distribuidor de sustancias ilegítimas porque impiden que uno trabaje y sea normal, aparentemente, que sería una lástima perder a un cliente ciertamente rentable y leal, le suplicó que le consiguiera un medio de protección personal que no superara en tamaño y ruido hueco a un bate de beisbol ni en envergadura a una catapulta de uso personal. Cuando se enfrentaba al montaje y fabricación de la matrícula número 13.458, nuestro recluso protagonista se dejó de ironías de la vida (aquí habría que mencionar a Angustio Vidal, gran guitarrista y sándwich gráfico a color del sarcasmo y la guasa) y se puso a silbar para sorpresa de otros robots humanizados que en el trabajo nunca habían podido celebrar la naturaleza terapeuta del silbido (mi colega cordobés Pablito César Aimar Giordano
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acostumbraba con dos cojones a decir a gritos cada vez que nos tocaba limpiar los trasteros del punto bingo de mierda como esta vida en donde trabajamos, reíamos y nos sentíamos explotados que lo que más le jodía de esta Saxonlandia, che, era que ni dios silbaba por la calle) la única canción de Intoxicados de la que decía sentirse orgulloso, lo cual, en lenguaje práctico ha de entenderse como que al compositor no le haría nunca daño si alguien, un marciano perdido tanto o más que nosotros, por ejemplo, le rogara que se la cantase allí mismito, y cuyo título no puedo recordar ahora mismo porque no tengo la WichiFeria a mano, pero que va más o menos así: Y abriste una puerta sin darte cuenta, y era la última que te faltaba abrir. Y yo no pude entrar, me quedé de este lado esperando… esperando. Voy a tener que buscar muchas puertas para abrir, tengo la esperanza que en una de ellas podré salir…, soy libre) (Habíase acostumbrado Rudolf F. Fogwill, según nos o no cuenta Martín Gaite en su cuento La Oficina publicado hace ya casi un siglo, a constatar en silencio cómo a su apellido le iban desapareciendo letras a una velocidad pausada pero de irritabilidad desaconsejable: -Fogwill, páseme esos expedientes de la estantería. -Fogwil, llame al Banco Central y pida cita con el Atracador General. -Fogwi, ¡que ya no usamos el fax en la ofi! -Fogw, dígale al Gerente Adjunto Hiperdigitalizado que le necesitamos de guardia esta noche y todas las demás que queden por guardar. -Fog, ya veo que no le dio usted a la tecla del megusta ayer cuando el embrión que lleva mi santa esposa publicó una fotito acuática del nuevo look de su mansión amniótica. -Fo, ¿de veras que necesita usted tanta memoria RAM en su oficina de presencia digitalizada inevitable? -F., usted elige: O un descuento de nómina concebido en silencio de un 43% o el despido y la mutilación programada correspondiente. - ., tiene usted cara de programación en serie. Debería aprender de sus compañeros y compañeras y apuntarse voluntario a más cursos de desarrollo informático asistido y reprogramable. -¡Coño! ¿Alguien sabe dónde cojones anda digitalizando “ “?, soy libre) (Cree Borges que podría explicarnos por qué a su niño Tomasmán le dan miedo las bañeras. La ducha, lo que es la ducha, la soporta bien, sin quejas ni amagos de evasión precipitada. Pero lo que es darse un baño, lo que es meterse en aquella superficie acuática de física y gravedad incontrolables, ni hablar que va él a perderle el miedo nunca. Y Borges lo entiende, porque él tampoco ha sido nunca un hombre de baños, porque ya desde pequeño, desde que sus padres tuvieron la nefasta idea de mudarse al número 27 de la puta Diagonal Norte, él se lanzó a buscarle miedos a las bañeras y consuelos, por otra parte o por otras estancias de la casa, a todas las duchas que quedaban libres. Pero uno, que conoce a este nigromante de la letra reina desde que lo echaron de la Biblioteca Nacional, sabe que lo que verdaderamente le da pánico es que su hijo haya heredado injustificadamente ese odio al cuchitril acuático del padre de sus días, lamentos y
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tentaciones. Eso sí que no podría perdonárselo. No, se haría ateo, aunque también se cagaría en la naturaleza todos los putos días para no dejar a nadie ni a nada a salvo. La madre de uno y esposa del otro los mira con palpable desilusión desde la puerta. “¿Le vas a meter en el agua, o qué?” “¡Pero Perirrossi, ¿acaso no puedes ver que ese miedo se lo he pasado yo?” “¡Pero si solo es un mocoso de diez meses, Borges! ¡Cómo le va a tener miedo a una bañera ya!” “Pues mira, Perirrossi, te juro que lo que el niño anhela es una ducha como la de su padre. Yo me ofrecería a meterme con él en la ducha todas las noches antes de la última cena reglamentaria.” “¿Quién? ¿Tú? ¡Pero si apenas puedes sostenerte a ti mismo, loco! Y además, si siempre estás hasta las tantas en la biblioteca y solo se te ve de vuelta cuando al chalao de Bioy le apetece estar solo. Anda, anda… déjate de tonterías y a bañarlo.” “¿Pero de veras no ves que la culpa es mía, que el terror se lo contagió uno de mis espermatozoides? No tienes ni una pizca de corazón, mujer”, soy libre) (Hola, buenas tardes. Permítame que le dé la bienvenida al infierno. Me dice que se apellida usted Fogwill, ¿verdad? Encantado de conocerle, caballero. ¿Le han enseñado ya su esquina? Bueno, pues sí, es ésa. Vaya acomodándose y, si tiene alguna duda, pregunte en aquella otra esquinita con el cartel de Wyndham Lewis. Sí, allí le darán toda la información que necesita y algo de comida y muda. Con el tiempo, como a algunos de nuestros veteranos, se le facilitará la capacidad de protestar y, entonces, solo entonces, podrá usted dirigirse a mí. Mientras tanto, ya le digo, pregunte allí -señala con la mano, como si las manos contaran un pijo en el infierno-. Bueno, le dejo, Fogwill. Pórtese bien y que tenga usted una estancia centenaria de lo más llevadera. Y no se olvide que aquí no se puede cantar, solo silbar. Chao, chao, soy libre) (Hay una canción de Intoxicados, dice Noelia sin pedir permiso en éste, mi cuento, joder, hostia, coño y San Fermín, que va: “Duémete niño, estaré a tu lado cantando esta canción –aquí mismito se le saltan las lágrimas al escritor. Digamos que no lo entiende. ¿Cómo es posible? ¡Si él no la está copiando aquí!-, estaré a tu lado cantándote esta canción, Haré un esfuerzo para no dormirme antes que vos…” Hay una historia, también de verdad, según me cuentan, que comienza con un bebé al que se le obliga a dormir a oscuras la puta siesta de los Reyes Católicos, el Cardenal Cisneros y el desembarco de Alhucemas, y que, en su candorosa inocencia no conoce otra manera de rebelarse contra el miedo que, lógicamente, llorando ininterrumpidamente hasta que su amo, sigue Noelia, una máquina generadora de criaturas extraviadas que el día de mañana, si es que llega de una jodida vez, serán o cadáveres, o poetas y terapeutas, decide que la respuesta menos ortodoxa es poner fin a dicho acto de insubordinación y entrar en el dormitorio para gritarle a la criaturilla que se calle de una puta vez porque si no lo va a pagar caro, y negándose en todo momento a entender que los ángeles no han aprendido todavía a comunicarse con los cromañones. ¿Qué se calle quién? ¿Yo? ¿O la oscuridad? ¡No le entiendo a usted, mi comandante! ¡Que no me entiendes! ¡Pues te va a enterar!, llorón de mierda! Y, nada, tío, tía, que esta llorica sediciosa no consigue enterarse de nada. Es obvio que de poco va a servirla que el dueño peludo de mierda de sus días vaya ahora a agarrarla con rabia, y vaya también a apretar la anatomía angelical mas siempre frágil de la vida de un ser bebé contra su pecho velludo
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tal y como hacen los chimpancés más rabiosos en los documentales de la British Broadcasting Corporation mientras le aplasta la cabecita con su antebrazo peludo, porque cualquiera diría que le apetece a este grandullón ver una inflamación estilo encefalitis aguda, digo yo, y llora Noelia, y porque así de asquerosa es la vida de una mayoría relativa de simios de inteligencia superior debatible. “¿Cuándo he perdido yo ese angelito con alas que puedo ver en vos? Duérmete niño, duérmete niño…“ soy libre) (NOTA: Escribir esta nota IF & ONLY IF consigo escupir de una puta vez este pipo de naranja congelada salida de tierras sagradas que me está bloqueando la garganta. Escupo. Así asesinaban antes a los -por lo general eran del género masculino- tocapelotas en los dibujos de la Wagner: a escupitajos de pipas de naranjas y de sandías. Pero, ¿en qué iba a consistir esta nota? Ah, sí: Entra en la habitación principal de la casa. PUNTO. Medio centenar de animales disecados en sus correspondientes cabinas y columnas de exhibición. PUNTO. ¿A quién cojones le interesa la taxidermia? A mí no, y a quien pagó por este libro nauseabundo seguro que tampoco. NOTA 2: NOTA INDEPENDIENTE: NOTA QUE VA A LO SUYO: NOTA DIPUTADO REGIONAL: las plumas de Paper Mate son ideales para escribir en la cama cuando la postura que se adopta es la de la persona cansada que hunde la cabeza en la almohada y sujeta en alto y con la mano izquierda el cuaderno en cuyas hojas intentará escribir la pluma que sujeta la mano derecha. Otro día hablaremos sobre zurdos/as. La tinta Paper Mate nunca se pone de huelga y funciona igual de bien con la caligrafía horizontal que con la vertical. Volvamos a la nota inicialàNOTA: Que se diga que decíamos que a nadie le importa un huevo que el XIX fuese el siglo de oro de la taxidermia. PUNTO. Ella había entrado en aquel salón a asesinar al supuesto decorador de aquella habitación. PUNTO. Dueño e ideólogo hortera. PUNTO. Siempre resulta fácil esconderse detrás de una cortina de terciopelo. PUNTO. Todos los taxidermistas están obsesionados con las cortinas de terciopelo. PUNTO. Fíjense que se ha escrito “todos los…”. PUNTO. Parece ser que este tipo de cortina bloquea la luz. PUNTO. Parece ser, también, que a los animales vivos pero que están muertos no les gusta un carajo la luz. PUNTO. Parece ser que la ausencia de luz natural prolonga la vida del animal disecado y reduce la del coleccionista de éstos. PUNTO. Un golpe seco en la nuca. PUNTO. Un golpe seco en la nota con un martillo. Tal vez dos. PUNTO. Isabel, ya ves. PUNTO. Cuando era pequeñita un extraño le había mentido y le dijo, casi a susurros, que las palomas eran los animales más difíciles de disecar. PUNTO. Ella era Isabel, o Anna Quinn, como más les guste, y él, Berg. PUNTO. Ella jugaba en la bañera con el grifo del agua fría y él con los hombros y la espalda de la inocencia infantil. PUNTO. Tal vez una sucesión de golpes secos en la nuca. FIN DE NOTA. PUNTO, soy libre) (Me gustaría hacerle comprender al lector/a que todos los protagonistas de este cuento inacabable si aparecen aquí es porque van a salvar al mundo. Creo que con su sola presencia en las páginas de esta bochornosa panfletada se garantiza el apagado instantáneo de la gran pira cultural iniciada, como ya saben ustedes, en la década de los ochenta del siglo pasado. Quemar libros no es la solución; imprimirlos sí, ya sean mediocres, malos o,
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como éste, insufribles. El mejor plumero estilográfico de Ucrania, Gógol, siempre le andaba temiéndole a todo y estaba convencido de que la única manera de evitar el infierno era pasando por el exilio fatal de la chimenea de casa el segundo volumen de sus Almas Muertas. Sepan ustedes que Nikolai ocupa desde hace casi dos siglos la esquina número 573 de la vigésimo cuarta galería de la sección 33 del averno. Con el fuego no se juega, y eso mismo es lo que han venido a contarles y a repetirles hasta la saciedad todos y cada uno de los protagonistas de este bodrio de naturaleza vagamente inclasificable, soy libre) (Queridísima María Félix: Según me han explicado, cuando la encefalitis es aguda, los signos y síntomas más típicos son las alucinaciones, la confusión y las convulsiones, acompañadas éstas habitualmente por una parálisis en el rostro y en el cuerpo, una fragilidad muscular y la pérdida de conciencia y del ha… el hab… el habl… Hablémonos, MUJER.
Siempre tuyo, Albert Einstein soy libre) (“¡Qué preciosidad de niña!”, dijo llorando George Sand al contertulio de pacotilla que tocase, “Parece un ángel, ¿verdad? Me estremece esa capacidad innata que tiene para expresarse con tanta dulzura. ¿Y qué me dices de ese par de ojos castaños tan bellos? Mi inca angelical, todo lo contrario a su madre. Mañana mismo la encuentro un marido.” El 15 de junio de 1846, proclamada de una puta vez la Segunda República franchuta, Aline Chazal se casaba con Clovis Gauguin, periodista de poca monta, ateo, republicano y vecino de Eugenio Delacroix. Dos años más tarde, en 1848, evacuaría el vientre de su madre Eugenio Enrique Pablo Gauguin, abogado de la disentería, la morfina y los niños muertos a temprana edad, y propietario sin vocación de la Esquina número 994, galería 8335, planta 76 de aquí abajo; planta que, por cierto, comparte con algunos de los obreros galos que, ese mismo año de su nacimiento habían recaudado fondos para la colocación en el cementerio de Bordeaux de una estatua homenaje a la abuela del pintor, Doña Flora Tristán la Socialista, hija bastarda de Marianito Tristán Moscoso –ya veo en Wichipedia que Vargas Llosa ha tocado este tema antes que yo-, coronel y caballero de la orden de Santiago, autora de panfletadas socialistas y portadora de una bala en el pecho de un marido celoso, aunque tal vez más loco que lo primero, soy libre) (Alguien en el extranjero. Quizás alguien que tiempo atrás no se tomaba su trabajo de operador de grúa en serio. Era joven y bebía demasiado. A menudo se plantaba en la grúa resacoso. ¿Y sabes una cosa? Le daba igual, porque faltaban operarios y allí nadie perdía su puesto de trabajo. ¿Y sabes otra? Se había acostumbrado a dormir solo dos horitas de mierda y parecía que con eso le sobraba. Pero quedó claro el día del accidente que con dos horas de mierda no bastaba. Y tuvo que salir pitado de su país. Y ahora es alguien en el extranjero. Y ya no bebe tanto. Y cuando alguien en el último bar de Linz se sienta al piano y toca algo, si es como él, otro alguien en el extranjero, va y le suplica: “Oye, toca un pasodoble, que me apetece llorar.” Y entonces se pide una copa, pero la consume a la velocidad de los caracoles de su tierra natal, soy libre) (Prokofiev dictándole por teléfono de línea
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la polifacética secretaria de Eisenstein unos apuntes que el director deberá tener en cuenta antes de escuchar por primera vez la banda sonora que el compositor le está preparando para la cinta de Alejandro Nevski: “Las hemorroides de Dostoyevsky (y me lo escribes con y griega, por favor) nos regalaron El hombre del subsuelo, una especie de carné de vago impertinente que, por necesidad o complejo, recoge en su interior medio centenar de páginas en blanco que podrían hacer la función de manual de lavadoras para aquellos que nunca han deseado tener en casa ningún electrodoméstico. Dicen que Fiódor escribía de pie para no darle voz ni grito a la almorrana. Yo creo que lo hacía porque así le resultaba más fácil comprobar el estado del par de zapatos que en cualquier momento iría a empeñar…”, soy libre) (EL SEÑOR PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA. STOP. DEBE PROCEDER A LA INMEDIATA ENTREGA DE SU ALTO CARGO. STOP. A LAS FUERZAS ARMAS. STOP. REPETIMOS. STOP. ¿SE ENTERAN? STOP. A LAS FUERZAS ARMADAS Y A LOS CARIBENEROS DE LA NACIÓN. STOP. FIRMADO. STOP. HENRY ALFRED KISSINGER. STOP. JEFE SUPREMO DE LA JUNTA NACIONAL. STOP. PERO TAMBIÉN INTERNACIONAL. STOP. Y TAMBIÉN. STOP. LATERAL IZQUIERDO. STOP. DEL CLUB DE FÚBOL. STOP. SPIELVEREINIGUNG GREUTHER FURTH. STOP, SOY LIBRE) (Escribo para conversar con alguien, preferentemente con alguien que ya esté muerto. Yo recuerdo como en plena debacle de hoja mal rellenada me contactó Quevedo para explicarme, mientras abusaba de una pipa mal encendida que nadie le había ofrecido, que, en época de guerra, siempre hay gente que tiene tiempo para tomarse un café y unos pastelitos en una terraza, y que dicha clase de persona por lo general carece de escrúpulos porque nunca se ha visto forzada a coger una pala en su puta vida para escavar una trinchera cuando se le ha visto el cogote mecánico a la brigada de artillería motorizada y pesada del enemigo. Dícese de esa clase de persona de fácil licencia, continuaba el muerto más famoso de/en Villanueva de los Infantes (eso es, Infantes, que no se les olvide), que, entre todos los judas, él o ella, para subsistir entre cafés y pastelitos, habrá perfeccionado el arte luciferino del chivateo en pleno conflicto bélico y que sus servicios serán rifados entre las compañías militares de inteligencia de todos los bandos implicados en cualquier contienda, independientemente de la nacionalidad del agente traidor. Querido amigo, remataba Dieguillo, yo siempre he preferido la compañía del verdugo. Nunca me he visto obligado a cuestionar ni su juicio ni integridad moral. Cualquiera diría que lo mucho suele sabernos a poco (y aquí incluiremos los pastelitos en época de guerra o de invasión militar alienígena) cuando se tiene por mala costumbre desear un poco más, soy libre) (Llovía implacablemente en la arteria principal de la Ciudad de la Gran Mierda. Pulgarcito, el enano aquél que cantaba dolores a la región musculo-esquelética de la memoria, diría que llovía así porque a Dios le había salido un hermano y no podía contenerse. ¿Qué cojones andarán haciendo hoy los gatos por la calle?, se preguntaba Fray Escoba. ¡Con la de furia que está cayendo! Boris había salido a correr sus cinco minutos matinales de la depresión. Como además de caco era también político de la familia de
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las farolas centenarias, se conocía todas las callejuelas de la ciudad por donde se podía correr sin que lo reconocieran a uno (“¡Boris, cabrón, devuélvenos el pabellón!”) y, lo esencial, sin que nadie pudiera adivinar que eso que hacía él no era exactamente footing. Iba de mala leche, condición necesaria, al parecer, porque esa mañana se había despertado en el salón principal (condición expurgativa), y sabía que, de vuelta a casa presuntamente sudoroso y fatigado, tendría que hablar y reconciliarse con el ente bípedo que la pasada madrugada lo había mandado a dormir a la habitación del brandy, los puros y las fotocopias calentitas de las portadas de los periódicos nacionales. A la zancada número 437, fallida como las anteriores, paró para desahogarse con el vientre de un gato con un punterazo de derecha que, todo hay que decirlo, no le quedó mal. Hasta él mismo se asombró. Vaya técnica y tremenda puntería. “Pues no estoy tan fofo como dicen los tabloides.” Pobre gato, ¿pero qué huevos andaba haciendo ahí? ¡Con la tromba que estaba cayendo! Como no era la primera vez que se ejecutaba de delantero centro con los gatos del callejón, A Boris le extrañó mucho que aquel felino, después de rebotar contra el muro del callejón, no hubiera salido pitando tomando provecho de las ocho vidas restantes de las nueve que tienen los gatos ingleses, y que, por el contrario, se hubiese quedado medio grogui en el mismo punto en donde había aterrizado tras chocar contra el ladrillo victoriano. Quién sabe, tal vez ya había consumido las ocho vidas restantes y aquella era la última que le quedaba. Y fíjate que quizás fuese por eso mismo por lo que yacía allí en pleno ataque epiléptico, escupiendo una baba verde asquerosa mientras le pedía al Darwin de los animales clemencia final. Menudo espectáculo más macabro. ¡Que alguien me traiga la puntilla, por favor! “A ti te voy a callar yo la boca!” 94 quilos de grasa conservadora cosecha Eton cayeron en forma de zapatilla de deportes excesivamente caras sobre el cuello del gato Félix. Creo que la vecina del 4 derecha oyó algo. Pero a Boris le daba igual, nadie se lo creería. “¿De veras piensa usted que yo me voy a creer que nuestro Primer Ministro…?” “¡Muérete ya, cabrón de gato!” “Die, you fuck!” “Daniel, no deberías escribir cosas así”, dijo mi madre. “¡Pobre gatito!”, dijo Fray Escoba. ¿Y qué me dice usted de Boris, hermano? Él también sufre porque tiene problemas, ¿sabe? “Boris, si quieres te lo resucito. Siempre traigo en esta bolsita unos gramitos de Pachyrhizus erosus, o nabo mexicano, según la plebe pagana. ¿Sabía usted que con tres cucharaditas pasadas por agua se me resucitan hasta los cuervos del Asmodeo? Déjeme que le meta un poco por la boquita, al pobrecillo.” “Mire usted, dominico de shit… Métase su herbolario por el ojete de su conciencia católica.” “Y tú, Daniel. ¿Nunca te han dicho que a los gatos no se les maltrata en los cuentos?” No, hermano, como tampoco me han dicho nunca que he de olvidarme de que cuando éramos enanos le cortábamos la cola a las lagartijas del descampado y cronometrábamos con los Casio de la primera comunión cuánto tardaban en dejar de menearse. ¿Y se acuerda de cuando mi papá me golpeaba en la boca y en la nariz hasta hacerme sangrar porque nunca me cuadraban las putas raíces en los repasos matinales de verano? Le digo una cosa, Fray Escoba: esa imagen del pelele en mí chupándose la sangre que le caía de la nariz gracias a papá la tuve bloqueada hasta el día en que vi como un franchute de mierda le partía una botella en la cabeza a un magrebí porque se había saltado la cola
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cola donde algunos pobres del mundo y vagabundos voluntarios espérabamos para poder entrar y tomarnos una sopita gratis en el Armée de Salut de Lille. Supongo que se debió a mi condición de vampiro arruinado. Había bloqueado algunos recuerdos, pero aquél se había salido con la suya. ¿Y se acuerda usted que todo es violencia en esta vida y que los gatos, aunque parezca que no viene a cuento, huelen fatal cuando hacen sus cosas en casita? Fray Escoba, yo solo quise ser feliz. “Pues tendrás que ponerte a la cola otra vez, Daniel…” BORIS à CORRE PARA PENSAR, SEA INCONGRUENTE O NO EL PENSAMIENTO OBTENIDO; SEA VERDAD O NO QUE HAYA PENSANDO ALGUNA VEZ EN SU PUTA VIDA; DANIEL à SOLO CORRE CUANDO LE APETECE IMAGINAR QUE UNA DIVISIÓN PÁNZER ACORAZADA AVANZA HACIA SU PUEBLO; FRAY ESCOBAà NO HA CORRIDO NUNCA PORQUE LO CONSIDERA UN ATENTADO CONTRA LA SALUD DE DIOS TODOPODEROSO Y TODOESTÁTICO; EL GATO FÉLIX àYA NO CORRE, VUELA. AHORA ES UN TALÉGALO EREMITA. “Hermano, yo nunca me he considerado una víctima; no, soy una bestia que de tarde en tarde necesita un recambio cardíaco”, soy libre) (Siouxsie and the Banshees, Sin in my Heart. Saturado, puteado por una vida que no ha dejado nunca de resucitarlo, no comprende por qué sus pulmones siguen ejercitándose. ¿Se habrán creído autónomos? ¿Los opera a distancia una máquina artificial? Sí, él debería haber empezado a fumar cuando estaba en activo y jugaba en la categoría de honor. Estaría ya más que muerto. Tal vez en el infierno, entrenando al equipo de infantiles que aterrizaron a una temprana edad en la cueva de todas las cuevas. “Oye, Arteche, ponte el cinturón, por favor.” -No, paso. -¿Cómo que pasas? Y si nos damos una hostia, ¿qué? -Pues no lo damos, y ya está. -¿Pero no ves que nos pueden multar? -Pues pago la multa, y punto. -Mira que eres cabezota, Arteche. Venga, póntelo de un puta vez y no me jodas más la marrana. -Que no, que te he dicho que no. Además… -¿Además, qué? -Pues que yo no creo en los cinturones. -¿Qué cojones dices? -Ya lo has oído. Que no creo en los cinturones. -¿Pero tú te das cuenta de la gilipollez que estás diciendo? ¡Con la de vidas que salvan los cinturones! -Sí, algunas, por lo general las equivocadas. -¿Cómo? -Mira, déjalo, no insistas, que no me lo voy a poner. Además, no me disgusta la idea de matarme así. Si me tengo que morir, que sea destrozando con la cabeza la luna de un coche.
