EL FIN Cuento polifónico de brevedad cuestionable PARTE IV (a editar)
(Para ser precavidos, lo primero que nos prometimos averiguar después de haber aterrizado la nave nodriza sobre vuestro peculiar planeta fue de cuántas maneras posibles podía un ser humano palmarla. Tras extensas y múltiples conversaciones con vuestros académicos, ciéntificos, médicos forenses, personal de limpieza y líderes espirituales, barbudos o no, pudimos comprobar y determinar que, hasta el momento de nuestro aterrizaje y posterior exploración, solo se conocían cuatro formas diferentes de pasar a ese otro mundo exclusivo habitado por hombres y mujeres, gusanos, lombrices y otras criaturillas que se alimentaban (fíjense que todo se ha redactado en pretérito imperfecto) de madera de ataúd, huesos, vísceras y cenizas. Nuestro análisis exhaustivo -¡se llegó a entrevistar a personajes míticos de la Warner Bros y de Hanna-Barbera!- concluía que la muerte al hermano galáctico más primate normalmente le llegaba o por un infarto de miocardio, impredecible normalmente, o por homicidio, suicidio -una categoría, ésta, para nosotros completamente deconocida hasta entonces-, o despiste (al ser entrevistado, un experto vuestro recalcó sin inmutarse que con la llegada de aparatos manuales inhalámbricos de reproducción telefónica el aumento de muertes por caída accidental a una alcantarilla se había quintuplicado en las cuatro últimas décadas predecentes a nuestro estudio), incluyendo en esta última categoría a aquellos adolescentes que no habían aprendido todavía a rebotar en el toldo de la cafetería de abajo cuando, claramente por error, se precipitaban al vacío mientras fumaban en el ventanuco del lavabo de casa con medio cuerpo prácticamente colgando. Se nos hizo saber que el olor a tabaco era extremadamente intenso y delataba. Uno de los testigos de este último tipo de caso no vaciló en añadir que gran parte de los padres de los fallecidos por caída al vació accidental eran normalmente o muy religiosos o bebían a escondidas -sacar a pasear a una mascota era una excusa perfecta, por lo visto-, dos causas éstan directamente relacionables también con la muerte del terrícola examinado, soy libre) (Escena primera de una largometraje irrealizable. En un economato prácticamente vacío de una ciudad cualquiera -todas las ciudades se parecen. Lo único que cambia es la dirección a la que apuntan las farolas cuando todos duermen o ven el fútbol por la tele-. Abriose dicho supermercado dentro de una catedral. No les extrañe, nadie quería ya ir a misa y la casilla de la declaración de la renta que antes se destinaba para la contribución anual a la Iglesia, había sindo reemplazada con una a la que podían optar aquellos ciudadanos que preferirían financiar con sus impuestos de manera voluntaria nuevos parques digitales infantiles. Sigamos: se rueda un anuncio publicitario dentro del antiguo recinto religioso. Entra el zoom de una cámara estática para enfocar a continuación el rostro perfectamente encuadrado de un pelele de ocho años, calvo, con bigote gracioso y de 1 metro noventa de estatura. Impasible -no entendía qué quería decir eso de hacer muecas-, el nene abre lentamente la boca y comienza a decir algo. No se le entiende nada y entran los subtítulos. Lo ideal sería que apareciesen en esperanto, mas ya nadie entiende las lenguas muertas que en su día nacieron para resaltar su naturaleza de chiste. El chaval, al que alguien lo había bautizado como Juan Carlos Arteche antes de enlistarlo en el equipo de baloncesto a una temprana edad, sigue contándonos algo en su irreconocible dialecto. La cámara enfoca ahora el ojo izquierdo del niño y único actor de esta escena. Si mi padre no me hubiera metido en un colegio militar, yo también sería actor en la presente. Definitivo, no me especulen. La pupila de nuestro único protagonista empieza a