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-Joder, cada día estás peor. Me cago en la leche. ¿Has visto ya a esa psicoterapeuta que te recomendó Noelia? -No, todavía no lo tengo claro. Pero arranca y ya te iré contando por el camino por qué me quiero morir, soy libre) (DESCRIPCIÓN Y CERVEZA. O Descripción con Cerveza: Puñetazo en la cara. Ejecutado por un robot salido de un manga. Se dice que los primeros mangas son de 1820 y tantos. Dato a tener en cuenta si se está aburrido y al estudiante le apetece impresionar a alguien en el bar de abajo. Aunque ya nadie se deja impresionar. Sigamos: puñetazo mecánico en la cara. Se le quedó la cara achatada. Tenía la frente y la nariz aplastadas, como un púgil veterano que vive a medias del boxeo. Cuando hablaba parecía que le sobraba mandíbula. De hecho, yo puedo constatar que le sobraban diez centímetros de hueso mandibular y maxilar superior. El lector, la lectora, debe suponer que no fue siempre así. Él lo sabía y por eso se disculpaba (¡si es que era necesario, claro!). Txwan-Ping-Tien le había dado un puñetazo el siglo pasado. Algunos habían empezado a creerle. Había que creer en algo. De ahí que dos milenios antes los pobres se casaran en Canán. Cambiando de tema: Cuando ha escrito un poco se le ve silbando. No se sabe si porque acaba de rellenar media cuartilla o porque sabe que para hacerlo va a necesitar pedirse una cerveza primero. Ya tiene como justificarlo. ¡Pero no veis que estoy escribiendo! Sabe también que algunos autores de renombre tienen escritorio. San Mateo y San Marcos también, no podía ser de otra manera. Él solo (pongámoslo con tilde), sólo tiene ganas de beber, y cuando le preguntan si alguna vez le han publicado algo, si responde, dice que conoce desde hace una década a Bredan Behan y cuenta la anécdota de la persona con media cara hundida a puñetazos. Algún desalmado, una cucaracha de esas que nunca paga una ronda porque sabe que este mundo de mierda lo gobiernan avaros y oportunistas como él/ella, juraría que el escritor nacido para beber se parece una salvajada a la persona con la cara hundida. Ambos los dos, el escritor con cara y alma de chapa de Mahou y el individuo con ganas sobradas de operarse el maxilar superior, cuando se deprimen, antes de intentar el suicidio, se dicen que siempre existe la posibilidad de que una japonesa los encuentre atractivos. Claro que primero habría que ahorrar para poder viajar a Okinawa, o a Kobe, o a Sapporo, o a la madre que parió al Sol Naciente para poder entablar relaciones. Usted, lector o lectora, debería dejar de pensar que me estaba refiriendo a mí. Sepa que hay mucha gente como él, con la cara como una madalena pasada por agua parcialmente. Sepa que hay mucha gente como el Ciudadano Reconvertido. Se nota el cambio, y uno cree honestamente que fue para mal, soy libre) (Haydn, Sinfonía Número 103, Redoble de timbal, carajo. Media hora más o menos, salvo que la manosee Adolf Wagner y se alargue hasta el Día del Juicio Final. Allí se verán las caras todos aquellos que alguna vez osaron enviar a una persona a cualquier destino no deseado o todos aquellos que obligaron a alguien a abandonar su tierra. -Pase y siéntese en esa silla, joven –dijo un viejo de edad inadmisible a quien era fácil imaginarse con un monóculo sellado al ojito malo y calzones del color de la tripa del cerdo-. En
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ella murió su padre de un infarto la noche que sus discípulos de la Congregación le regalaron una adolescente pelirroja de procedencia inimaginable con motivo de su medio siglo a cargo de la Secretaría de Correspondencia y Finanzas. ¿Quiere que le sirva un malta mientras le busco los documentos que me ha pedido? -Verá usted -respondió Anacleto mirando a la enésima grieta que en el techo de escayola vienesa se había abierto desde su llegada al apartamento del anciano de los mil y pico años-, a mí lo que de veras me gustaría es que usted se diese prisa y me entregara los papeles de mi viejo. Le prometo que no volverá a saber nada más de mí-. Pero la anatomía del viejo ya se le había escapado y uno podía imaginárselo buscándolo todo menos lo solicitado en una de las múltiples habitaciones de aquel rincón de mierda. La gente con monóculo nunca prestaba atención. Eso lo había adivinado ya Anacleto en un cuento anterior. Eso y lo mal que le sentaba a la digestión del ente que se sienta hacerlo sobre la silla o cualquier otro artículo mobiliario –“inmobiliario”, decían en el bar del mus de su pueblo natal- en donde la había palmado –“palmao”; decían y dicen en el…- un ser querido, de verdad o no. ¡Carajo! multiplicado por dos. ¡Si es que era como sentarse en el estómago del cadáver de papá! ¡Bah, que le den por culo a esto! Me voy. Además, el viejo éste podía haberse lavado, coño. Huele a sobaco de jipi de mierda. Por lo menos rocíate con Baron Dandy, cabrón. Hala y que le den por culo. Ya enviaré al interino a recoger los dichosos bártulos de los cojones. -¿Ya se me va usted, joven? ¡Si le había preparado un platito de pastas vienesas!... Pero repítame, ¿qué es lo que había venido a pedirme? -Nada, no se preocupe. Ya volveré otro día. Eso sí, me gustaría preguntarle si le importaría que me llevase esa silla de ahí. Podría pagarle una pasta gansa si usted accede a vendérmela. -Pues la verdad, no sé de qué silla me está usted hablando. En este recinto solo guardo cómodas y sofás. -Bah, déjelo, abuelete. Mañana le envío a un chaval a recoger los documentos-. Anacleto cogió la silla en la que había probado con las nalgas la barriga de su padre y se largó silbando el primer movimiento de la sinfonía que introduce este sinsentido. Los vieneses son tan horteras que todavía iluminan algunas calles con farolas de gas. Contra el cuello de acero de una de éstas estampó Anacleto la silla del culo que fue vientre de su padre. He de admitir, siempre en su nombre, que sintió un alivio parecido al que nota un borracho que todavía no sabe que lo es cuando le da un sorbo a la primera cerveza de la tarde al salir de trabajar. Esa succión diaria iniciática sabe a oxígeno, a nitrógeno y a vapor de agua, la mezcla aliviadora de todo submarinista sumergido en un mundo subacuático también de mierda como el de este cuento y el de esos que a ti te guste imaginar, soy libre) (¿Por dónde íbamos? A ver, decíamos que, aunque pudiera parecerles irracional, este cuento es un monumento gráfico a todas las víctimas de la banca y de esos crueles centípedos –me cuentan que ese término es ya obsoleto y que ahora se llaman artrópodos o no sé qué cojones- que gustan de esconder nuestras lentejas en cajones de acero reforzado suizo. Como ha sido documentado en múltiples estudios de investigación de
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entomología médica, social y urbana, el centípedo nos enamora porque tiene esa capacidad anatómica que le permite usar las patas como piernas o manos que lo quieren todo, lo cual le facilita la huida esquivando, baches, curvas y jueces con una destreza inimitable, además de ofrecerle también la oportunidad de agarrar y esconder aquello que no le pertenece pero que más desea sin que el ciudadano de a pie o a dos piernas ni otros insectos homínidos similares puedan o quieran darse cuenta y, por consiguiente, aplicarle el castigo correspondiente o, cuando menos, como decía Levinas, hacerle la competencia, soy libre) (Buckfast, queridos alienígenas grises y rosas, es el semen dorado del Benedictino. Si ustedes desean que queden ocupadas todas las celdas de su presidio, ruéguenle al monje que lo venda barato en los economatos de la orden. Se dice que esta lengua líquida de Dios flota sobre siete tazas de café mezcladas con vino al 15%. Se dice, mal tal vez, que la ingestión desmesurada de este líquido manufacturado con manos de abad proxeneta suele ir acompañada de un vomito que, además de quemar lengua, garganta y aparato digestivo, huele, una vez que aterriza, a lo más parecido que ha habido nunca a la mierda cagada por Lucifer. Como bien dijo Caravaggio al salir pitando, después de una de sus típicas temporadas de evasión, recojo y olvido, de la abadía inglesa de Bukfast en Devon, este brebaje maléfico si no acaba contigo lo hará con tu cama y con la otra mitad que la ocupa. Claro que también dijo eso de “del único fraile del que me fío es de aquel que sabe hacer cualquier tipo de vino”, soy libre) (NOTA: Adolf Schickelgruber Hitler. EDAD: Ocho añitos. INSTRUMENTO: Piano. NOTA: Regalo de Navidad: Obras (requete) Facilísimas Para Aprender a Tocar el Piano. Brahmns, Canción de Cuna. NOTA: Schickelgruber se sienta al piano, sonríe a su madre, la Clara Hitler. Pölzl, de soltera. Ésta le devuelve la sonrisa y moja una pastita en una taza de té. NOTA: Parece que el chico se defiende. NOTA: No, no lo parece. ¿Por qué? NOTA: Porque la barriada se queja, se molesta y lo demuestra cerrando violentamente ventanas, ventanucos, ventanales, ventanillos y ventanillas. NOTA: Alguno, seguramente alguien con bigote y a dieta frustrada, se atreve a gritarle algo al niño. NOTA: Como no sé alemán, lo escribiré en castellano: “¡Ya está bien! ¡Que no dejáis ni dormir la siesta!” NOTA: Alguien que no trabaja para el ayuntamiento. NOTA: Alguien que parece un ángel venido a menos. NOTA: Alguien que parece un ángel venido a menos, aunque le encante la metafísica. NOTA: Ese alguien coloca una señal de tráfico en la carretera (la palabra carretera debería escribirse con doble erre también en su última sílaba àCarreterra) de salida de Linz. NOTA: Dice dicha señal en letras rojas mayúsculas sobre fondo amarillo: ¡CUIDADO! ¡DESPEÑADERO! NOTA: Despeñadero hacia donde se dirige la vecindad que se queja cada vez que un niño, con o sin bigote cómico, practica al piano, soy libre) (NOTA PARA ENTRADA QUE NO ME APETECE DESARROLLAR UN PIJO: AA ½. Punto de encuentro de alcohólicos casi anónimos. “Yo no creo que sea alcohólico, aunque suelo preguntármelo dos veces al semestre.” De confirmarse que uno es alcohólico, abandona el grupo y se une al de verdad. “A mí me gusta beber, aunque ni me emborracho todos los días ni voy buscando en el armario de la despensa el jarabe ése de la tos tan fuerte, como hacía mi novia escocesa cuando le vaciábamos a escondidas
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su cargamento de vodka y ginebra y la encerrábamos en casa. Lugar de encuentro: Un pub casi vacío. El manager lee sin prestarles atención el periódico de las apuestas de carreras de galgos. Mejor todavía, se ha dormido junto al televisor mientras pensaba que la vida tal vez sí le importaba un comino. Buscar datos técnicos. Cóno funcionan las reuniones de AA. Incluir a dos protagonistas bien diferentes. ¿Queen Nzinga y Epícteto? NOTA BIEN PERPLEJA: Hegel, según William Barrett (¿de dónde cojones he sacado esto?) intenta hermanar existencia y lógica para añadir un poco de cordura a la primera. ¿Meter una de los Jam? ¿The Planner´s Dream Goes Wrong? CONCLUSIÓN: Resulta mucho menos elaborado, que es lo que jode, ser un alcohólico profesional. A modo de EPÍLOGO, aunque no lo sea: Uno de mis primeros estudiantes en Inglaterra era un borracho semiprofesional que había conocido a Francis Bacon y se había acostado con él cuando era marinero. Ahora es el chef de la Universidad de Sussex. Está casado y tiene nietos y es miembro del grupo cristiano de Alfa. Me pregunto si alguna vez asistió a las reuniones de AA ½, soy libre) (Mameluco: Dícese del agente, foráneo o no, contratado temporalmente y a tiempo parcial o no para crear caos en cualquier zona que necesite una o dos intervenciones bélicas informales. Aunque actualmente de ideología extremadamente conservadora, en el pasado se le pudieron reconocer detalles y/o un perfil que rozaban lo progresista, frutos de una condición social humilde heredada y proletaria, según cuenta el trovador Hrabal en su ensayo de 2038 “Sobre la Violencia Física y Psicológica del Mameluco Mayor en el Conflicto de las Dos Bancas Supremas Occidentales”, editado por la Procuraduría General de Ginebra. Cuenta también en dicha colección, quizás insignificante, de papeles grapados a última hora por un santo becario y santo que la mejor defensa contra el avance salvaje del mameluco es el aplicar de una manera sutil pero convincente aquello que el agente defensor haya podido aprender de esos libros de estrategia y protección civil que el abuelo Evelyn, el Waugh, fue regalando a sus nietos y a los de los vecinos de la parroquia hasta el día de su defunción espontánea en un retrete inglés, si no recordamos mal, y si lo hacemos, da igual. He aquí un pasaje de dicha disertación que vamos a incluir porque, aunque peque de sinsentido, no menciona para nada la defensa contra el malvado mameluco. Ya iba siendo hora: “El guerrillero civil se hace en la infancia y se suicida cuando se despide de la adolescencia. Aunque no lo sepa, la oficina es su crematorio. Este proceso de combustión letal solo consigue frenarlo temporalmente cuando invita o se deja invitar a copas en el mismo bar de siempre, o cuando puede presumir de tener una capacidad para la reflexión prácticamente en estado infantil. Sepa usted que si a él le gusta pensar (“Verás, Heidi: tu problema es que piensas mucho”, le decía el abuelo pastor a la insoportable niña), es porque intuye que algún día le colgarán una medalla, aunque poco o nada pueda interesarle eso. Menuda paradoja”, soy libre) (INFUNDIO. Pues bien, como ya ha adivinado Pepe Gotera, mi cuerpo flota todavía en la cuenca seca del Manzanares. 1 a 2 le gana el Sunday BK (W) al Aalborg BK (W) de la liga femenina danesa. Más me hubiera valido haber aprendido a nadar de pequeño. Me habría agarrado a un balón de fútbol de esos que caen al río cuando algún niño cabrón no le apetece perder. “No fue un día de
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gala”, comenta Pepe Gotera, “aquel del ahogamiento del infante González… Aunque lo raro es que ningún otro renacuajo se haya ahogado en ese mismo río de agua seca desde tan trágico pero predecible accidente.” No le veo la gracia. Tampoco alcanzo (no puedo, como ven estoy fosilizado) a comprender el provecho que le saca Pepe Botella a explotar mi historia siempre con micrófono en mano y amplificador Lamaja enchufado a la pared del sinsentido. Mejor, póngalo en papel y que lo lea quien de verdad desee estar informado. “Pensaba el mico González que se había ahogao porque había pecao mucho desde que descubriera que su padre escondía revistas guarras publicadas en una lengua irreconocible en el armario del retrete u hotel siempre mal clavado y minimalista de la mercronima y el espadadrapo… Como se ve, en su casa se seguía dando la espalda a Arquímedes y a Darwin.” La Cuarta Noble Verdad de Buda: Aquellos nenes, madrileños de adopción, que deseen seguir la ruta de en medio y, por consiguiente, desconozcan la indulgencia extrema de los deseos, encontrarán la felicidad algún milenio de estos.” “Yo solo puedo tener palabras de admiración para este chico. Pero qué callado está, ¿no crees?” “Pero qué cojones me dices, amigo. ¿Acaso no ves que está muerto?” “¡Ay, qué me cuentas! ¿Estás seguro? A ver, déjame que le haga cosquillas” Se agacha. Se le descose la línea del culo de sus apretados pantalones de tergal. Cuando era soltero no comía cocido. Su sueldo de abogado del estado le da para mucho. Nunca aprenderá a cocinar. Sigue agachado. Le remueve una chancla al niño muerto y le hace cosquillas en la planta del pié con la boquilla de su pipa Bruken de Valencia, 1914. “¡Caramba, pues no me había dado ni cuenta!” Tercera Verdad, también Noble: (espacio vacío o centrifugación reflexiva interna)… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … Sí, eso lo somos (¡semos!) todos. “¡Me cago en la gran puta de la madre que os parió a todos!”, grita el infante González al sentirse violado por la curiosidad ajena. No, eso no es posible, tiene solo ocho años y él no se atrevería nunca a soltar un taco así. Empecemos de nuevo: “¡Me cago en diez!”, grita para lo poco que le queda de sus adentros el infante González cuando alguien le hace cosquillas en los pies. “Este señor calvo y fofo por qué no se meterá su pipa por el culo.” Eso tampoco es posible. Ya hemos dicho que los nenes de ocho años no hablan tan mal. Empecemos de nuevo: Segunda División B Española. Grupo I. U.D. Llanera 0 – Marino Luanco 1. Minuto 45+3 de la primera parte. Uno, aunque esté muerto ya, aparentemente, se imagina que siempre puede salir al campo Quini para resolver el match. Antes de haberse ahogado en la falda seca del Manzanares, el infante González opinaba que los delanteros españoles eran los mejores porque tenían chepa y eso los obligaba a esforzarse más que, por ejemplo, a los delanteros alemanes occidentales de mierda. En el campo, la inteligencia o picaresca del número 9 español solo era equiparable a la de los delanteros ingleses de antes del hundimiento del General Belgrano fuera de la zona de exclusión, hijos de puta (éste era su padre chillando), porque éstos eran o pellirrojos o calvos. Dando por supuesto que es lógico que para resucitar haya que recurrir primero a la oración, aunque solo sea por un par de horitas de mierda, que es justo lo que se necesita para bajar a la feria del pueblo a comprarse unos barquillos que serán consumidos en silencio cuando los otros muertos estén ya roncando, o sea, no estorben;
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dando por supuesto eso y cualquier otro acto mágico que la fe quiera concedernos, no sería una tontería tampoco el imaginarse al infante ahogado escuchando atentamente con el único tímpano servible que le queda a la mamá de Bioy Casares: “No os creáis”, decía ella siempre que el pelele de su hijo se escapaba con otros macacos al teatro de variedades aprovechando que sus respectivos padres y todos los padres del mundo sin guerra temporalmente se habían quedado fritos junto al aparato reproductor radiofónico de resultados deportivos, “el centro del mundo”. “Pues fíjese, señora, adonde he ido a parar porque le hice caso”. A mí siempre me ha ocurrido como a Zubizarreta: los que no me entienden me odian. “A ver, nene: ¿pero tú por qué te has dejado ahogar otra vez con semejante facilidad?”. “Creo que porque hay momentos en la vida de un hombre-mico que exigen una subida de tono, ¿Me entiende usted, don Rogelio?” En el fondo (¿de un río de caudal en rebajas?) lo que desea una gran mayoría de personas del género masculino es que sus madres se suiciden también con ellos. ¿Qué es un sainete? Un sainete, queridos niños, es una trampa de un solo acto tendida por el pueblo para poder reírse a pecho abierto de las costumbres populares. Dicen que para escribirlos nunca se usa un diccionario y que el único lenguaje empleado es el de los lavabos. “Mamá, suicídate conmigo, por favor. ¿No ves que no deseo ser el centro de atención?”. El sainete es como un pincho de tortilla que se sirve después de un almuerzo gourmet o en el descanso del mismo cuando el señorito del cheque dorado se ha disculpado porque necesitaba ir al cagatorio. “Menudo coñazo de menú. Es indescifrable. Llevamos tres jodíos platos y todavía no he pegao ni un bocao. ¿Por qué cojones no pedirán morcilla como todo dios?” Se considera un sainete también al favor que te hace la creadora de tus días cuando deja de tocarte la Sonata Número 5 de Scriabin porque prefiere sentarse a tu lado para silbarte un tango facilón mientras tú preparas las cuchillas de afeitar en la falda de ese río con complejo de inferioridad pluvial. “Así me gusta, mamá, que tú tampoco quieras dominar el centro… como el puto Madrid cuando se dejaba golear por el Milán de los tulipanes holandeses… ¿Qué cuchilla te gusta más?”. “Creo que hoy voy a elegir la Edwin Jagger, Gonzalito”: “Lo raro”; exclama Pepe Gotera con la boca llena de morcilla del Bierzo, “es que ninguna otra personita haya intentado el suicidio en el cauce seco de este río de comedia”. Y se queda tan tranquilo, y va y eructa y vuelve a repetir lo mismo, aunque esta vez usa el micrófono y el amplificador Jamaja que le ha prestado don Rogelio, el cura que nos daba clase de religión en la EGB. Mira si era testarudo este sacerdote de sotana que cubre panza de buen comer y mejor tinto, que ni cuando sustituyeron la clase de religión por la de ética (¡menudo coñazo!) se negó a quitarse esa insignia dorada de la Falange de las JONS (¡la güena!) que le cubría un par de centímetros de una teta escasamente ejercitada. No me caía mal, el Rogelio. Los había peores, los había que con una mano se liaban un pitillo mientras con la otra sujetaban el borrador-proyectil. Eso sí, ¡pero qué desilusión más grande nos levamos en la clase cuando nos enteramos de que el amplificador del cura nunca había funcionado! Ya decía yo que su tono de voz, con o sin micrófono en la mano, siempre me sonaba igual. “¿Tú qué opinas, mamá? ¿Crees que nos engañaba a propósito?” “Gonzalete, lo que creo yo es que los niños-hombre sois muy
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susceptibles, y que os dejáis ahogar en cualquier sitio que parezca acuático.” Pues bien, en este momento, en este preciso instante, en este mismo párrafo tengo ante mí un doble cometido: buscar un flotador que no se pinche con exhaustiva facilidad y evitar nadando, aunque sea a lo perrito, toparme con un árbitro de wáter-polo católico, apostólico y romano que considere que el suicidio además de pecado de los grandes ha de ser, también, documentado en una comisaría. Noruega, Segunda División. Levanger 1 – Valerenga II 1. Quedan dos minutos más lo que descuente el árbitro. “Caballero… Mejor dicho, caballerito, tengo instrucciones de llevarlo a la comisaría local.” “Pero señor agente, yo solo intentaba suicidarme. A mí nadie me había dicho que esto era pecado capitalizable en una gendarmería.” “Chaval, ¿en casa nunca te contaron que tirarse al río es una ofensa cristiana muy grave, o qué?” “Verá usted, mi general. En mi casa solo se habla y reza en latín, y casi nunca comprendo nada. Además, yo pensaba que los niños-hombre que querían ser poetas primero debían inmolarse como el escritor aquel checoslovaco. Dios, ¿cómo se llamaba?” “Bueno, bueno, déjese de sandeces, salga de ahí y acompáñeme al coche patrulla.” Un gol del Valerenga II en el último minuto del tiempo añadido incita a nuestro macaco a pensar que tal vez podría conseguir con lo que gana en las apuestas un suplemento económico mensual. Su novia actual y el 99,93% de las anteriores siempre le han recriminado (con razón, aunque le cueste a él admitirlo) que con lo que se saca él como niño-hombre poeta no da ni para comprar cerillas paras las velas de “fin de mes”. Esto de las velas de final de mes no lo voy a explicar. Todo aquel o aquella que haya tenido alguna vez hambre derivada de un sueño irrealizable sabrá a qué nos referimos. Pero sigamos leyendo, dijo Moisés mientras permitía que le tradujeran las tablas… Saúl Yurkrevich, En el huevo voraz de Onetti. Dice el autor: “Había hecho planes, sonrisas, actos de astucia y paciencia sólo (¡para qué cojones nos la destildarían!) para meterse en ella (ella = trampa), para aquietarse en un refugio final desesperanzado y absurdo”. Eso no lo dice Saúl; no, es de Onetti y pertenece a El astillero, de 1961, creo, cuando la pulga que nunca salía de su cama porque nadie se atrevía a exigírselo todavía pensaba que podría ganarse la vida o lo que le quedaba de la misma como púgil amateur Continuemos: “Decíamos que había hecho planes, sonrisas, actos de astucia y paciencia, y que al comprobar que todo menos su vida poética y su vida sexual estaba en orden, él, que hasta entonces no había conocido lo que era ser una mierda pinchada en un palo, empezó a sentirse incómodo con esa nueva condición de cagarrutia empalada y, en vista de que el sentido del olfato es el más desarrollado (o eso creemos quienes nos gusta comer bien y oler flores cuando se presentan gratis) y no deseando oler a caca porque los otros niños-hombre se burlarían de él, cogió a su madre de la mano y le imploró que lo acompañara de vuelta a casita. “Señor Mariscal y Sargento, ¿le importa si me voy ya? Le juro que nunca más volveré a intentar suicidarme sobre secano. ¿Nos vamos, mamá?”… … … … … … … … … … El árbitro, un atleta frustrado (¿y quién no lo está, eh? Responda, Darwin) que se ganaba la vida y la paz mental en casa trabajando de aparejador a tiempo parcial en Tromso, y se ganaba también las de otras regalando bombones importados de Kópavogur y entradas de matinal de teatro con lo que le daban después de cada
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partido de segunda división, decidió como hacen las hormigas, es decir, para joder la marrana, someter a la peor de las torturas a todos los ludópatas noruegos y del resto del inframundo de las apuestas con base fiscal en Malta, Gibraltar y en Las Rozas, y le añadió dos minutos complementarios a los añadidos ya de forma reglamentaria, hecho éste discutiblemente fortuito que aprovechó el equipo local para forzar un penalti y meterlo a lo Panenka o, si se desea joder un poquito más, a lo Pirlo en semifinales europeas y jugando contra la armada pija que años atrás se había especializado en hundir barcos enemigos en terreno de belicismo nulo… … … … … … … Total, minuto 96, empate a 2 ¡mecagoenlaputayensuchulo! me recuerda al gol que le metió a Arkonada (“¡se escribe con c de capullo!”, le gritaba al monitor mi papá el egregio aún por ser clínicamente clasificado así) el ladroncillo aquél galo de los rizos en estado de dudosa permanente en la final de la Eurocopa de Naciones de 1984 año éste de historias interminables gremlins y cazafantasmas año de la lectura de ese volumen del Trópico de Cáncer que tan mal había escondido el padre del niño-hombre en el armario conyugal donde por otra parte nunca acabaría un puto Vizcaíno Casas o uno cualquiera de los ladrillos en serie de la fábrica de Escrivá de Balaguer que lucía en la mesa de su despacho año cómo no del a 45 revoluciones por minuto Lágrimas en el Paraíso de 091 y de litronas Mahou en el parque de Eva Perón detrás de la cancha de fútbol a cinco y protegidos todos los ángeles rebeldes entre arbustos y el olor a caca seca de chucho mientras nos se preguntábamos si eso de fumar cosas que olían tan raro también sería pecado y delito relato y pecado o juicio y material para las hojas en blanco de los niños ahogados que algún día posiblemente en esa urbe de mierda llamada París llegarían a jurarse que ellos sólo con tilde se casarían con Ella una escritora en paro que sabía muchas cositas sobre los gusanos y las lombrices de ciudad, soy libre) (La relación del escritor con la lo que escribe siempre va acompañada de un sentimiento de inferioridad acentuado por un complejo inhibidor de peso. “Esa frase, ¿estará bien colocada? ¿Qué diría Dámaso?” Y Dámaso dice: “Qué gordo estás, Daniel. Nunca has sido buen escritor. Dedícate a lo tuyo, dedícate a mirar y a comer.” Lo mío, lo único que poseo, es seguir siendo un acomplejado de mierda, aunque tanto la editora como las dos correctoras (personas éstas desgraciadamente inexistentes por mucho que yo crea lo contrario) se empeñen en decirme que nuestra terapia de grupo sanador va por buen camino (¿por el de la Montera?). Sigo sin perder peso, sin adelgazar una mierda, y, aunque nunca me haya arrepentido de haber gastado tanto papel, tinta y teclados de ordenador de segunda mano, sé que nunca bajaré de peso porque me avergüenza no poder reconocerme ni como autor ni como fofo en medio parrafito de nada de Las flores del año mil y pico de Rudolf E. Fogwill, for example. Menos mal que existe una forma efectiva de terapia para los escritores gordinflones acomplejados: no leer nunca más, no sobreexcitarse… ¡no ser comensal!, soy libre) (De igual manera (imagínese usted lo que más le entusiasme) María, la Zambrano, podía haber previsto su declive. Una imaginación excesiva, había vaticinado hacía un siglo L. M. Panero, suele acabar prematuramente con la jardinera que la cuida y mima. Demasiada inteligencia, opine o no lo que le salga de los güevos Rudolf E. Fogwill, puede ser contraproducente. Pero ella
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no quiso nunca saber nada sobre la inmortalidad. Se trataba, exclamaba Popolo al cielo con los ojos bañados en lágrimas rosas al mismo tiempo que nos garantizaba a los dos o tres oyentes accidentales que los ruegos de la persona que suplicaba a las nubes eran generalmente escuchados, de dejar de leer y leer de una puñetera vez para poder así fortalecer la cuenta de los días. ¡Pero dinos, Popolo, quién cojones te iba a hacer caso a ti! Solo a partir de ese momento María, la Zambrano, empezaría a recuperar la salud. Ni que decir tiene que habría que asesinar primero a esa novia que le leía y pasaba a máquina sus manuscritos. Un empujoncito de nada en el pozo de la parcela (¡pero cuidado con los gatos, tremendos chivatos!) de veras que no sería tan difícil. “Y si veis que María, la Zambrano, me da alguna vez pena y decido suplantar a su novia para leerle algo, me pasáis por el garrote vil, y punto”, dijo poco contundente el científico italiano. “Cuando yo era pequeño”; dije yo también con poco eco, “me gustaba buscar palabras guarras en el diccionario. Pedo, teta, culo, sexo, masturbación, vagina, follar, follarse a uno mismo, como hacíamos en el Congo cuando no podíamos encontrar la salida de la puta jungla y el gorila que nos había seguido con cautela nos miraba con esa cara de duda que ponen los cabrones de los vegetarianos cuando se preguntan si es verdad que los carnívoros se lo pasan mejor. Eso sí que es ser inteligentes, joder, cuántas veces hemos de repetir que la búsqueda de nuevos placeres también demuestra inteligencia. ¿Te enteras, simio?” Pero al gorila de raza y talento superior le apetece estar solo. Me sorprende que todavía no lo hayamos entendido. “Nunca te he contado”, le digo ahora a María, la Zambrano, aprovechando que Popolo no nos escucha porque está mirando de reojo y ya sabemos todos que el reojo suele llevarse gran parte de nuestra capacidad de atención para concentrarla, por ejemplo, en lo que dos novios pudieran o no estar haciendo a escondidas, “que antes de suicidarme en agua seca –pis de secano, lo llamaba Walser- yo le había sido fiel a todas las mujeres que yo había amado o, mejor dicho, me habían permitido que las amara, a pesar de mi corta edad y de lo poco que yo conocía sobre aquella asignatura de la que debían examinarse todas las partes implicadas antes de poder se clasificada como amor. Tal era mi fe, María, la Zambrano, que la primera vez que me masturbé lo hice de rodillas y mirando hacia el cielo (todavía no creía en platillos volantes, ni en drones ni vacaciones espaciales… ¡ni en John Coltrane o The Fall!). Mis madres y mis profesoras se acostaban conmigo porque a esa edad no hay nada más lindo y placentero que el sexo concebido como un acto de fe entre personas que se quieren pero que nunca podrán amarse”. Gol de Ayala. A fin de rellenar (¡o regar!) el vacío provocado por la ausencia total de trama, pepe Botera se explica: “No insistáis”, o, “no insistáis que el nene está frito”. Cuando era niño jugaba de delantero centro en el Atlético de Aviación porque la calle General Mola seguía siéndolo, de la misma forma que Gimferrer también seguía llamándose Pedro y a nuestro colegio invitaban a niños de Guinea Ecuatorial que hablaban un castellano mejor que incluso el que salía de la garganta de Bisontes sin filtro del cura facha del micrófono y de las lecciones amplificadas acústicamente, entonces se podría decir que cuando yo era así y además iba a clase de natación en Arturo Soria dos veces a la semana, una fe ciega e inquebrantable, que es como decir una fe
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doblemente confirmada con obispo además atendiendo la sesión de corroboración, una fe ciega, repito, en el agua con cloro hacía que ésta cambiara de color (ya no recuerdo si a rojo o a marrón) cada vez que no se me incluía en el equipo titular de la semana, y que dicha transformación acuática me hiciera pensar en Los Diez Mandamientos de Cecil B. DeMille, un efecto aquél claramente de corte psicológico pero también de naturaleza espiritual como la natación sincronizada o el sexo entre gorriones y mariquitas. “No insistáis”, exclamó María, la Zambrano al caer por la escalinata de un Boeing 737 a su regreso a Tartesos el 19 de noviembre de 1984. “¿El infierno? Todo recto a mano izquierda”, responde Popolo haciéndose el tonto, porque esa es la única manera fiable de hablar sobre el averno. “Aquellos que dejaron de ir a misa o a la biblioteca a una temprana edad que no esperen ninguna etapa volante”, sentencia Quini, el del Gijón, no el del Barcelona. “Hagan el favor de cogerse de la mano y síganme en silencio”, susurra Salvador Espriú. Se escucha un portazo. Papá debe andar cabreado. Habrá perdido el Atlético Aviación. Los reos, acostumbrados ya a no poder contar con otro demonio que no sea el que les facilite su sombra, piden la presencia de un intérprete. “Oiga, ¿usted por casualidad no hablará romano, verdad?” “Señora, yo solo hablo siglos y hogueras”. “Lo más interesante de este cuento”, dice Arteche al portero que lo es tanto del equipo de fútbol como del infierno, “es que este cuento nunca podrá llevarse a la gran pantalla”. “Cántabro, se equivoca usted”, interrumpe Lucifer. “Lo más interesante es que nunca será publicado y que nunca será un cuento, tampoco”. Profecías del estraperlo. A decir de él mismo, el cuentista juntaletras, una profecía solo puede serlo en el futuro. O si se quiere, una profecía carece de pasado, como los eunucos del sultán celoso. Hoy voy a profetizar que mañana no me acordaré de nada… porque mañana profetizaré lo mismo. “Eso son boberías, sandeces de niño delantero mal ahogado”, interrumpe la adolescente alemana que trabaja de socorrista en el río de lengua seca. “Poco puede ofrecer”, escribe en la húmeda pared de mi retrete británico Ella, la escritora novel que dejó de escribir sobre papel el funesto día que su madre le regalara El Diccionario de Ideas Afines de Fernando Corripio, “una profecía que no sea (ya) un robo óptico”. Cuando un niño se suicida, las cucarachas, las lombrices y las ratas dejan de confabular. El silencio sí que es fértil, aunque esto no sea aplicable a un campo de furbo. ¿Pero qué clase de suicidio puede considerarse de segunda clase? Cuando era enano y todavía creía en la vida y el niño Jesús, yo pensaba que el macho de la mantis debería ofrecer un poco más de resistencia si sabía que la hembra le iba a arrancar la cabeza después del apareamiento. Cuando era un zascandalito y todavía creía en los Arganboys del ejército confederado, yo era más solidario con los hombres que se sentían inferiores porque sus papás nunca lo habían sido. “Dime, macho mantis: ¿por qué le permites que te haga eso?”. “Basicamente y también la verdad”, dice un jugador cualquiera millonario de la primera división que acaba de perder su puesto en la plantilla titular, “es que el suicidio goza de mejor reputación que el silencio”. A la primera dificultad, María, la Zambrano, desiste. “Dile a la azafata que mis rodillas no van a querer negociar esas escalinata”. Popolo le pasa el mensaje a Pepe Gotera, a quien, por cierto, cualquiera diría (cualquiera que entendiese lo
74 que escribo) no le tiemblan las piernas cuando, desnudo de tronco a cráneo (de veras que no siempre es agradable ver un cuerpo masculino despojado de pantalones y calzoncillos), se tira al río a socorrer al último infante suicida. “Cuando era pequeñín yo creía que todos los objetos, volantes o no, no identificables con la Espasa Calpe que un vendedor ambulante le colgó a mi viejo, salían de la camocha de Einstein”: Silencio. silence, soy libre) (Último cuadro de Caravaggio: La famosa ansiedad: el pasado oral de la vida: pertenecemos a esa clase de gente que, sin ser vecinos ni familia, se conocen de siempre: quiero decir el dolor y yo: “han habido” escriben los que no saben o pueden escribir bien: pues bien, yo digo que “han habido” dolores y yoes: Kurosawa, Ikiru, “Este hombre va a morir, y aún no lo sabe”, o algo parecido: “Yo no quiero morir tan pronto”, le suplicó el caracol a la suela de zapato: cuando digo caracol, ustedes deberían imaginarse a un caracol de ciudad: ¿Qué es un caracol de ciudad? Un molusco que rechazó la provisión de un caparazón porque quería aprender a leer el periódico deportivo y a tocar la guitarra siempre y cuando no se le exigiese pasar primero por el conservatorio: Al entrar en el infierno a la mayoría de los gandules, provistos o no de caparazón, se les envía directamente a la sala de las calderas: En su Fedra, dice Espriú el Enterrador General, “le rogué que me matará. Pero huyó (¿un caracol?). Me prometió que nunca contaría nada a nadie.”: Pero murió a los 39 años víctima de una enfermedad intestinal, sin duda una colitis ulcerosa (cuando era pequeño él también pensaba que todas las colitis eran únicamente sinónimo de cagada de duración innegociable), las cabronas de las bacterias: Nos referimos a Caravaggio, claro: “Lo que más me gusta de ti”, me dijo una vez LA MUERTRE en una cueva de la calle Páter Xifré, “es esa facilidad que tienes para mentir cuando bastaría con un aspaviento seguido de una sonrisa de disculpa. ¿De veras que era necesario contarle a tus hijos que los marcianos no existen, que son solo el producto de una precaria imaginación y de las ganas que tienen algunos de no sentirse solos y puteados?”: Para eso ya existe el infierno: El primer pintor cinematográfico murió en Toscana y el papa Pablo V lo celebró porque pensaba que decapitar a la gente empezaba a estar pasado de moda: Michelangelo Merisi descansa actualmente en la esquina 9788 del infierno, a cuatro palmos de la celda destinada a nuncios y cardenales de los siglos XVI y XVII: En la actualidad trabaja en una tela dedicada a la Magdalena: Los teólogos de la Universidad de Navarra nos cuentan muy amablemente en opusdei.org que María Magdalena nació cerca del lago de Galilea, que se prendó del Nazareno porque éste le había expulsado siete demonios y que es una puta mentira eso que cuentan los historiadores del foie gras y la uva de champán que esta chica y un tal Lázaro ejercieran de evangelistas alguna vez en la Provenza franchute: Y continua Espriú, “Yo sé cuál es la realidad y cuál es la pesadilla. No alzaré la voz. No es necesario, para que todo vuelva a su debido orden. Más allá de tus pesadillas, ¿nada ha ocurrido de verdad…?” ¿…María?: ¿Michelangelo?: ¿Daniel?: Caracol, simplemente Caracol… Y digo yo, caracol: ¿Tú crees en el amor? Y dice él, caracol: No, pero lo que sí que creo es que este cuento tal vez sea la prueba que todos andábamos buscando, no como locos, pero sí como fastidiados al leer, de que su autor se está volviendo loco. Le quedan pocos días, soy libre) (La boz del destino nunca