cambiar. Es ahora una sandía que, tras una pausa ligera, comienza a soltar balazos por sus irreconocibles poros. Acribilla a alguien. Quizás al director de este largometraje. Termina la escena y acaba la película. Los títulos de crédito que siguen no acreditan a nadie, aunque parece que en un entrecomillado furtivo incluyen un anuncio publicitario. Prestémoles la atención que se merece. “Agencia Dupont: Especialistas en Penas de Muerte. ¿Ha necesitado alguna vez usted, señora, morirse de la pena? NO DUDE entonces en visitar uno de nuestros reconocibles establecimientos. Nadie puede alegar que no sepamos deshacernos de un cadáver. Abiertos de 9 de la mañana a 7 de la tarde.” Cae el telón y el encargado de recoger las pipas del suelo se vuelve a casa. Todos los contratados, menos el niño Arteche, regresan a la cola del paro. Es ahí, y no en la catedral que nos incumbe, donde posiblemente tendrá lugar la primera escena de cualquier secuela cinematográfica. Explicación o sinopsis: Uno llega y lo lanzan en una
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cuna. Se intenta sobrevivir de la mejor manera posible, aunque ello implique que sea necesario cagar lo menos posible. Perdón por el estilo redundante. Después, nos vamos, soy libre) (Rudolf E. Fogwill e Isabel se conocieron una tarde de febrero del 2044 en un club de “swingers” de Batheaston, una villa de nada y gracias del condado inglés de Somerset. Como todos los personajes de este cuento ya están muertos, y vidas y direcciones incluidas en él a pocos les puede interesar que no cuenten, digamos que la casa en la que se vieron fue la Eagle House, un edificio éste, creo que de principios del XVIII, que otrora ofreciera cama y papeo a algunas de las sufraguistas recién salidas de la cárcel después de unas huelgas de hambre drásticas pero tristemente efectivas, y que en el 2044 llevaba la dominatriz neoyorquina Ursula RSVLT. Mas no todo en aquella casa del placer prohibido por gilipollez mental eran potros de tortura ni grilletes o éxoticos artilugios de palizas consentidas. También había en ella esquinas y rincones rigurosamente estilizados paras aquellos socios (como en el Congreso: ¡no se invitaba a cualquiera!) que prefirían follar con tranquilidad, acompañándolo todo con cierta dosis consentida de anonimato. Cualquier persona que hubiese sido testigo de lo que ocurría en la zona más relajada de la casa, hubiera podido asegurarnos que el punto de solicitación sexual más frecuentado por nuestro querido Fogwill era el Donkey Dicks, o “agujero de la gloria”, ocho huecos separados y perfectamente distribuidos sobre una pared que ofrecían la oportunidad de intensificar la excitación al no verle nunca el sujeto agraciado la cara a la persona que chupaba desde el otro lado del tabique. Sería tonto mencionar que en todas las esquinas de la casa había cestas con toallitas, preservativos, líquido antidesinfectante y lubricante; mas tonto siempre me he reconocido y ahí se lo dejo a ustedes, pues. Acabada la faena del agujero, esa parte media de la pareja incógnita que ya podía darse temporalmente por satisfecha, solía colarse en un jacuzzi de dimensiones efectivamente exageradas y sito en el coqueto (para mí hortera como la vida misma, solo le faltaban unas parejitas de flamencos rosas de plástico y cuatro de Barry White) patio interior de la casa. Una pareja de dominicanos de edad sospechosamente incalculable iba llenando la copa de todos los bañistas ocasionales. En mi caso, que es el único del que ustedes deberían fiarse, todas las veces que estuve metido ahí (me refiero dentro de aquella piscina de burbujas con forma de haba colosal), me alegré al comprobar que los ingleses, una vez superada la barrera psicológica del sexo parco victoriano, hablaban tanto después de follar como lo hacían mis colegas latinos a cualquier hora. Ay que ver, con lo calladitos que eran en la oficina los celtas. Eso me hizo comprender que para que el inglés aprendiese de una vez a liberarse sexualmente lo único que necesitaba era poder compartir felizmente un castillo o una mazmorra. Denle un torreón a un anglosajón y te contará a oscuras todas las guarradas que no ha podido hacer nunca porque desde que era un adolescente temía que lo enviaran a Australia o a frenar al hostil alemán en la Línea de Sigfrido. Mas volviendo a nuestros dos protagonistas: aquella veintañera rubia y desnuda que ocupaba la esquina opuesta de la alubia jacuzzi era (me conviene que así sea, discúlpenme) Isabel. Fogwill, a quien del paraíso de la erótica desprendida solo le interesaba que se la mamasen, no tardó en reconocer esos labios gruesos y, según él y lo que contaría más tarde en las hojas más sucias de su diario, “perfectamente adiposos”. Sin entrar en pormenores porque siempre aburren o cansan con la descripción, diremos que él pudo confirmar su emparejamiento mental al analizar, prácticamente sin mirar, como succionaba aquella rubia la pajita de su margarita. Le agradaba haber reconocido aquella boca; sí, tanto como saber que su esposa no saldría aquella noche de una de las habitaciones concebidas como harén en el piso segundo de la Casa del Águila. Se acercó a Isabel y se presentó. “¿Has venido acompañada?” Las mujeres no tenían que aparecer acompañadas. “¿Es tu primera vez?” Rara era la primera. “¿Qué te parece este lugar?” ¿Tú qué crees, imbécil? Si no lo hemos querido contar antes, ahora sí: Fogwill solo creía en los dibujos animados (¡ojo, en los hechos a mano!). Si por algún motivo pensaba él que la manifestación divina personalizada del dibujo no le iba a interesar, cambiaba de canal, y ya está. ¡Qué fácil era creer en algo! “¿Te gusta el chemsex (creo que en su país ustedes lo llaman “sexdopaje”. Qué brutos. ¡Por qué no dejaran en paz los anglicismos!)?” “¿Que si has probado alguna vez a follar combinándolo con metaanfetamina o mefedrona?” “¿Que qué sacarías tú de todo eso?” Imposible describírselo,
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eso?” Imposible describírselo, Rudolf. No lo intentes, déjalo ahí. ¿No ves que es mucho más sencillo hablar sobre la conciencia cuántica y los patrones fractales de los microtúbulos neuronales, que explicarle a una completa desconocida el tipo de efecto afrodisíaco y estimulante de la tina, pedazo de iluso? Con lo feo que eres y lo gordo que estás, deberías conformarte con ver que ella sigue a tu lado en pelotas en el jacuzzi. ¿Cómo es posible que no entiendas que Isabel podía haberte mandado a la mierda en cuanto te vio acercarte? No la vayas a cagar ahora porque se te marcha con ese gorila escocés barbudo y sobrado de tatuajes vikingos que se está fumando un San Cristobal apoyado en la escalinata. Mira, mira qué par de glúteos tan compactos tiene el pavo. ¿Alguna vez soñaste con ir a un gimnasio... y te despertaste con agujetas en los abdominales? ¿No? Pues ese tipo de persona eres tú. Así que afina y aprovecha que a ella no le ha molestado que la rozaras con una pierna. “No, a mi esposa no le gusta que yo esté en la msima habitación... ¿Que si nos vamos de aquí? Yes, why not? But shall we have one more for the road? OK, OK, as you please...” En el reloj cronometro de los dibujos animados, Isabel y Fogwill llegaron aquella noche a la vivienda de la mitad femenina involucrada en cuestión en este dueto exáctamente a las 01:27:19 horas. Desde la única ventana abierta de aquella casa del siglo XVIII antes de la Warner Bros, se veía la colina de Solsbury. Cuenta Bugs Bunny que sobre la teta de aquel monte se alzaba en plena edad de hierro una fortaleza cuyo centro lo ocupaba la bañera de acero inoxidable en la que mojaba sus penas y las de sus esclavos eunucos la diosa celta Sulis. Muchas gilipolleces se