75 podra hescucharse en lo ke hescribo. No podra hoirse porke lo que hescrivo siempre lo disfruto. Hel placer personal i hel destino son dos konceptos subgetibos de karga dihametralmente hopuesta. Nadie ke llo sepa a pensado hen hel mañana mientras se zampava huna tarta de halmendras salida de la kocina de Diego Belazquez. Nadie, tanpoko, a temvlado de miedo nunka mientras conpartia su kama kon Jude Law. Klaramente, hel echo de ke hexista la posivilidad de ke hel hactor londinense se las pire hal dia siguiente, y ke tú, saviendo komo handa hel patio de hel sexo lla te allas plantehado dicha posivilidad i, por konsiguiente, haora te lo bas ha tomar kon kristiana filosofía y kuatro jinebras, hes cuestión hunica y hexklusibamente de hel destino. Más heso poko ho nada tiene ke ber con lo ke hescrivo ni muchisimo menos kon la razon por la ke hescrivo. Más heso, hi no se si me e hesplikado vien, poko ho nada tiene ke ber con hel placer ni con huna racion de pez hespada hal hajillo serbida kon patatas fritas, mallonesa i cerbeza freska. Escribo porque me huele el aliento a ajo. Cuando mañana me acueste con David Jude Heyworth Law lo haré sabiendo que él, al besarme, pondrá kara de hasco. “No, González, no. Ese cepillo es para el retrete. Este es el cepillo de los dientes. Mira ke heres bruto.”, soy libre) (Creía –como siempre equivocadamente- la monja Lauren que lo que la mataba a una al ahogarse no era el agua ni la falta de oxígeno, sino la ausencia progresiva de luz. Claro –seguía pensando erróneamente-, el problema fundamental de todo intento de suicidio en río de lengua seca era que siempre sobraría luz. Habría que tener también en cuenta –si les apetece me lo escriben con k- otros factores externos como la presencia casi inevitable del elemento cotilla (“Señorita, ¿se encuentra usted bien?”), las orgías que normalmente montaban en la ladera la tribu de los mosquitos de napia exagerada y alas de peso ligero, y la sobrecarga de ese puto barro (“¡caray, ya me he vuelto a manchar las zapatillas!”) que ocupa ahora lo que antes cubría una manta de millones de metros cúbicos de agua dulce cuando suicidarse en un río solía contar con una efectividad casi perfecta, soy libre) (Fíjese usted, señoría, que ando un poco mosqueado porque alguien se ha atrevido a ningunear a Juan Rulfo en una de las siete cafeterías del Centro Mexicano de Escritores, sito en la Villa de Cortes, Siglo XXI, y he tenido que levantarme de la silla, trasero húmedo o no, para rogarle al caballero en cuestión que cerrase la boca de una vez, que con sus sandeces iba a ofender a los muertos y a los que se lo hacían y siguen haciéndoselo –si no me creen vayan a preguntárselo a Queen Nzinga, pero asegúrense que le dejan un donativo, cabrones-, y que si no le apetecía cerrar el pico por mí y por los muertos y medio muertos, también, que por lo menos lo hiciese por lo cara que estaba la copa de cerveza, papanatas, que por menos se mosquea el lúpulo, botarate, y que el muy zopenco, señoría, va y se levantó de un saltito como hacían los duques en el XVIII cuando querían dar por finalizado un guateque, y me soltó, el muy chorlito, agarrando el micrófono del Pater Rogelio para que se enterara la clientela y, como ya he dicho, los muertos y los que se lo hacían o hacen, señoría, la misma gilipollez que había soltado este pedazo de mendrugo (cuando era pequeño, además de palabras guarras, me gustaba buscarle sinónimos en el diccionario al adjetivo tonto) dos minutitos antes de que mi
76 culo sudara apretándose contra el forro de cuero de la silla y que, si no mal recuerdo (uno no debería fiarse nunca de lo que la cólera le dice), iba más o menos así: “Pues le digo a usted y a todo aquel que quiera escucharme que el contenido de las cartas de amor de Rulfo”, señoría, tamaño pollino, “es meloso, cursi, hasta tal punto que parece irreal. Menos mal que en esa década las relaciones a distancia no dependían de Skype. Poco o nada más tengo que decir”, y que no silbaron dos segunditos de nada que me acerqué a él y le metí el cañón de la pistola veletta que papá guardaba en el armario de arriba envuelta en unas hojas de El Alcázar, y le metí (esto debería escribirlo yo en presente ya que todavía me siento ofendido) a este bolonio en la garganta tantos proyectiles como me habían exigido y exigen aún los muertos que se lo hacen, señoría, y ahora ya ve, me tiene usted aquí cumpliendo prisión permanente revisable (creo que me van a exigir que lea menos) y compartiendo la celda 884 con mi compadre Pity Álvarez, mientras ambos matamos el tiempo y la melancolía de tórax pintando a mano con pinceles made in China matrículas de coches a medio peso la docena, lo cual, según cuentan las cucarachas en huelga de hambre, es más productivo desde el punto de vista cognitivo y sentimental que andar pensando en nuestros dos hijos o en Clara Aparicio, señoría, ya ve que se trataba de frenarle la palabra a un obtuso que nunca se había merecido dicho don, el muy remilgado, soy libre) (Para sus adentros, como el espíritu de la tenia solitaria, se pregunta Larkin: “¿Acaso os habéis propuesto acabar conmigo? Pues sabed que a mí solo me matan las costumbres y ese desprecio que demuestra la margarita en verano cuando viene, prueba mi ginebra y sale volando con cara de insecto que nunca ha pagado una tarifa en su puta vida. ¡Si supiera ella que bastaría un traguito más para que se ahogase en mi copa de cuello alto y culo esférico. Me la imagino gritando lo asquerosa que está esa agua donde ahora se ahoga. Las arañas atraen a sus víctimas con un juego de patrones decorativos. Yo, con lo que salga de una botella de Watenshi. La única manera de callarle la boca a un amigo pesado es pedirle por tu cumpleaños una botella de esta ginebra. La última vez que mandé a Ruth a por una botella a Selfridges volvió con un recibo de 1300 libras. No nos hablamos hasta el día de nuestro aniversario, tres meses más tarde. El silencio que provocan los sustos es la mejor forma de convivencia matrimonial. Aunque por un motivo diferente, tú también estás muy calladita, mariquita…”. Al poeta jirafa le importa un pijo que lo acusen de hipócrita. “Te gastas en licores”, le recrimina su hermano gemelo Amis, “lo que Elizabeth y yo nos comemos en medio año. ¿A quién le puede extrañar aún que sigas trabajando de bibliotecario?”. A nadie. Pero eso a él le da igual, como le da lo mismo también que le pongan a parir a escondidas o a las seis de la tarde al salir del Bar de Copas Jerónimo e Hijos Acribillados porque va siendo hora que estos “palurdos” se enteren que se trata únicamente de un mecanismo de defensa eso tan suyo del grito irreverente en mitad de una discusión claramente forzada porque uno, que no una, no puede vivir solo ni solo tampoco de los amigos, que no amigas, y ha pues de buscarse enemigos, y alguna que otra enemiga, también, que sepan huir a tiempo para que uno, que no una, se imagine entonces mejor acompañado, tío, tía, guy never or always & forever Philip Artuhur Larkin & Brunette Coleman nacidos en Paracuellos del Jarama
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un 9 de agosto de 1922 bibliotecario crítico de jazz o no que en plena bronca con cuatro mariquitas dos mosquitos y cinco o seis de esas hormigas tan majas pero raras que crecen alas cuando quieren avisarnos de la próxima lluvia estival fue y dijo o dijo antes de irse para siempre: “Tiene su gracia to be alone. Yo me podría pasar la mitad de mis noches, si me apeteciera, manoseando una copa de jerez mientras me inclino justo lo necesario para atraparle el babeo of some bitch que todo lo que ha leído en su vida de mierda es el Which… y el Hola… All solitude es egoísta”, soy libre) (Ella, la escritora, anda esta mañana de un humor de perros porque se le ha roto un incisivo y no tiene dinero para ir al dentista. Ella, la escritora, sabe que de momento no podrá salir de casa ni ver a sus amigas porque le notarán el agujerito –una especie de canal para hormigas bucales marinas y microscópicas- y, aunque no la dirán nada porque es mejor callarse que humillar a la persona que no tiene pasta, sabe que por dentro ellas y él lo andarán pensado –“joder, qué le costará coger cita con el dentista”- y ella no abrirá la boca –nada nuevo, por cierto- porque mejor quedarse calladita y fingir que una está pensado –“pensaba yo como Goethe, que es como pensar que es peor equivocarse que no pensar nunca nada, o algo así”- a que le reprochen que si trabajase en una oficina podría pagarse un dentista, pero claro, la niña quiere ser escritora… Ella, la escritora, se caga en la primera vez de mierda que abrió un libro para pasar el rato en el cuchitril que compartía con su hermana Begoña en la capital del Reino de Taifas en cualquier década de cualquier siglo en el que los tapones para esparcir la tinta de una imprenta de libros los manejase un profesional que ni era fraile ni creía en la divina trinidad, por ejemplo. Ella, la escritora, aunque se cagaba ahora en Ivanhoe, Copperfield y en el Viaje al centro de este ¡puto planeta!, bendecía la invención del internet porque en sus consejos ella podría ahora tal vez encontrarle un remedio a esa cavidad dental que le había invitado esta mañana después de haber verificado su existencia delante del espejo roto del aseo a cagarse en la puta vida. Veamos a lo que me refiero: “Si estás desesperada y te has cagado esta mañana en la puta madre que cagó a la vida porque eres escritora y no tienes un euro de mierda y tampoco te apetece que tus amigas y un amigo te recomienden por enésima vez, que así se recomiendan las cosas cuando se tiene envidia, que te busques un trabajo de verdad para que puedas así ahorrar y finalmente dejarte estafar por un dentista, que sepas que una manera efectiva, sencilla y temporal de fabricar cemento dental casero es la mantequilla de cacahuetes pasada por aceite y coloreada a blanco con tinte de…” Ella, la escritora, se irá a la tumba pobre pero escribiendo. Quienes no la conozcan dirán que nunca sonreía, que parecía deprimida y seguro que tomaba Prozac, Paxil o una mierda de esas; quienes la conocían bien asegurarán que ella era así porque nunca tuvo un trabajo fijo, porque le entusiasmaba leer y escribir “cosas”, y, claro, no era de extrañar que ella no quisiera sonreír teniendo la boca como la tenía, porque, tío, parecía Skármeta –que quede claro que esto no lo diría nadie- afeitado y sonriendo a boca abierta para demostrarle a sus contertulios con la caries avanzada lo poco que le interesaba a él la higiene dental si el tema platicado era la libertad de la persona llana e insignificante. Ay, con lo fácil que es buscarse un
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trabajo fijo como las demás, con lo fácil que es dejarse robar por un dentista reglamentario como hacemos todas y éste. Ella, la escritora, entrara con una sonrisa de lado a lado y al cuadrado por la puerta de atrás del infierno que vigila desde el 19 de septiembre de 1921 Geli, la novia de Adolf. “Oye, dime una cosa: ¿y aquí hay papel?”, soy libre) (NOTA: A memorizar. Incluir expresiones nuevas. Alimenta al cerdo. Que éste no lea solo para pasar el rato. Que aprenda algo de lo leído. Frases y expresiones como “pulso narrativo”. Por ejemplo: “Ella, la escritora, sabe que su tercera novela cuenta con un pulso narrativo ciertamente precario”; como “sin apenas vestigio de”. Por ejemplo: “Aquella tarde, en la consulta de Noelia, Adolf había…” Empecemos otra vez: “A Noelia le entristecía ver que ahora que Adolf le había confesado que tenía Parkinson, el viejo canciller posiblemente no volvería a impresionarla…” No, otra vez: “Desde que le confesó que tenía Parkinson, Noelia lo trataba como a una persona de la tercera edad, como a un cliente viejete que, paulatinamente, iría empeorando de salud, sin apenas mostrar ningún vestigio de aquella vitalidad de acero que otrora…”; como “andar al acecho (sigue alimentando al porcino, González). P.E.: “El viejo, Ello, solía andar por las tardes por el largo pasillo de nuestra casa doble al acecho de cualquier bronca improvisada que con sus hijos o posesión él pudiera protagonizar para aliviar un sentimiento clásico de culpa al estilo pecado mortal”; como “sucumbir a sus encantos”. P.E.: “No tardaría ni media primavera la jirafa Larkin en sucumbir a los encantos de Elizabeth, la enésima novia del a-gili-saurus Amis…”; como “el resplandor de lo manifiesto”. P.E.: “La quinta sinfonía de Prokofiev, conocida en el círculo de la crítica occidentalizada por empeño clasicista neoyorquino como El resplandor de lo manifestado con recurrencia ortodoxa (¡una salida muy simplona, González!), se estrenó en la Gran Sala del Conservatorio de Moscú para deleite de unos pocos aficionados leales y consuelo del compositor ucraniano en mayo de…”; como “concita la atención de…” P.E.: “El pecador visible, aquel que concita con amargura la atención del Padre Miguel, es hoy en día un alma enferma que recobra su personalidad de gusano con disimulo cada mañana gracias a un carné de militar expedido cuando un águila negra imperial dominaba el centro de la bandera bicolor…”; como “no hay ningún indicio –esta es facilita- de que…” P.E.: “Cree Naranjito el filósofo que –o “de que”, dependiendo de qué canal televisivo estemos hablando- no hay ningún indicio de que la humanidad desee sobrevivir en este planeta media docena más de generaciones; como “buscar la inspiración salvadora…” P.E.: “Como esas moscas que follan volando, la monja Lauren buscaba la inspiración salvadora en los restos de caca que todos sus novios, sin excepción, dejaban en el retrete de su cuartucho de la casa convento. Le gustaba el olor y el color de aquellas propinas fecales porque demostraban presencia física prohibida, el secreto de su vuelo o sexo desde arriba y sin mirar hacia abajo…”; como “cabe recordar…” P.E.: “Cabe recordar –exclamó Boris tras golpear con firmeza la tarima de oradores-, a propósito de esa acusación vil que la prensa ha hecho contra mí de haber matado de un punterazo a un felino callejero, que he sido patrón de numerosísimas organizaciones de defensa y protección de animales, y cabe recordar, también, señorías, que tanto mi mujer como yo somos socios y personas de buena voluntad adjuntos de
79 forma permanente a GA.LLI.NA. y al PAVO LOCUAZ…”; como “lejos al parecer de motivaciones…” P.E.: “Lejos al parecer de cualquier motivación deportiva, Arteche decide colgar las botas para dedicarse por completo a un negocio de calzado deportivo que una década más tarde lo llevaría a la ruina y a conducir automóviles sin ponerse el cinturón de seguridad. Pensemos ahora en el suicidio de la persona que ha perdido definitivamente su sitio…”; como “explicitar esta condición…” P.E.: “Querida Grace –escribe Einstein en la última misiva romántica a su novia número 37-, explicitar mi condición de científico de cabellera “impeinable” solo le puede interesar a aquellas otras cabezas que, por acomplejamiento, menos folios y tiempo parece que le hayan dedicado al escrutinio científico…”; como “estar situado en un límite entre dos realidades…” P.E.: “Cada vez que bebía a solas coloj, Gauguin se situaba visualmente en un límite entre dos realidades: la física que por aproximación nunca podría enriquecerle la paleta, y la sobrenatural, desde donde la imaginación nunca le exigiría esfuerzo alguno porque en aquel plano el pintor se creía un prodigio de la naturaleza, sobrándole, pues, con dar órdenes a su pincel de brocha de marta kolinsky si es que pretendía capturar…”; como “no ha vacilado en calificar de…” P.E.: “No vaciló ni por un puto momento Milagros en calificar de egoístas desalmados a sus hijos cuando esta mañana una de las monjas de la Residencia de los Ángeles Nocturnos le trajo a su habitación compartida su primera sopa de fideos de la jornada, taza de culo ancho ésta que ella rechazó porque sabía que de allí ya no iba a salir con vida”; como “desligarse definitivamente de todo lo que… a ser…” P.E.: “Solo al cruzar la liebre en último lugar la línea de meta (uno de los pocos asistentes a la carrera afirmaría más tarde que dicha raya era “claramente” inexistente), decidió con una rotundidad de ego perforado por el centro desligarse definitivamente de todo lo que la obligaba, según creía ella, a ser una atleta de élite de campiña para dedicarse con exclusividad al análisis y contemplación de los astros de la clasificación espectral del comandante Yerkes, con especial atención a las estrellas de la secuencia principal enanas, tras previa recomendación astronómica del Pato Lucas”; como -¡qué coñazo es esto!- “concita la atención del…” P.E. “No debería considerarse una exageración admitir que lo que concitaba la atención de Velázquez era su maestría a la hora de mezclar en el lienzo, después de haber meado sobre él como recomendaba Leonardo, un naturalismo de un tenebrismo sofocante con un realismo pop que acompañaba, si sentía invencible, con un alto contraste de iluminación, una o dos pinceladas pastosas y un retoque final en forma de escupitajo bien acumulado que podría simbolizar una vida de mierda marcada por su genealogía semítica y por la incapacidad que habían demostrado sus mecenas de sangre monárquica o episcopal cuando el pintor sevillano les había rogado que…” Ya está bien, hostia, soy libre) (Voy a imaginarme que todavía me quieres. Voy a imaginarme que nunca me has despreciado porque soy un vago y escasamente ambicioso, y que apareces por casa para darme una sorpresa. Voy a imaginarme que cuando abro la puerta de mi casa en Terminus Street te veo y te digo ¡andá, qué sorpresa!, y que tú sonríes y que yo sigo enamorado porque me encanta tu sonrisa y el amor, diga lo que diga ese majadero de Segio Pitol, es simplemente eso: el culto casi delirante a una sonrisa.
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Voy a imaginarme que me besas en la mejilla y me ofreces lo que escondías en una bolsa de plástico que ya no admite más reciclado: “Mira, Daniel, para ti: el último de Television Personalities (¿pero todavía siguen tocando? Qué más da)”. Voy a imaginarme que te agarro de la mano, te empujo para adentro y que te beso lentamente en el cuello, ignorando siempre que la puerta de casa sigua abierta porque tal vez me apetezca que los cotillas profesionales de la calle descubran que el inquilino del 2 sigue enamorado. Voy a imaginarme que sigo empujándote para adentro y que cierro la puerta de un taconazo porque ahora sí que no es necesario que los chincorreros de al lado intenten averiguar por qué la mano de su vecino acaba de pasar del cuello de esa chica a lo que esconde su falda corta de terciopelo azul. Voy a imaginarme que me lo creo todo y que soy el capullo de George Armstrong Custer a media hora de perder el culo (¡ojala que la cabellera también!) en el desastre de Little Bighorn, demostrando un ardor y valentía exquisitos e inigualables, dos rasgos éstos imprescindibles cuando uno se acuesta contigo y sigue tus reglas en el lecho de la liquidación sexual. Voy a imaginarme que puedo cumplir a la perfección con tus demandas y que nunca me ha asustado pegarte, suavemente al principio para después pasar al siguiente grado, primero con la paleta y después con la fusta que me regalaste cuando de confianza extrema sobrevivía nuestra relación. Voy a imaginarme que te quiero tanto que no me asusta agarrarte de la coleta con firmeza mientras te postras desnuda a cuatro patas en mi cama de pensión barata, y que cuando empiecen a aparecer manchas rojas en tus nalgas me sobreexcito. Voy a imaginarme que cuando me ruegues que pare usando la clave mutuamente convenida hace seis meses (“¡calavera!”), esos moratones de nalgas ajenas no me impedirán follarte porque, ¡hey!, es mi turno, ¿sabes?, y tu adoras la igualdad de causa. Voy a imaginarme que tú no has alcanzado un estado de alivio y relajación plenos, que lo que no necesitas de verdad a continuación es abrazarme y dormir mientras yo analizo tus ronquidos y admiro esa sonrisa sefárica tuya escocesa que descubrí hace medio año de casualidad (léase, a las cuatro de la mañana en la página de citas online del The Guardian mientras el autor navegaba en la cama una borrachera de fase 3) y de la que me enamoré inmediatamente porque tengo una imaginación perniciosa que esa madrugada me había sugerido que tú y yo podríamos algún día buscarnos una pensión de mierda en ese bodrio de postal barata parisino llamado Barrio Latino para matar las horas, el milenio y los desengaños bebiendo absenta y leyendo a Apollinaire. Y voy a imaginarme, finalmente (¡lo siento, somos muy diferentes!), que cuando se me duerman las dos piernas porque tu cuerpo sigue descansado sobre las mismas, yo ya sabré que todo fue un error, como el Big Bang y el rock sinfónico, porque somos tan incompatibles como dos hormigas esclavistas hambrientas que no se conocen y que van buscando papeo por un huerto infértil, porque a ti te gusta Suzanne Moore y a mí dar por culo. Y voy a imaginarme, me cago en la puta, que te llamas Noelia, que hace diez años abriste una consulta privada de psicoterapia humanista en Atlingworth Street, que te fascinan Adolf, Lucien Freud, Eric Gill y Aileen Wuournos, y que cuando tengas un espacio en tu agenda, vas a intentar descifrar los secretos de mi decrépito corazón, y que esa puta línea de implicación óptima entre paciente y terapeuta nos la volveremos
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a pasar por el forro de los ovarios porque, tíos y tías, tías y tíos, solo hay una cosa en esta vida que no necesita reevaluación ni enmienda: la puta sonrisa, soy libre) (“El amor, estimados contertulios, están hoy en día en manos de tramposos sin escrúpulos, de banqueros, empresarios y políticos que han nacido para mofarse de nosotros y cobrar por ello, y de prostitutas de alta gama con diez millones de fieles clientes en Pisstagram”, ha llorado esta noche motivado por una botella de vino macho Gutenberg. “Mira que es raro que él esté tan mosqueado”, me ha comentado Panero cuando el inventor alemán ha hecho una pausa en su lloriqueo etílico para desahogar buena parte de éste y unos cuantos años en el lavabo de caballeros a mano izquierda y cuidado con el escalón. “De verdad, González, que él nunca se enfada. Su sonrisa endémica se lo tiene prohibido. Me pregunto si no será que anda enfadado porque le he comentado esta mañana al salir de la casa de ejercicios espirituales que no me gustan los hombres, pero que si así fuese y él perdiese unas toneladillas de nada, posiblemente encabezaría mi lista de pretendientes potenciales. Pero calla, calla, que ya viene…” “Que duda cabe que al envejecer, estamos en manos de una picha”, ha seguido este enamorado del papel y los rubíes, “que detesta apuntar bien, y que…” “¡Ya basta, Johannes, que nos vas a cortar el vino!”, le ha parado de seco Panero con las cuencas negras de la mirada. “Aquí se viene a beber y a contar moscas, y a nada más”, ha sentenciado el poeta, quedándose a continuación absorto con lo que a mí me ha parecido era la cuenta de todos aquellos insectos de ala tonta que al mal parecer del ojo aburrido seguían creyendo que una luz azul letal era un paraíso caribeño. 1, 2…, y 3, y 4, y 5…, y 6…, soy libre) (Diario de las operaciones efectuadas por la Compañía del Segundo Regimiento de Zapadores en África. Años 1924-1925: Octubre, Día 31 – Se retira la columna a Magaret abandonando Gosal (?). No me deja Mola volarla. Llegamos a Magaret a las 4 de la tarde. Noviembre, Día 9 – salimos a las 7 de la mañana con la columna. Me mandan quedarme en la Primera compañía Castrillón y con gente de la Segunda Compañía. ¡Rediez, cómo tiran! Resulta muerto el soldado de la compañía Luis Pardo Villanueva. Se retiran los regulares antes de terminar y nos fríen en la retirada. Mauriño tiene un herido de la Compañía: Basilio (?) Monge, menos grave. Tiene que pernoctar en la posición por no haber podido terminar antes de retirarse la Columna, pues empezó los trabajos a las 2 y 30 de la tarde. Día 11 – Salimos para Zeffer escoltando un convoy de Intendencia. Entre el bosque sagrado y Zeffer la gran judiada. Tengo una baja. Herido: Soldado Juan Manuel Villegas, en un pie, menos grave, soy libre) (Nota a pie de página: Cuando no me apetece escribir, escribo notas a pie de página como ésta. Escribir no me cansa; no, me hace envejecer un día por cada página redactada. Me encanta la absenta, pero no puedo consumirla todos los días porque no sería justo que mis hijos tuvieran que correr a tan temprana edad con los gastos de un funeral. Y para eso, para evitar más deudas que lleven mis apellidos y los de una madre inglesa, escribo notas a pie de página. No sirven para nada, pero entretienen. Me recuerdan a la televisión y a la hípica. “Gónzalez, ¿qué haces?”. “Nada, ver un concurso de hípica”. “¿Pero no decías que no te molestara nadie, que esta tarde ibas a escribir?”. “Es que ver cómo los caballos esquivan vallas también es un ejercicio de escritura, mujer”. Y para eso escribo notas a pie de página, aunque esta acabe en el estómago de la cuartilla, para disfrutar de un deporte que no me gusta una mierda y alejarme así temporalmente de la práctica física pero letal de verdad. “¡Hay que ver qué viejo
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estás! ¿Cuántas páginas has escrito hoy?”. “Pues fíjate, doce páginas y media sobre Witold Pilecky”. Nota a pie de página: Witold Pilecki (1901-1948), soldado polaco, condecorado y veterano de la guerra entre polacos y soviéticos de 1919-1921, durante la invasión nazi de su país ofreció sus servicios como voluntario a la resistencia polaca para ir como interno a Auschwitz y recabar tanta información como le fuere posible. El 19 de septiembre de 1940 se une a una marcha en Varsovia contra el régimen fascista impuesto y es arrestado, torturado y enviado a Auschwitz, donde al poco de llegar forma un grupo de resistencia con otros prisioneros polacos que a partir de entonces, y durante los dos años y medio que durara el internamiento de Witold, se dedicará al contrabando interno de comida, medicamento y ropas, y al envío al gobierno polaco en el exilio y a Winston Churchill de toda la información recabada durante su internamiento. El 26 de abril de 1943 se evade de Auschwitz y regresa a la capital polaca. En el verano de 1944 participa en la revuelta contra las fuerzas nazis, es detenido y enviado a varios campos de prisioneros de guerra, primero en Silesia y más tarde en Bavaria. Tras ser liberado por las tropas del ejército americano en abril de 1945, Pilecki se une a la División de Inteligencia del II Ejército Polaco y es enviado a Italia en donde permanece un par de meses antes de regresar a Varsovia para espiar, en esta ocasión, al ejército soviético. En abril de 1947 es arrestado, encarcelado y torturado, y al año siguiente, a la edad de 47 años, juzgado y ejecutado con un tiro en la nuca por las autoridades soviéticas en la prisión de Mokotów, Varosvia. Witold Pilecki comparte actualmente con Nano Cotreras y Castelao la cueva 923977 de la planta vigésimo tercera C del infierno. Por las tardes, después del bocadillo de membrillo, juegan al Hundir la Flota. Parece feliz, soy libre) (Tal día como hoy pero del siglo que viene en la novena dimensión, el compositor franciscano Franz Liszt abandona su cuartucho del Hotel Elefante en el 19 de la calle Markt de Weimar y sale a la calle con parte del cadáver descuartizado de Aleksandr Porfirievich Borodin oculto en una bolsa de cuero marrón. En realidad, que suele ser bien breve y regularmente adulterada, eso de “oculto” es un decir, porque aconsejado por su trigésimo novena novia, la Gran Duquesa rusa María Pávlovna, alma bella pero frágil que no podía soportar que su amante se paseara todo el puto día con esa cara de palo seco amargado, Franz permitió que un pie seccionado de la víctima con su correspondiente tobillo colgara de la bolsa para llamar la atención, crear curiosidad y suficiente escándalo hasta tal punto que alguno de sus conciudadanos avisara atormentado a la policía. Nada de nada. El ciudadano solo sabía mirar al cielo y, muy de tarde en tarde, a los agujeros destapados de las alcantarillas. Había que joderse y volver al Elefante a recoger alguna extremidad un tanto más vistosa que pudiera destacar más cuando colgara de la bolsa. Tal vez así habría más suerte. A mí, y a ti, Liszt, que no nos fastidien, cojones, que alguien tiene que haber que note esa cabeza con ese bigotazo a lo ranchero mejicano y ese cuello seccionado del bastardo Borodin colgando de esa bolsa Mouawad que te ha prestado María esta mañana poco después de sugerirte mirando hacia otro lado, mas siempre pendiente con el rabillo del diablo ojo de tu reacción, que nadie notaría temporalmente la ausencia del georgiano. “¿Por qué no lo hago llamar? Ya sabes que él vendría, como se dice ahora, “literalmente” volando. ¡Con las ganas que tiene el muy inocente de que lo mime una mujer!”. Subir y bajar escaleras al ritmo marcado por la ansiedad causada por una metedura de pata ilógica en la ejecución de un plan no había sido nunca el deporte favorito de Franz. Sudando o no, en la calle ahora necesitaba mostrar porte, caminar despacio con suma tranquilidad papal y permitir que la mente inquisitivamente cotilla del paisano o la paisana pudiera disfrutar de tiempo suficiente al pararse delante de él para comprobar que aquello que sobresalía de la bolsa de aquel famoso artista no era la cabeza y el
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pescuezo de un pavo, o de una gallina engordada para un banquete, sino lo que parecía más bien la testa y el cogote de un sapiens sapiens posiblemente germanicus, según la primera impresión del único testigo que logró caer en la marrana cuenta de aquella provocación brutal y escandalosa. Franz se veía feliz. ¡Por fin! Cruzó los brazos, cruzó las piernas, apoyó la espalda contra la pared del edificio más cercano –según las notas del primer policía que se presentó en el lugar del crimen destapado, la pared del inmueble en cuestión donde descansaba la espalda del compositor húngaro, pero no tanto, en el momento de ser aprendido, correspondía con la del burdel Deadora Plitz, regentado, por entonces, por una sobrina del difunto Schiller, que no solo no quiso dar su nombre, sino que además se negó rotundamente a hacer ningún comentario al ser interrogada después por otros miembros de la Municipal-. Acabamos con un breve intercambio entre el suboficial encargado del primer interrogatorio y el presunto, aunque evidente, criminal: “Maestro, le habla el sargento Schöder. ¿Podría explicarnos por qué se ha dejado detener con tanta facilidad? Cualquier asesino de tercera como mínimo se hubiera molestado primero en deshacerse de los restos descuartizados en uno de nuestros angostos bosques”. “Verá, usted, ¿sargento, me ha dicho? -¿dónde narices estará el superintendente? ¡A cada triunfo su deferencia!-. Llevo tres años sin componer nada, o, si prefiere, sufriendo de ese tipo de úlcera cerebral que los músicos llamamos osteogénesis melodicis et melancholica. A sugerencia de una linda mujer cuyo nombre me reservo, ateniéndome para ello al principio de inculpabilidad y responsabilidad legal subjetiva, he comprendido que la única manera tangible de poder volver a componer era y es pasando una temporada larga en prisión. Como quiera que ya estoy hecho un viejo, que lo he probado todo y me puedo dar más que por satisfecho conmigo mismo y con lo que he conseguido en mis setenta años de existencia, y que lo único que me causa desazón y frustración en la actualidad es no tener tiempo para componer porque mi presencia es continuamente solicitada en todas partes y a todas horas, yo no le haría asco alguno a la idea de pasar esos últimos cuatro años que le quedan a mi vida, según las enciclopedias de la otra dimensión, en una celda de mierda componiendo la música que me falta estrenar y que dejaré como legado póstumo a quien quiera escuchar una o dos piezas, incluida una sinfonía más acabada que no, de este loco a quien ya han empezado a llamar el Músico Descuartizador –ahora sí que húngaro- de Weimar. ¿Me entiende usted, Schöder? ¿Necesita que se lo repita?”, soy libre) (La mayoría no habréis visto un fax en vuestra puta vida. Pero eso y todo aquello que no suene como un soplo cardíaco cierto es que poca relevancia –cuando era un enano y los polos de naranja los manufacturaba la vecina Pepa desde la cocina de su casita de papel de Héroes del Baleares, éste que les aburre solía decir “revelancia”- tiene: FAX TRANSITABLE – Naranjito Endocarpio, (0788) 873 45 45, a Filemón Abstracto, (0788) 344 72 83. Fecha: 25, junio, 2039. Número de páginas: 21. Mensaje: Estimado Filemón… ¿Incorpóreo era?: No deja de ser decepcionante –tal vez mosqueante, si la persona interesada lleva dos o tres encima- e irónico averiguar que en aquel mismo hotelazo de Davos, sito en los Alpes de Heidi, donde antes de la Segunda Guerra Mundial se reunían para teorizar a botellines y raciones de queso de bola
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sobre la función del ser en cualquier contexto moderno, social y cultural, for example, filósofos y pensadores de la talla de Heidegger y Levinas, más algún que otro próspero simpatizante pijo de futuras ideologías concebidas en los bolsillos de abrigos de piel negra, ahora se citen en persona, escoltados siempre hasta la coronilla por personal tanto militar como civil cuyos salarios corren a nuestra cuenta, banqueros, empresarios y billonarios que, desde que se graduaron, nunca más han vuelto a leer un puto libro porque dicha actividad solo le acarrea al lector de divisas incalculables dolores de corazón y de ética personal. Contaba en una entrevista, creo, Levinas que él siempre se había arrepentido de haberse mofado de Heidegger en una pantomima que hicieron en Devos para rematar una intensa jornada de conferencias. Pues bien, entrañable Filemón, no me cuesta, y con esto doy por acabado este faxcurso, ni media gota de juicio que hipotetizar que estos diablillos trillonarios que están reunidos en la presente en la casa de la insoportable niña suiza, preceptores supremos todos de la difamación, la incorrección y la vejación nunca mostrarán ni una puta señal de arrepentimiento al dictar medidas de consecuencias catastróficas para el ser y su hábitat folklórico, natural y social, es decir, el 13 de la Rue del Percebe Terrestre, soy libre) (Noelia, a mí no me hables de tus clientes cuando vamos a follar. En la cena, vale; pero en la cama, mientras preparo la maquinaria de toro que se quedó en novillo, no me hace ni puta gracia. Ya sabes que cuando follo no me gusta ni ver a mi sombra, que va y dice la muy cabrona, cuando no miras, que no soy más que un paquete genético malinterpretado con genitales ridículamente feminizados, mierda. Y vas tú y ahora me sales, mientras nos abrazamos en la cama poco antes de permitirles a nuestras extremidades que hablen por sí solas, con que si éste o esta otra loca te han acusado a ti de serlo aún más que ellos, y a mí no se me cuece peor idea en mi camocha de gato débil en celo que la de sentirme observado ya desde el primer asalto, y no me preguntes por qué, o tal vez sí, que muchas cosas he de confesarte, Nolelia, joder, hostia puta, coño, ¡qué bonito lo tienes!, labio mayor, labio menor, frenillo, clítoris, monte de Venus, cuenca del fregado, valle de la reconciliación, depresión del relieve de la lascivia, depresión del caballero adolescente que le miró a los ojos a aquella farmacéutica que no quiso venderle condones, depresión de la persona que no sabe hacer nada porque no hay nada en este mundo que invite a la realización de mierda alguna, depresión del ocupante de medio lado de la cama que sabe que nunca podrá amar a nadie porque amar es de civilizados, depresión del oficial nazi que solo quería salvar a su familia, depresión del interno judío que robó pan de la barraca de los tuberculosos porque sospechaba que algún día volvería a reencontrarse con su amor de juventud, depresión de la adolescente abusada que sabe que nunca podrá contarle a su madre porque sabe que ésta nunca sabrá perdonárselo lo que andaba haciendo papá en su habitación antes de irse a trabajar, depresión del refugiado que no entiende por qué las raíces natales no quieren secarse, depresión del niño que para evitar las injustificables bofetadas paternales aprende a mentir sin pestañear, depresión del elefante rey al ver por el canal 4 de la RAI que Kasparov le ha ganado a Rodionov jugando con dieciséis piezas de marfil blanco keniata, depresión del escritor que se avergüenza de no tener cojones para suicidarse porque cree