han contado ya sobre los varones castrados. En esta página no encontraréis ninguna. “¿Has probado ya la Cookies Gelato?” Le tocaba ahora a ella hacer preguntas. “Dale una calada a esto, verás” Ni que decir tiene que a él los canutos le interesaban tanto como a mí la práctica de la halterofilia en la comunidad sefardita. Pero, claro, cómo iba él a decirle a ella que no, o que le acojonaba perder el control, seamos claros, fumando una de esas cosas infantiles que se marcaban a todas horas los nenes pijos del barrio que marcaban el ritmo al que se movía la ciudad con el ruido estrenduoso de sus patinetes de madera. “Dale más, no te quedes corto.” Positivo: Rudolf se envalentonó con la segunda calada; un subidón eufórico lo envió volando al mundo de la sonrisa mágica inextinguible. Si ustedes no conocen ese paraíso, imagínense en este preciso momento que se acuestan en pelotas en una de las dunas de arena fina de una de esas playas de agua cristalina con las que alguna vez soñaron mientras abrían la interminable lista de correos holográficos innecesarios de los lunes, y que a su lado se tumba, también desnuda, la mejor versión de la única persona a la que verdaderamente han amado en esta puta vida siempre empachada de chorradas y litigios emocionales, para compartir a continuación con usted ella o él, sin decir nada (dato éste fundamental. ¡No me jodan la diapositiva sintética!), una interpretación amistosa y exultante del paraíso -del edén tal y como se les había presentado al capullo de Adán y al simio peludo de Darwin hace milones de años superados con mentiras y propaganda medievales-, incronometrable, por otra parte, en su duración e inclasificable si nos atenemos a los preceptos establecidos en cualquier catálogo de los sueños homínidos eróticos, estéticos y reconstituyentes. Pídale o pregúntele lo que quiera a la persona de al lado. “¿Por qué no me dan ningún miedo esas holas -lo pensó con hache, estaba flipado- gigantes?” Será porque no tienen nada contra ti. “¿Tú sabes por qué no oscurece nunca en esta playa y la temperatura se mantiene igual taquí odo el día?” Será porque es de plastilina. “¿Y desde cuándo llevan jugando juntos focas y orcas, delfines y tiburones? ¿Y por qué son todos naranjas?” Será porque Dios no existe. “¿Y por qué la arenilla de la duna ya no se me cuela en los putos ojos cuando al viento le entra coraje?” Será porque Aeolus tampoco existe. “¿Y por qué antes solo me gustaba que me la mamasen?” Para el cronómetro del Pato Lucas. A las 08:33:46 Rudolf Fogwill abrió los ojos. Ella ya había fichado por otros dibujos animados. Sobre el cuenco de las llaves le dejó una nota adhesiva personalizada con su olor a Peonia Nobile de Acqua di Parma y un ruego seco y decepcionante: “Por favor, dale agua y comida a las dos ratas de la jaula antes de salir. Cuidado cuando abras la rejilla, les gusta escaparse y morder.” Rudolf ignoró el mensaje, éso me queda claro. Se vistió -¿se había quedado ella con sus calzoncillos? A él no le desagradaba la idea-, leyó los mensajes que su mujer le había dejado en el móvil y se retocó los cuatro pelos salvajes que le quedaban en la
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camocha mientras ignoraba con descaro que media sonrisa de capullo parecía delatarlo. “A vosotras que os alimente vuestra puta madre, vagas de mierda”, falló antes de salir a la calle del mundo incivilizado. Si fuese un héroe se encendería un pitillo; pero ya no fuma, le da miedo la O.M.S.S., soy libre) (No me esperaba un final del mundo tan infantil, la verdad. Alcaldes, gobernadores civiles, sacerdotes y sacerdotidas digitales y, en última instancia, el Presidente del Principado Cibernético y varios robots de grado militar superior fueron los encargados de soltar la alarma. Decían que quedaban solo tres días, mas siempre añadiendo que no era necesario que no