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que en la otra vida le molestaría la cara de gilipollas que iban a poner esos que se quedaron abajo, o arriba, según se mire o según en lo que se crea, o en lo que se deje de creer porque se amaba al cobarde que se dejó morir, soy libre) (No me cuesta dos pedos –hablo de los de la clase etílica- admitir que al editor no le gustó un pijo como empezaba esta entrada. “Hombre, no, no seáis boludo”, exclamó al otro lado del posicionamiento geográfico irrelevante de un teléfono Soni Sansón Galatsy, FDT’3500, “¿Por qué no me describe el despacho de la nena antes de pasar al meollo de la consulta?” ¿La nena? ¿Qué nena? ¡Ni se te ocurra hablar así de uno de mis protagonistas! Se llama Noelia, imbécil... Le hice caso, las lentejas no se cocinan solas, el plátano no es siempre amarillo: Según el Colegio Profesional de Psicólogos, Psiquiatras y Psicoterapeutas “El Pájaro Loco” al requerir todas las consultas una atención individual o de pareja (Groucho y Harpo o Carl y Friedrich, por ejemplo), es necesario que éstas consten de un área pública de espera y recepción (con retrete y revistas de lectura evitable), y otra privada para la consulta que a ambas partes parece que ataña, espacio éste que lógicamente debe destacar por ser un ambiente agradable y sobrado de jodido confort y del que se pueda decir, también, que reinaba en él la privacidad y la seguridad, o, si se desea, que el Mossad se había hecho un hueco respetable en él. Por supuesto que no le falta tampoco al despacho de Noelia una ventilación casi perfecta ni una iluminación que, de abril a noviembre, suele ser natural, como también parecen serlo los colores de la pintura aplicada sobre columnas, paredes y techos, según nos cuenta la luz que sobre ellos se refleja. Al paciente no se le debe distraer con nada que no haya salido de la boca del profesional que va a cobrarle; para ello, claro está, hay que evitar sobrecargar con mobiliario y decoración la habitación, y, obviamente, dejarse de diplomitas y cuadros de Klee en las paredes, y conformarse con una ocupación mobiliaria que consista únicamente en dos o tres sillas cómodas (John y Yoko), un escritorio, un archivo para los expedientes del que puedan presumir las telarañas, un armario con cerradura de contraseña para esconder lo que ni Dios ni Carl Rogers han sabido explicarnos nunca y una cajita de mierda llena con juguetes por si asoma la cabecita el nene de la persona atendida y pocas veces comprendida. Concluye el ensayito del Colegio del Pájaro Loco afirmando rotundamente –-¡así me lo ha parecido a mí, Dios!- que la salud mental de la nación y de sus usuarios depende fundamentalmente del tipo y grado de bienestar, confort y desahogo que se le ha ofrecido y que ha recibido cada individuo tratado en los 12.138.978 consultas registradas legalmente en este país. Bien, hablemos a continuación sobre lo que a mí realmente me interesa. ¡Que le den por culo a los bufetes!: 06-JULIO-2022. TRANSCRIPCIÓN, según una QFX RETRO-39 Shoebox Cassette Tape Recorder: NOELIA: El lunes dejamos la sesión hablando sobre ese problema físico tan grave que te afecta y sobre el que, según me cuentas, ningún doctor hasta ahora ha querido pronunciarse porque, a tu parecer, todos son de la opinión de que dicho problema es inexistente. ¿Estás de acuerdo con esto que acabo de decir? ADOLF: Sí, así es. NOELIA: Evidentemente, este asunto te tiene hasta los huevos porque no te deja dormir, estás de
86 mala hostia todo el puto día, has vuelto a comer carne y pescado (¡y a fumar, hostia!) pasas de pintar (¿para qué?, dijiste mirando al techo tras una larga pausa) y de salir con Heinrich, Joseph y Reinhard (según tú, los únicos que parecen entenderte), has probado por primera vez el alcohol (“Ahora entiendo a los rusos”, tengo anotado aquí) has contemplado la idea del suicidio, aunque para ello tuvieras que “acabar antes con Geli y los pastores alemanes”, ¿correcto? ADOLF: Bueno, bueno, a los chuchos no creo que yo los tocase. NOELIA: Dicen los sabios que si uno se queja es porque algo tiene. En tu caso, y porque es obvio, se puede decir, porque salta a la vista y si no ahí está el espejo para confirmarlo, que has adelgazado unos quince quilos, que a tu bigotito cachondo le han salido canas, que has encorvado -yo diría que unos quince grados desde tu primera visita-, que has empezado a cojear con la pierna derecha y que un incesante tic se ha adueñado de tus ojos y que parece que solo cesa si hacemos juntos ejercicios de respiración seguidos de una meditación transcendentalmente oblicua y delatora. Es de cajón que todo lo anterior te induce a pensar que estás enfermo, que tienes algo que reclama para su sanación supositorio y tirita. ADOLF: Sí, pero yo también añadiría, si no te importa, y si te importa me da igual porque para eso soy yo el que firma los cheques -y mira que te lo he contado ya cien veces, que parece que no te enteras-, que me ha aparecido un bulto sospechoso, él, en el único testículo que tengo, y que aunque es bien evidente que el muy cabroncete ahí mismito ahora impera como en su día colonizó la genitalia de ese bruto alcohólico de mi padre, todos los especialistas consultados dicen que no me encuentran nada. ¡Y mira que suelto gritos de dolor cada vez que alguno de estos majaderos de blanco me lo manosea! ¿Acabaré como mi viejo? ¿Desgüevado hasta la tumba antes de cumplir los cincuenta? NOELIA: Ya veo, Adolf. Crees que vas a acabar como tu padre… ADOLF: Eso es, coño. ¡Tampoco hace falta ser tan inteligente, hostia! NOELIA: Como entenderás, parece lógico que toda esa ansiedad que te causa el pensar que vas a palmarla como tu padre te impida dormir por las noches, y que con tanta falta de sueño debido a esa preocupación constante lo lógico es que un individuo de personalidad claramente adictiva como la tuya se de a la bebida, a la carne que no se folla y a los pitillos. ADOLF: Sí, se puede decir que siempre he sido adicto a todo lo que mata tras un breve placer. NOELIA: Y según tú, todos los médicos que te han atendido creen que te quejas por nada, que lo que cuentas ya lo han oído anteriormente mil veces y que lo deberías hacer es dejar Berlín y con el dinero que tienes ahorrado comprarte una casita de campo en Berghof para sofocar cualquier problema innecesario y solucionar al aire libre y con barbacoas tu falsa somatización de los cojones, bien dicho sea de paso.
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ADOLF: Pero mira, ¡si es que me gustaría enseñártelo para que por lo menos tú me creyeras! La cosa está ahí, bien aparente y redondita, ¡y tirando a morada, me cago en diez! ¡Que no me lo he inventado, cojones! Pero ellos, dale que dale, que si se asusta usted por nada, Adolf, que ahí abajo no hay nada, que si usted siempre ha tenido una imaginación de lo más rarita, que lo que usted necesita es una vida sana, más descanso y más vida de pareja, sea del sexo y de la especie que sea, que nosotros solo juzgamos a las enfermeras y a los sandios que todavía creen en Dios. NOELIA: (Paréntesis para que ella piensa en lo verdaderamente importante, en aquello que la convence y nunca le ha hecho sentirse como una esclava de lo innecesario o de la mierda: Lleva cinco años escribiendo una novela. El fin, un cuento polifónico de brevedad no sé qué. 87 páginas escritas. Originalmente, quería escribir 600. Si encuentra editor y no la manosean –a las dos, a la zorra encuadernada y a ella-, lo dejará en 300. Se lo contaría a Adolf si de mutuo acuerdo rompiesen ambos su relación estrictamente profesional y se fuesen de copas. “Me gustaría que leyeras mi manuscrito”. Qué cosa más absurda. Geli le clavaría el puto tacón de stiletto en la frente. Y Adolf la traicionaría después del primer polvo. Así son los bigotes estrafalarios. Y anota ella mientras asiente como buena terapeuta al escuchar la última palabra que su cliente ha necesitado acentuar mal –“¿Cóbarde yo?”. Escribirla con k es más convincente. “Sí, un kóbarde de mierda.”: “Esos autores inseguros que se han negado a escribir nada que no sea un soliloquio insignificante e insufrible en primera persona del singular -¿cuándo eliminaremos este sarnoso pronombre?- me aburren hasta la saciedad. Mira capullo, si vas a hablar de ti solo en la primera persona del insoportable singular, hazlo en el bar, coño, no en una cuartilla…” Seguimos:) Creo que ya se puede decir que lo que más te preocupa, y hasta cierto punto te toca los güevos, es que para todos los médicos que te han visto tu problema es de ansiedad y no físico. Algún que otro de esos cínicos de bata color blanco Dixan incluso habrá sugerido la hipocondriasis aguda y peliaguda. ¿Tú qué opinas de esto, Adolf? (vuelve a sus notas de verdad… “Creía Atualhapa Yupanqui en la sangre del silencio. Agua, proteínas, sales y una sola piedra remota que servía de refugio para los glóbulos rojos, los glóbulos fachas y las plaquetas, componían la parte sólida de aquel líquido ocre al que le cantaba el viento pampeano cuando se veía solo y el estruendo causado por las máquinas de vapor del ferrocarril inglés invadía aquel espacio sin límite ni frontera mal llamado la Linfa Divina…). ADOLF: Qué quieres que te diga, chica. El día que me desaparezca de verdad ese bulto de un solo pelo de mi huevo único entonces sí que le daré la razón a esos cabrones. ¡Miren, malparidos! ¡A esto que me queda ya lo pueden llamar ansiedad! Pero mientras tanto, Noelia, mientras mi testículo siga así, yo continuaré bebiendo, comiendo mal, fumando, despertándome todas las noches, soltando la bofetada fácil y mosqueado con todo el puto mundo. 88
NOELIA: (NOTA: Buscar en los archivos de la Aviación datos sobre el accidente aéreo del Boeing en el que viajaban Skorza, Ibarguengoitia y Sabater. Fecha y lugar. Destino y número de vuelo. Causa del accidente. ¿Natural o error fortuito? A desarrollar. Quizás enlazarlo con algún capítulo anterior. ¿Acto de presencia de alguno de los personajes principales? ¿Qué sentido tiene incluir este tema?…) Hagamos una cosa, Adolf…, soy libre) (Este crápula a quien daremos nombre en menos que cantan el gallo y el niño insoportable del coro de la parroquia, se cubre la cara con una pasamontañas azul marino –una de las pocas posesiones de la mili que se le antojó guardar-, se mira al espejo de la entrada de la Pensión Galicia, Avenida Díaz Ambrona, 24, 06006 Badajoz, Spain, prefijo 34, número 924271902, sin fax aunque al parecer tiene 7.8G Internet, se ajusta el cuello de su jersey negro y sale a la calle a las cuatro de la mañana a hacer pintadas en uno de los 32 arcos que soportan el Puente de Palmas y las embestidas casi patéticas del Guadiana. Este crápula, de camino a su improvisación mitad plástica, mitad revolucionaria y, si le sobra algo a este reparto, que sea considerado absurdo, se levanta con lentitud desconcertante su sudado pasamontañas del Batallón de Zapadores-Minadores number 8 y le hinca el diente a su bocadillo de chistorra con salsa arguiñana mientras se jura que, como nada de lo que hace actualmente consigue despertar en él un mínimo de excitación, esto de las pintadas seguro que lo sigue haciendo porque no todo depende de nosotros, o alguna gilipollez similar. Este crápula, que antes de entrar en el sorteo amañado de la mili iba por la vida de esclavo y secretario filosofal de un tal Epifrodito, o Epofrodito, o EpiyFofito, o como cojones se escriba, se desprende ahora de un manotazo de la última miga de pan que le cuelga del jersey para plantarse, exactamente un segundo y treinta cuatro milésimas de lo mismo, después, a metro y medio del arco que ha seleccionado para ejercitarse como artesano gráfico y revolucionario, y hacer un breve análisis amateur de la humedad y relieves naturales de la piedra a tratar o insultar, mientras le permitir, entonces, que sea su subconsciente el que le dicte, también en menos de lo que canta ese pesado preadolescente del gallo del coro, lo que a continuación escribirá en letras amarillas mostaza sobre fondo gris cuando nadie mire, que suele ser casi siempre porque ya no queda nadie vivo en la calle. Este crápula a quien hoy nos apetecería llamar Epicteto (“Al que se parte el culo de la risa cuando se ríe de sí mismo nunca le faltará mierda ninguna de la que seguir partiéndose las cachas”) extrae de su macuto verde –“Macuto verde para uso diario con exquisito diseño estilo gallianero”, decían en Amazo-Nika- con la mano sudorosa, la de los pecados más infernales, un bote de Spray Molotow, Barniz Sintético Brillante Amarillo Mostaza, y escribe siguiendo el estilo clásico bomba o burbuja, el único que domina con convicción, y sin que le tiemble un jodido músculo esto que le contamos ahora: “REFUGIOS PARA LA ILUSIÓN: El infierno, la cacerola y, si nos apuran y no les molesta, cualquier idealización de la juventud.”. Firma y remata la faena con un círculo rojo cortaziano, esta vez sobre fondo blanco de areosol Vladis 366. El gigante
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barbudo belga se lo recriminaría: “Capullo, si va usted a firmar algo públicamente, hágalo de espaldas como Augustus John. No hay puente que lo resista”, soy libre) (Llovía, como siempre llueve cuando nos apetece hablar solos y silla y mesa apuntan hacia la ventana más grande de la casa. Llovía, como a veces llueve cuando nos apetece hablar solos porque creemos que nadie nos escucha y, si lo hacen, su opinión sobre el estado mental del pájaro loco y anacoreta no cuenta. Llovía, o así le apetecía a él imaginarse, sobre aquella ciudad alemana de bancos, bolsas y parné de dudosa, aunque legítima porque convenía, procedencia, ubicada, según mi escaso –tal vez apatía mental- conocimiento de la geografía teutónica, a orillas del río Main, Meno para los escolares de caspa que cuelga con gracia en solapa de pana marrón. Llovía, joder, para qué negarlo, y a Teodoro Roosevelt no le apetecía desaprovecharlo: “Tenía tan presente en mi vida el sentido bélico de la historia que me pasaba horas y horas tumbado en la playa o en el césped siempre húmedo del Grüneburgpark estudiando las nubes y dibujando con su ayuda en el escenario dramático de la imaginación Messerschmitts y Stukas de nuestra siempre superior Luftwaffe volando en formación exquisita sobre el cielo de mi ciudad. De aquí no nos movería nadie. ¡La victoria era nuestra! A los trece años, las baterías antiaéreas desplegadas en los rincones inocentes de la fantasía demuestran una capacidad de tiro y precisión inigualable. Mi misión: derribar el mayor número posible de aviones de reconocimiento y bombarderos pesados aliados que osaran planear sobre el cielo de nuestra bella Frankfurt. Sin que nadie pudiese sentirse sorprendido por ello, me acababan de ascender al rango de teniente del Tercer Batallón de Defensa Local de la Luftwaffe, ascenso éste que, aunque claramente meritorio, causó cierto grado de perplej…” - ¿Con quién hablabas? - Con nadie, Isabel, con nadie. - Pero si se te oye hasta en la calle. ¿Qué pasa, que ya estabas hablando solo otra vez? - Que no, mujer, que no hablaba solo, caray. - Ahora me dirás que me lo he imaginado. - No, yo no digo nada. - Oyes, ¿estarás tomando las pastillas que te recetó el tío Nicolás, no? - Que sí, mujer, que sí. Todas las mañanas me tragó dos con un vaso de leche, y por la noche las otras dos antes de acostarme. - Bueno, bueno… ¿Vamos al cine esta noche? Noelia me ha recomendado Man, una película de terror inglesa –ella dice del género “horror folk”, o algo parecido- que dan en el Gran Lopez Ufarte. ¿Te apetece? La última sesión es a las… - Sí, sí, vale, como quieras… - Voy a consultar la cartelera. ¿Quieres tomar algo? 90
- No, gracias, no hace falta. Ya me he zampado un par de esas tortas de Matusalén que trajo ayer la monja Lauren. - Teodoro, esa colonia que te has puesto, ¿es la de nuestro aniversario? - Pues no sabría decirte... Había dejado de llover, moscas y mosquitos con aspiraciones se lo habían rogado al de arriba. Ellos y ellas también creen en algo. Qué optimistas. A Isabel se le había calmado el nervio, ese que anda suelto por el cuerpo y que sabe jodernos cuando llueve o hace un viento insoportable para convertirnos temporalmente, según dicen, en seres feos y gruñones. Yo no estoy tan seguro de eso. Isabel sonreía ahora. ¿Sería el nuevo sol? ¿O sería las ganas que tenía de follárselo? ¿A quién? ¿Al sol? ¿O a Teodoro?... A los dos. Apoyó las dos manos sobre la silla del experto en monólogos amplificados y acercó su nariz puntiaguda al cuello de éste. ¡Qué bien hueles!, diría yo que dijo ella mientras comenzaba a deslizar su mano derecha sobre el pecho del macho asombrado. ¿Pero de qué se asombrará usted? ¡Si ya lo ha probado prácticamente todo! Vibradores y las novelas soporíferas de la Esquivel incluidos. Según el último Informe Universal e Intergaláctico sobre Drogas de la ONU, una de cada cuatro personas entre los 8 y los 121 años probó algún tipo de drogas en el 2037. En el 2035, con motivo de la celebración de su quinto aniversario, Isabel y Teodoro finiquitaron la parranda en casa del Ciudadano Reconvertido con unos traguitos a una botella de Calisay, cuatro temas de Alien Sex Fiend –como siempre, seleccionados por ella- y unas tabletitas de fetanilo. NO TE ASOMBRES, capullo. ¿O será dicho embobamiento parte del juego? Estimamos que así es. Mientras apretaba sus pechos erguidos sobre la cabeza del caballero artificialmente aturdido, Isabel manoseaba el paquete de su pareja. ¿Hemos contado ya que se llevaban casi veinte años? Teodoro cerró los ojos y sonrió. Tal vez hablar solo servía para estimular esas cosas. Explotaría esta técnica con más asiduidad, aunque de momento el preferiría que le llamasen vago. Le humedeció el bigote con la punta de la lengua. Ya, ya sabemos que muchas mujeres se afeitan. Le humedeció el bigote y él, que sobre señales sabía algo, abrió la boca para que sus lenguas -¿de veras que ya no queda nadie que sepa hablarnos sobre la membrana hioglosa y el septum medio- de 34 y 55 años –según una partida de nacimiento sellada en Sagamore Hill, Nueva York-, respectivamente, se encontraran solo ligeramente porque uno de los dos claramente se había olvidado de echarle mano al Binaca aquella mañana. Mientras Isabel le retiraba con la zurda sus gafas de última tendencia y timo, regalo de primer aniversario –“Amor, va siendo hora de que nos reciclemos”-, con la diestra le bajaba la bragueta de otro artículo de lujo más con tendencias, para sacarle su polla empinada y vibrante, y tan larga como ya había quedado reflejado en su perfil anatómico y psicológico del Primer Batallón de Voluntarios de Artillería treinta y pico años antes. Labios ovales, qué profanidad. Dicen que la primera mamada que se conoce fue la de Isis al pollón de barro de Osiris. También dicen que nada puede compararse con el placer que una felación perfectamente ejecutada –el glande hay que saber succionarlo a tiempo- le puede regalar a la persona
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obsequiada. Isabel, acuérdate de los testículos y el perineo. “No te corras todavía, que quiero que me folles”, siglo XXIV antes del hijo del carpintero, curso alto del Nilo. “No te corras todavía, que quiero que me folles”, siglo XXI después del mensajero de Dios, curso bajo de mi novela. Como recomendaba y todavía parecer seguir recomendando Megan Andelloux, a él le había llegado su turno ahora. La agarró con violencia de la melena rubia, le secó los labios con una mano, la alzó rápidamente y la tumbó sobre aquella misma mesa de estudio que solo admitía desorden y revuelta cuando sobre ella se follaba con pasión. Tras bajarle las bragas, la penetró con fuerza. Ella parecía no quejarse. ¿Sería eso bueno? No lo sabemos. Le arrancó la blusa –regalo de segundo aniversario, vía Amasón, quizás-, le destrozó con dos mordiscos precisos las bandas del sujetador y recorrió a lametazos la espalda de aquel ser violado con consentimiento mutuo y secreto. El inquilino, solitario o no, del piso de enfrente –no hace falta que mencionemos aquí número de piso alguno-, experto facultativo en el uso de prismáticos militares Carl Zeiss Jena de la Segunda Guerra Global, en su día llegó a asegurar en plena charla organizada en la cueva Número 9452 del infierno con otros cotillas y merodeadores de la verdad que aquello a él nunca le había parecido crimen. Mientras ella se separara las nalgas, a él no le importaría darla por el santo culo. Qué gilipollez. Ella se abrió las nalgas, levantó el culo, se giró y le exigió que la penetrara por donde sale todo lo malo y entra lo que los santos consideraban anatema. “Escupe primero, profesor. Lubríquemelo bien”. Solo los miopes no atinarían. Creo sinceramente que dos de cada tres salivazos darían en aquella diana. “Así, despacio, despacio… y cuando te agarre con fuerza de las muñecas, me la metes toda”. Jaleo. ¿Jadeos? Como más les plazca. ¿Pero quién anda por ahí? El de la puerta de al lado. Ya son dos los espías. Según nuestros cálculos, el cura Rogelio dejó la Obra haría unos tres años. Ahora trabajaba de abogado en un bufete especializado en derecho alemán, español y europeo. Contaba con un despachito de mierda decorado, según él a la quinta “rayita”, con rollos de papel invisible marrón que contenían todo lo referente al impuesto sobre patrimonio de su puta madre para no residentes o su puta madre asquerosa, avara y loca con titularidad directa o no de bienes inmuebles en Expaña (no sic.), Nazilandia y la puta madre donde se les hubiese antojado recalar. Esa mañana había llegado borracho y sin asear al gabinete. De una patada nos lo habían enviado de vuelta a casa. ¡Hay que ver qué mal saben adaptarse estos excuritas! ¿Por dónde íbamos? Jaleo. O jadeos. Don Rogelio, o “Brandy 501 al mejor precio para la ocasión”, que resultaba ser ésta, se acercó a la pared que separaba su cuarto de estar del estudio de Teodoro, descolgó el único cuadro, por llamarlo de alguna manera, que la decoraba, extrajo con cuidado la alcayata que hasta entonces había soportado con extremada disciplina aquella pobre imitación de El maizal de Constable, y aproximó su oreja más o menos virginal al agujero por donde se le iban a colar en un minutito los gritos sensuales de un par de diablos que se habían negado a entender que los vecinos también podían participar. Paja o no consumida, él siguió escuchando tanto o más tiempo como el vecino de los prismáticos nazis seguía espiando. “¡Ahora, amor, ahora! ¡Córrete!”… Se
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calcula que en la segunda mitad de la década de 1960 la aviación yankee arrojó sobre Vietnam 860.000 toneladas de bombas. Terminada la follada y las dos pajas por invitación accidental, Isabel y Teodoro descansaban desnudos sobre la alfombra descolorida del estudio. “Dame una calada de una de esas cosas que fumas”, le pidió él sin atreverse a mirarla. “¡Pero qué cojones habrá visto ella en mí!”. Ni hablar, eso no se lo preguntaría nunca un sabio afortunado. Perdería inmediatamente cualquier ápice de carisma. “¡Pero qué cristos habrá ella visto en él!”, se preguntaba el cura sudado, pringado y culpable por orden divina pretérita. “Toma, pero no me lo mames”, dijo ella al pasarle un canuto liado con una de esas cosas de las que, al parecer, el decía no entender. “No me gusta que hables solo”, sentenció Isabel cuando el canuto incógnito temblaba sobre los labios del violador. “¿No te das cuenta que así solo entretienes a los fantasmas? ¿Por qué no lo escribes, en vez de contarlo en alto y a solas?” “¿Pero es que no te das cuenta?”, preguntó él listo ya para una tercera calada. “Yo sobre el papel nunca ganaría”… Eso mismo opinaba el caballero vigía de los prismáticos de primera y casi última línea de campaña. Don Rogelio, no opinaba; se avergonzaba y, si le era aparente que había sudado mucho al pecar, incluso podría preguntarse si era verdad o no que el Opus Dei readmitía, muy de tarde en tarde y monedero a monedero, a viejas cabras, cabroncitos y cabroncetes descarriados. “…Yo era el oficial más condecorado de las fuerzas de asalto juveniles Tormenta del Pueblo Con 2 Cojones y tenía a mi cargo a medio centenar de huérfanos violentos a quienes la rabia contenida les impedía desenvolverse en combate como auténticos militares .La disciplina, el ejemplo y el liderazgo eran mis bazas. Todas las mañanas, antes de salir el sol, me levantaba el primero, me afeitaba y me aseaba, y esperaba con cierta indiferencia fingida la visita de una madrugadora Geli. Recuerdo que antes de saludarme, ella siempre me examinaba rápidamente de arriba a abajo, y que, cuando se había cerciorado de que nada en mi cuerpo delataba una herida, ella se abalanzaba sobre mí, me besaba en el cuello y me lo mordía con suavidad. Así debió de comenzar el mito de Drácula. Si yo no me quejaba, cosa que por otra parte nunca he hecho en esta puta vida de momias sordas, Geli obsequiaba mi silencio disciplinado con un bocadillo que guardaba en el bolsillo izquierdo de su anticuado abrigo. La primera vez que me mordió me pregunté qué cojones sería ese bulto que ella tenía en aquel bolsillo. ¿Una granada de mano de la Resistencia? La segunda vez yo ya conocía la respuesta, claro. Quién lo iba a decir, ¡hubo un tiempo lejano en el que el membrillo era un artículo de lujo! Los jóvenes de hoy lo usarían para limpiarse sus zapatillas de deportes. Mas los jóvenes de hoy, y también los de mañana, siempre serán más inteligentes que el rapaz de ayer… A las 06:45 despertaba a silbatazos a la tropa. Nunca hasta entonces había visto yo unos ojos verdes tan tristes como los de Geli. Ella tenía solo catorce años. Yo, diecisiete. Ella sabía sonreír, aunque a veces lo hacía como una maestra en el día de su jubilación, es decir, concentrando la mirada en el crucifijo de la pared del fondo. Yo no sabía sonreír, dijera lo que dijese el espejo roto de las letrinas. Sería demasiado sencillo echarle la culpa a mi padre, Aloise Roosevelt Hitler, un funcionario vienés alcohólico y violento -¡borracho y abusón!- que nunca había conocido a su padre y que, según nos contó él la única vez que se sentó a la mesa con nosotros el día de Acción de Gracias, la única suerte que había tenido en esta vida de mierda fue la del día aquel que al intentar cambiarse su apellido original –Schinklgruber, creo- por el de su padrastro “Hiedler”, otro funcionario tan despistado y”lúcido” como él, pienso yo, escribiera por error –¡o por borrachera!- sobre el documento a certificar “Hitler” en vez del apellido solicitado originalmente. Pero como iba diciendo, la 93
culpa de ese poco o casi nulo espacio que yo le había reservado a la sonrisa en mi cara no podía ser solo achacable al mamón de mi padre. A la mayoría de los chicos de mi generación nos disciplinaban a golpes. Fue por eso, y nada más, por lo que en mi compañía yo nunca admitía ningún tipo de comportamiento violento”, soy libre) (A la hora quincuagésima séptima del insomnio Anacleto se decía que en el futuro también habría esclavos, pero que a diferencia con el siervo sumiso de hoy ellos nunca serían unos pesados infelices. Desde el punto de vista humano, siempre egoísta y barriendo para casa o para la consulta del doctor, el problema que tienen los robots y las computadoras es el siguiente: ¡nunca necesitan una puta terapia! El mundo, siempre en paralelo e incomprendido, de la piscología sería la primera víctima de aquella ausencia absoluta de insatisfacción laboral. La segunda, los bares. La tercera, y quizás menos interesante, las casas de alterne, si es que seguía, claro, todavía en circulación el parné, encriptado o no. ¿Pero quién manejaría y mantendría mecánica e informáticamente a estos esclavos de expresión y sentimientos aparentemente neutros? Por otra parte, suponía Anacleto, o, mejor dicho, imaginaba el ilustre insomne que le había robado la palabra aquella noche, que si era cierto que el comportamiento de una mayoría, por muy callada o recatada emocionalmente que se mostrarse en público, se contagiaba, entonces lo lógico era que… que… ¡qué sé yo! Mas yo sí que lo sé, y lo que sé podría sonar más o menos de la siguiente manera: ¡no le hagan nunca caso a una persona que asegura que nunca duerme más de cinco horas reglamentarias por la noche! ¡Y muchísimo menos si esas cinco horas de insomnio, o no, tienen la caradura de acompañarlas con un congénere del único sexo que realmente cuenta, desde el estricto punto de la selección natural, y que es además tan atractivo como esa persona que a Anacleto le había calentado desde hacía tres meses el lado inservible de la cama cuando éste no lo ocupa ni su puta madre. Uno, al ver por primera vez a Kate Winslet en aquel largometraje de Peter Jackson -¿cómo cojones se llamaba? Criaturas no sé qué- que se basaba en un caso real como los de la vida misma de nuestros futuros esclavos de espíritu cínico artificial o subjetivo, sabía que aquella joven actriz inglesa algún día millones de cinéfilos y cinéfilas –¡inventemos un género neutro que lo acapare todo de una vez, por favor!- acabarían rifándosela en sueños, físicos o no –mis guiones cinematográficos son tan malos como los de Carlos Fuentes. Uno, cuando sube con sigilo papal la persiana del dormitorio y agarra los prismáticos para ver lo que anda haciendo el vecino demente –eso de la locura también va por barrios- de al lado con aquella mujer diez mil años más joven que él, de pelo pelirrojo rizado, labios carnosos y pechos generosos irreconocibles fuera de la pantalla, aunque no fuera de la imaginación, no le queda otra alternativa racional más que preguntarse de qué cojones tiene que quejarse Anacleto que va diciendo en la taberna de Don Simón que lleva tres años ya sin pegar ni ojo. Menos mal que nadie suele convidarle. ¡Pero qué coño me estás contando tú ahora, monigote mío! ¿Pero no ves que este vecindario no da para más? Tú lo que no entiendes es que nueve de cada diez hombres y, aunque desconozco las estadísticas de todas las otras inclinaciones sexuales, me imagino que nueve, también, de cada diez lesbianas, darían la hipoteca, el monedero, la familia y 360 días de cada año que les sobrara con vida por pasar media noche acompañados de una belleza winsletiana como la que os acompaña a ti y a tu depresión fingida, mamón. Se da por descontado que quien definió por primera e, injustamente, última vez los cánones de la belleza no se había imaginado que algún día podría destacar por sus éxitos en la cama el insomne desagradecido. Por vergüenza ajena se hubiera amputado la mano que sabía escribir. Ahora bien, supongamos como hacen los cobardes, es decir, momentáneamente, que es cierto que suponía –esta redundancia ha
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injustamente, última vez los cánones de la belleza no se había imaginado que algún día podría destacar por sus éxitos en la cama el insomne desagradecido. Por vergüenza ajena se hubiera amputado la mano que sabía escribir. Ahora bien, supongamos como hacen los cobardes, es decir, momentáneamente, que es cierto que suponía –esta redundancia ha de ser respetada- aquel individuo fantasma que le había robado la palabra a Anacleto en la insomne quincuagésima novena hora, ya, que, como había quedado demostrado en múltiples ocasiones y peleas, el comportamiento poco modélico aunque sí neutral del esclavo futuro pudiera, por contagio –entiéndase, vergüenza ajena-, provocar un cambio global y radical en la manera de entender la vida –y aquí, entiéndase por vida a una especie de trámite laboral disciplinado, remunerado o no-, de fagocitarla tanto anímica como físicamente, resultando dicha macedonia existencial en un cambio de expresión facial y sentimientos que ya nada podrían transmitirle al espectador/a accidental o al cabrón que vigila con unos prismáticos de la Wehrmacht desde una ventana del edificio de al lado , entonces, y solo entonces, sería lógico concluir que… que… ¡qué sé yo!, qué coño, Anacleto, mira que se olvida usted con demasiada facilidad, tipo desagradecido, de la a, la a´, la b y la b´, ¡hostia!: a) Usted es un boludo cabrón que con suma facilidad se olvida de que Dios le ha concedido una salud de hierro, un trabajo con un sueldo exquisito por el que muchos matarían sin pensárselo dos veces y una capacidad casi instintiva para enamorar a mujeres de una división física e intelectual cuatro veces superior a la de usted. b) Lleva usted tres meses o, para serle más exacto desde el punto de vista estético o sensual, 2019 horas aprox., acostándose con una de las mujeres más hermosas que haya conocido nunca este puto y repulsivo mundo de mierda. a´) Su condición de robot asalariado le tiene prohibido a usted sufrir de insomnio. No se haga el humano porque no habrá ni psicoanalista mal pagado ni especialista en regresión hipnótica que se lo vaya a creer. y b´) ¿Usted sabe cuántos robots o cuantos de sus primos tontos, o computadoras, darían media MACCA (memoria de acceso aleatorio, por si no lo conocían) y parte de su corazón de sangre de silicio por pasar media horita de nada con Kate Winslet? Hágame un favor, Anacleto mío: jódale la marrana al vecino de los Carl Zeiss Jenay y apague la luz, apoye su impecable tupe moreno sobre el pecho desnudo de la Winslet y échese a roncar de una puñetera vez, majadero. Mira que nos hace usted perder el tiempo, insufrible mamón. Habrase visto>>. Así terminaba su columna de los Miércoles de Ceniza en las Sábanas en el semanario de la capital La Voz Ecuánime un enfurecido Levinas. Cuando algunos le felicitamos en plena tertulia nocturna en la Cafetería de la Paz Acongojante del distrito IX de esa ciudad de mierda, el muy ingrato –o malagradecío, como decía siempre el tío Nicolás cuando daba de comer a un conejo y se le cagaba en la moqueta- nos devolvió una sonrisa fingida que, en mi caso, me invitó a recordar el Día de Reyes en casa de los Schinklgruber. Por otra parte, y aunque venga solo a cuento aquí parcialmente, qué fácil me ha resultado siempre averiguar si mi cyborg intelectual no duerme bien. Si va con una copa de
95 más, suele equivocarse al pedir la siguiente –primero hay que invitarle a nuestras tertulias, por supuesto-: “Camareborg, me nope un savo más de gibrena con mila. Pónmaguelo en su queunta, por vafor”. Pero todo lo anterior es lo de menos; lo fundamental –y lo cuento ahora porque sé que él ni me lee ni me escucha o, si se prefiere, ni sabe leerme ni quiere escucharme- es que, aunque sea robot y todos los viejos locos de bata blanca nos hayan repetido hasta la saciedad que es imposible que sobre el rostro de un cyborg destaque nunca expresión ninguna, yo puedo jurar –ahora entienden ustedes eso de lo “fundamental”- que, cuando me lo encuentro en la esquina del bar siempre absorto y mudo, como contando moscas y suspiros con el lado newtoniano de su cerebro informatizado, y me lanzo, porque hay poca o estéril conversación en el local –las redes, sociales o no, tienen toda la culpa- a contar las arrugas que le han aparecido últimamente en su cara de lata sofisticada, soy capaz entonces de diferenciar entre esos pliegues cutáneos –concedámosle temporalmente dicha facultad física, aunque suene a cachondeo- aquellas grutas o surcos que son debida a un fallo mecánico o informático, y aquellas otras que son simplemente el resultado de un pésimo cálculo emocional, soy libre) (Piensa el pelele escritor ya muerto de este cuento que nunca podrá acabarlo. Piensa así, el muy imbécil, aunque este frito y no le apetezca contarlo en alto en el infierno: “Yo nunca podré acabar este cuento. No, no podré hacerlo por una sencilla razón, lógica o no: para terminarlo tendría yo que releerlo antes de darlo por acabado. Me explico, sombra mía: tendría que imprimir en carpetas independientes cada entrada dedicada a un personaje en cuestión para poder así construir una especie de cronológica o espina argumental que consolidara, cuando menos, la posición y forma de ser y actuar de cada personaje. Lo que sería ilógico, claro, es que, por ejemplo, a Velázquez le dé un día en mi cuento por cortarse la mano derecha después de ser rechazado por su novia romana y madre definitivamente putativa de otro nene ilegítimo del pintor sevillano, y que al día o entrada siguiente, se le vea a él pintando un retrato encargado por el típico mecenas con peluca real de turno. ¡Pues mira que aprende rápido este genio a pintar con la otra mano, Lucifer! Ese asunto de la impresión de entradas y su catalogación en carpetas no me asusta, que quede claro. Lo que me aterra es tener que releerme. “¡Pero qué mal escribes, pazguato!”, exclama mi sombra o uno o una cualquiera de las animas que pueblan esta caverna en llamas. “Parece mentira que lleves escribiendo más de una treintena de años y leyendo cinco vidas seguidas. Te delatas con extremada facilidad: ya sabemos todos aquí arriba por qué te dedicas también a la poesía: releerla no te aflige tanto”. Según Oxford, mi antiguo barbero de abajo, la verdad o es una adecuación entre una proposición y el estado de cosas que expresa –ejemplo: la proposición “la mierda huele mal” es verdad si la mierda realmente huela mal-, o una conformidad entre lo que el/la tipo/a manifiesta y lo que ha experimentado, piensa o siente –ejemplo: “de hecho, mi abogado demostró que era verdad que todos los poetas plagian”-. A mí solo me agrada la primera proposición, que conste, porque argumentar que todas las cacas huelen fatal sigue la misma línea de razonamiento que la que luce mi incapacidad para terminar este cuento, para releerlo y para organizarlo por entradas dedicadas a todos y cada uno de los personajes. Paradójicamente, el olor a mierda puede satisfacernos de vez en cuando por la sencilla razón de que es una de las escasísimas verdades irrefutables. Una hostia bien dada siempre duele. He aquí otra verdad irrebatible. Bien, si juntáramos ahora en uno de los escasos planos anímicos que nos quedan –la III Guerra Mundial nos dejó realmente hechos polvo- el olor a mierda y el dolor causado por una bofetada ejecutada con precisión de maestro jesuita, creo honestamente que entonces no me haría falta continuar con esta parrafada ni acabar de una jodida vez este puto cuento", soy libre)
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(NOTA, pero que conste que de momento desconozco si es para ni cuento o para el de Noelia: Escribir cuatro párrafos sobre el hermano gemelo muerto de Elvis. Comparte celda en el infierno con Boris Johnson. Se porta tan bien que uno de los educadores de la planta en la que pasa los días de la llama eterna le ha prestado uno de esos órganos portátiles que cargaban sobre una mula africana las misioneras protestantes. Aunque la música le interesa poco, sobre todo desde que su hermano gemelo fichó allá abajo por la Radio Corporation of America, tira de ella cuando a Boris le entran ganas de imitar a Enrico Caruso. Hasta las moscas, conocidas por ir siempre a su bola, tiemblan. Al sonar la primera tecla del desafinado órgano, el mofletes rubito se calla la boca directamente porque sabe que su compañero de celda le lleva más de un siglo de ventaja, y en el infierno la veteranía sí que es un grado lógico y oficial. Hablemos ahora del agua. Imaginemos que suena Don´t Go Near the Water, de los Beach Boys. Comunicarle a la lectora que el gemelo de Elvis se ahogó a los cinco meses en uno de los escasísimos pantanos con agua de Tupelo. Según los entendidos, los nenes aprenden a dominar el arte del gateo entre los siete y los diez meses. Elvis I, un bebé bastante más espabilado que su hermano gemelo, a los cinco meses ya gateaba como un bólido de competición. Su madre no daba crédito. Mira qué era espabilado el chaval. Sus vecinos, en su mayoría hijos del blues y del algodón recogido a latigazos o a medio dólar el saco, ignoraban los elogios de aquella señorita blanca y tan pobre como ellos. ¡Pero qué nos va a contar esta señora ahora! ¿Acaso no ha visto cómo cantan y se mueven nuestros bebés? Es bastante fácil ahogarse en un pantano cuando uno todo lo que ha aprendido sobre locomoción anatómica lo tiene reducido a comportarse como un gato. A algunos la muerte les viene de sobresalto, a otros por cuestión de despiste mínimo, ya sea fortuito ya sea cuestión de cansancio. ¿Qué andaría haciendo la madre de Elvis I? La respuesta a esta interrogación no hace falta desarrollarla. Acabar la cuarta parrafada con: a) Boris pregunta a uno de los guardianes: “¿Y el otro? ¿No está aquí también?”. Guardián Thomas Chatterton: “¡No, joder! ¡Si todavía está en Graceland! Además, creo que tiene concierto esta noche en el Market Square Arena de Indianápolis; b) Don´t gor near the water, don´t you think it´s sad? What´s happened to the water? Our water´s going bad…, soy libre) (El poeta J. C. rara vez sale del coqueto, aunque, según él y una botella de Four Roses Barril Único, siempre “cuartucho” estudio de McAlester, Oklahoma. ¡Qué entrega la de su mujer, por Dios! Seis meses decorando el estudio, colocando estanterías, barnizando el suelo y pintando paredes con el único color que parecía del agrado del desagradecido e impertinente poeta (y traductor, según él): el de la mierda. Pero hoy, es decir, un 18 de julio de 1946 le apetece irse de “arrancada” que es como define él esos momentos de puro ataque impulsivo en los que abandona la cueva y sale a la calle a hacer lo que a una gran mayoría se nos antojaría como una gilipollez concebida con cuatro cervezas mal bebidas, pero que a él, a quien por lo habitual le gusta regirse por su instinto puramente artificial y que además tiende a desarrollarse en un diván de poeta desidioso a quien nadie lee y respeta, en su cabeza de chorlito sideral le puede parecer, así sin más, como mínimo heroico, y como máximo, beatificante a nivel espiritual. Alguien debería recordarle que los poetas no creen en las
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ánimas. Alguien debería recordarle, también, que los poetas que se sacrifican o inmolan porque intentan traducir las obras de otros seres perdedores como ellos solo tienen ganas de creer que algún día van a recibir tanto dinero como lo que un traductor de poesía debería ganar. Quién sabe, si no estoy muy cansado, tal vez le escriba una carta esta noche para recordárselo después del partido de frisbee con las hijas de Darley Boit. Y en éstas no estábamos cuando J. C. se larga de casa, no sin antes dar un portazo –yo siempre he creído que con los portazos sucede lo mismo que con las sandalias que se lucen con calcetines: uno empieza la batalla revelando claramente sus intenciones desde un principio-, no sin otro antes de ese último antes gritarle a la santa de su mujer que está harto ya de aquel color de mierda y que no lo espere esta noche, sea su cumpleaños o no, y encima haya invitado a otros pobres inocentes poetas como él, porque este planeta, o alguna gilipollez con forma de globo similar, lo necesita. Aquí me paro instintivamente para explicarles que ese cuerpo celeste agilipollado al que se refería J. C. no es otro que el cubículo parcialmente desinfectado en donde los caballeros de McAlester descargan mal sus orines blancos con olor a bourbon de la casa en el único bar con licencia que la Liga de la Templanza Extrema Cristiana y un alcalde republicano claramente sobornado (las cagadas sexuales siempre han sido fácil de verificar) les ha permitido operar. Y allí mismito se nos planta nuestro mal pagado y peor leído poeta, cierra el pestillo de una puerta con tanto agujeros que se le impide cualquier trocito de justificada privacidad al individuo meador o cagador, se saca del bolsillo trasero de sus pantalones de pana marrón –González, mira que sabíamos algunos ya desde un principio que de usted no se podía fiar nadie- un rotulador de tinta permanente negra Pentel N860 y escribe sobre uno de los pocos huecos libres de aquel muro de las lamentaciones económicas un poema improvisado que empieza y se desarrolla más o menos así:
Cuando era joven Descubrí que una forma lógica De reprimir los ataques incombustibles de la testosterona Era imaginarme que me habían ascendido A teniente de un tanque, Preferentemente de un Panzer III Armado con un cañón de 27 milímetros. Ahora que por fin he conseguido el ascenso, Me bastaría con poder dibujar con tiza blanca En los proyectiles que he de disparar La silueta de todas las mujeres Que me robaron el corazón Cuando yo vivía soñando Como un joven de fácil azoramiento sexual, soy libre) (La caída de
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(Hanoi: Me arreglan una entrevista con Paul Celan en mi cueva del infierno. ¡Qué horror, no tengo nada que ofrecerle! Me asegura que desde la Noche de los Cristales Rotos padece una anorexia brutal. Me siento aliviado, aunque después me ruega que solo escriba sobre aquello de lo que puedo hablar. Yo podría hablar sobre las vocales largas y las vocales cortas de la lengua húngara, catorce en total. Pero creo que él se refiere a mis experiencias personales, a aquellos episodios locales, nacionales e internacionales que más me han marcado, siempre y cuando el televisor anduviera apagado. Aquí podría hablarles de Dachau, aunque Celan no consentiría. ¡Que hables de ti, pazguato, de ese punto de consistencia gráfica nula que fuiste en un mundo aterrador! ¿Acaso quiere usted que yo escriba sobre aquella noche en que me quedé encerrado en un parque parisino con un loco desnudo que andaba gritando cosas raras en el argot del perro de Tintín? ¿Quiere que hable sobre cómo conseguí escaparme saltando una valla con la ayuda de un refugiado bosnio que andaba paseando ese chucho que los del Ministerio de Asuntos Sociales galo le habían ofrecido para que le hiciera compañía? “Mire, camarada: en este país usted nunca va a encontrar la felicidad. Lo mejor será que se haga amigo de este perrito papillon”. El escritor rumano también me recomienda que no emplee bromas ni ninguna forma cómica porque, según él, los lectores ni son payasos ni van al circo. ¿Le habré entendido bien? “Aguza el oído”, me aconsejó al entrar en el infierno Chaplin. No dijo nada más. Hombre parco y de pocas palabras que cuando soltaba algo le triplican la condena. “Tenemos que ayudarnos unos a otros. Los seres humanos somos así. Queremos hacer felices a los demás, no hacerlos desgraciados”. Pero volviendo a lo de Celan, debería decirle que yo siempre escribo de lo que sé, que es mucho, modestia aparte, aunque yo tienda a aprendérmelo o a recordarlo con la cabeza a menudo pegada a la almohada. En París, por ejemplo, había que pagar en los aseos públicos. Como no tenía ni medio franco, cagué en un mausoleo abierto que me encontré en Père Lachaise. Ya que la palabra culo no está prohibida aquí arriba, me apetece soltarla: Aquella mañana de diarrea provocada por la consumición de un paquetito de patatas fritas con mayonesa que un cliente de una de esas innombrables cadenas americanas de comida basura había tirado a un cubo de la basura y que el vagabundo hambriento que llevaba mi nombre y apellidos se zampó en quince segundos, hubiese llovido o no media hora antes; digo que aquella mañana eché en falta un lavabo socialista, o por lo menos un matorral parisino que no viniese con un turista japonés o uno escandinavo dentro. Había que encontrar un agujero de desagüe, un boquete acomodador y tranquilo por donde mi insalubre vientre pudiera desprenderse del mal orgánico que su dueño le había causado al devorar como un macaco hambriento aquel cucurucho de patatas fritas pasadas por agua atmosférica contaminada. También recuerdo, más o menos, y supongo que mal, que me limpié el orificio anatómico más impío de la galaxia con cuatro o cinco páginas del único libro que me había llevado a Francia: las Meditaciones de Kafka. Creo que ésa ha sido la única razón por la que a la suma total de mi condena infernal le han añadido otro lustro. Cuando legué a
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Inglaterra, inicialmente estuve dos años limpiando retretes de mujeres -¡qué desilusión! ¡Yo que pensaba que al cernícalo solo se le conocía un sexo!- en discotecas. Como mi sueldo de maestro de la bayeta y la lejía no daba para más, me dediqué a hacer bolañadas en las librerías de segunda mano, robando dos de cada tres libros que yo pagaba, siendo el abonado normalmente una edición cutre de la editorial Penguin y cuyo precio, siempre escrito en la primera página a lápiz HB, nunca pasaba de una libra esterlina. Así descubrí a John Cheever y a Céline, a Walser y a Wyndham Lewis, digamos que ignorando simultáneamente a Dickens y a Austen, y robando mientras el dueño de la librería se marcaba un solitario de bridge en su Amstrad 386 y, cómo no, yo me hacía el intelectual en aquellos sótanos en donde todos los libreros parecían haberse empeñado en dejar que las telarañas cubrieran los ejemplares más solicitados por la mentes inquietas de los jóvenes escritores y poetas limpiaseos. Me pregunto si Celan robó alguna vez un libro. Pero para qué preguntármelo si lo tengo justo en frente. Preguntémoselo: “¿Usted, en vida terrenal, robó alguna vez un libro?”. “Permítame que le cuente, degenerado, que el único libro que robé allá arriba fue una colección en ruso de poemas de Boris Almazov. Corría el verano de 1941 en la ciudad rumana de Cernăuți, los putos nazis y sus aliados fascistas locales habían empezado ya a deportar a toda la población judía. De día, algunos de los judíos más jóvenes limpiábamos las ruinas de las sinagogas y de otros locales semitas quemados; de noche, alimentábamos el hambre a 400 ºC. de la pira con libros escritos en lengua rusa. Aunque yo no hablaba el idioma, sí que conocía a Almazov. Y es que usted debería entender que muchos escritores nacidos en aquella época en la burguesía judía, le debían a sus madres el interés por la buena lectura. Mi padre era un cateto que se había empeñado en que su hijo solo leyera en hebreo; mi madre, una mujer sabia que leía a Negruzzi y a Balzac. Mi papá y mi mamá fueron después deportados a Transnistria. Nunca más volvería a verlos. ¿Para qué sirve la lectura?, se preguntará usted. Recién acabada la apocalipsis II, con páginas sueltas de ese volumen de Almazov encendía yo la única caldera que teníamos en el psiquiátrico donde trabajaba. He de admitir que sí que conseguí que algunos de aquellos pacientes sonrieran cuando entraban en calor. Nadie muere cuando se intensifica la malva de la muerte…” Hic íncipit Pestis. No se me tire usted al río todavía, Celan, que me sobran cosas que contarle. “Amigo Daniel, le escucharé con toda la paciencia que este maldito lugar nos sepa ofrecer, pero antes quiero que me prometa que cuando alguien pregunte por mí, lo primero que salga de su boquita seca sea que yo nunca me lancé al Sena, que fue Heidegger quien me empujó cuando ya nadie parecía querer saber nada sobre nosotros dos”. ¿Sabía usted que la primera vez que me expulsaron del colegio lo hicieron porque cuando yo fui monaguillo por un día escribí –creo que sin ninguna falta de ortografía- en el misal de la capilla “Padre nuestro que estás en el culo”? Creo que seguramente meteré esta anécdota en el último libro que voy a escribir: El flexilio: un libro para la tumba. Sí, un tomo para el entierro, aunque ya les avisé a mis dos renacuajos que no quiero ni una mierda de pompa y circunstancia. ¡Que se coman a Elgar toda la gente a la que le debo dinero! Narraré , también, en ese manuscrito último mío algo sobre mis primeras impresiones al regresar a la
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ciudad que, supuestamente, no me vio nacer –yo nunca me lo creí-, pero sí crecer y volverme una incógnita carente de ecuación y álgebra para los entendidos: Madrid, ciudad triste por decreto, o simplemente por dejadez. Deberían haber colgado por las pelotas al capullo que permitió que el río de la capital se avergonzara de serlo. Toda la melancolía y, quizás, también cólera del rió desaparecido la adoptaron más tarde algunos de los afiliados al gremio de los taxistas, parlanchines éstos que suelen acompañar su pésimo sentido de la moda con la injustificable facultad de quererse hacer oir cuando hablan como el chimpancé aquél al que, por un claro error administrativo, se le había concedido la palabra en una entrega de premios universitarios. Yo nunca cojo un taxi; no, prefiero el metro porque me gusta que me dejen en paz. Pero ya digo, primero he de volver a Madrid, y después contar sobre el taciturno papel con estos dedos artríticos míos que tanto se han aprovechado, en treinta y picos años, de plumas, bolígrafos y lápices disfrazados con traje de arlequín negro y amarillo cuántos de los asistentes a mi funeral –“¡a mí me quemáis y tiráis las cenizas al retrete!”- lloraron de verdad. Uno: Tristan Tzara. Como sabiamente decía Calimero, antes de proclamar que uno es escritor, debe primero preguntarse si conoce de verdad a alguien que preferiría ir a un funeral antes que beberse tres en el bar de abajo… - Celan: Voy a llorar de tanta pierna rota y de tanto cansancio que se advierte en los poetas menores de dieciocho años... - Daniel: ¿Cómo dice? - C.: Cuando San Agustín lo sepa todo un gran rayo descenderá sobre la tierra y en un abrir y cerrar de eyes (lo dice en inglés) nos volveremos todos idiotas. Mundo, Blas de Otero. - Daniel: ¿El poeta de la cueva 881? (se oye un grito espantoso en la cueva de al lado. Sigmund Rascher y un grupo de enfermeras nazis están postrados alrededor de Adolf. Éste yace semiincosciente y temblando en una mesa de operaciones de mármol rosa fosforescente. Lleva puesta una camiseta original de Snoopy. Vintage, qué se le va a hacer. Es la primera castración que practica el doctor nazi. Parece ser que antes se dedicaba a ahogar en agua congelada a prisioneros rusos. “¡A ver cuánto aguantas tú, payaso comunista!”. Rascher le cuenta entre risitas cabronas a sus enfermeras, rubias y esbeltas ellas, como no podía ser de otra manera, que seguirán la misma técnica que empleaban los tratadores de esclavos europeos: primero se le extraerá el único testículo que tiene, después procederán con el proceso de cicatrización usando para ello una barra de hierro al rojo vivo y, cuando despierte el paciente, y esperemos que sí, aunque en el infierno ya sabemos que todos los muertos vivientes abren los ojos siempre a idéntica hora, se le “dará” de beber cuatro o cinco jarras de agua, de vino, cerveza o lo que ofrezcan en la cantina para que puedan abrírsele todos los canales de la orina. Tejido subcutáneo. Corte y cirugía cutánea por escisión patéticamente efectuada. Jaime José Cayerano, el bandolero alicantino apodado El Barbudo, a eso lo llamaba “un tajo bien
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- presentado”. Parece mentira que estén operando contando solo para ello con un foco de luz. Más gritos dantescos.) - C: (se levanta y golpea con furia la pared de al lado) ¡Queréis dejar de hacer tanto ruido, hostia! - D: No se moleste usted, que no le van a oir. ¿Cómo es posible que no sepa todavía que cada cueva no solo tiene su propio sonido independiente, sino que además, es literalmente –otra palabra fastidiosa de moda- imposible que el sonido de una cueva pueda ser escuchado en otra? - C: ¿Entonces por qué carajos puedo yo oir los gritos provenientes de la puta cueva de al lado? - D: Pues no lo sé, la verdad. Será porque usted, maestro, todavía tiene medio cuerpo ahí arrriba. Yo le recomendaría que contemplase la idea de la integración absoluta. - C: Qué necedad. Estoy ya muy viejo y acabado para esas cosas. (con la excusa de que Adolf tiene la camiseta empapada, Irma Grese se la quita como puede y se la guarda en las bragas cuando los demás o no miran o consideran el hurto de objetos ajenos una anécdota más a ignorar, soy libre)