corriésemos a toda leche hacia lo que quedaban de nuestros bancos y afiliaciones nacionales de mercado y minería de criptomoneda a retirar todos nuestros ahorros o a cancelar cualquier inversión, porque, ¿sabéis una cosa?, al final tal vez no sería para tanto y muchos tendríamos que seguir viviendo, independedientemente de la cara de tarugo inclasificables que podría quedársenos. Un hongo atómico de dimensiones macroorgásmicas en el horizonte hubiera sido mi elección, qué queréis que os diga. Pero a mí nadie me hacía caso, pues nunca tuve hijos, no planté un árbol en mi apestante vida ni jamás se me ocurrió escribir un puto libro. En mi barrio me llamaban La Sereno (la masculinización de los adjetivos y sustantivos era intocable) porque solo trabajaba o simulaba hacerlo en la calle por la noche y sobrevivía de las propinas que me daban, especialmente aquellos paisanos que no podían encontrar su portal porque tampoco podían encontrale varlo a la vida, independientemente de que lo que acabo de decir tenga o no sentido. Mi vieja, la Milagros, me llamaba Lauren la Guarra. Ella nunca quiso entender que yo no era una zorra, y que, si yo “hacía” la calle, era simplemente porque yo no podía dormir por las noches (¡ni en el convento, oídme bien!) y, por tanto, tenía que ganarme las alcachofas y las tarjetas telefónicas de la manera más práctica. Luego se quejaba ella de que yo no fuese a visitarla a la residencia. “Qué pena me das”, le dije la última vez que fui a verla. “A mí siempre me ha parecido que tú solo quieres entenderte con aquellas personas que hablan y razonan en Python y JavaScript.” Me tiró uno de sus zapatos de tacón abusivo y me partió un labio. Me llevé el estilete a mi cuartucho del Parque del Espolón y, antes de enmarcarlo y colgarlo junto al póster de Saló o los 120 Días de Sodoma, le metí la napia hasta el fondo porque yo ya sabía que no volvería a ver a mi vieja y me apetecía quedarme anímicamente con algo suyo de recuerdo, aunque solo fuese un olor. Lo curioso es que las tripas indetectables de aquel calzado olían a fin de mundo; lo frustrante, que yo no sepa ahora describíroslo y que tendréis que conformaros con imaginaros que aquel aroma, por llamarlo de alguna forma directa e inconfundible, era bastante parecido al que nos habíamos acostumbrado a oler, NOSOTRAS, todas las putas mujeres del planeta moribundo deprimidas, desde que Dios y Satanás pactaron concederle al hombre el derecho a llevar calzoncillos sudados, soy libre) (Nota: pub de Coventry. Digamos que es el The Old Windmill, un local de 1451 con presencia alarmante de fantasmas hasta en la nevera. Creo que la señora que lo regenta en la actualidad lleva ahí desde el principio, a saber, casi seis siglos. No es la ropa ni los piojos lo que la delatan; no, es esa manera tan sutil que tiene ella de deshacerse de la mano peluda y tocona del cliente (especifiquemos aquí que el miembro sobante podría pertenecerle a un cabo feote cualquiera del Séptimo Batallón del Royal Warwickshire Regiment), cobrándole al guasón una cifra extra por cada consumición, si hubo o no, y aquí está la gracia, sobeo. Llevamos 3 pintas de Abbot y un brandy de mortal calidad. Se consume un paquete de patatas fritas y medio de otro de cacahuetes. Cuando yo vivía en mi aldea, para ahorrar, lo escribíamos sin h intercalada, es decir, “cacauetes”. Los vecinos de Cabanas de Loureiro, aldea ésta contra la que se peleaba ritualmente en el campo de fútbol y en en ese otro que es más bien oval, el de las guerras civiles, prefirían escribirlo con g y diéresis, “cacagüete”. Macarras, pasotas y poetas que coleccionaban vinilo de segunda mano de hip-hop y trap para joder a sus viejos, substituían la c por una k: kakahuete, kakauete o kakagüete. Pero volvamos al asunto que me interesa a mí, y no a ustedes. Sí, Volvamos al Old Windmill, y permítanme que les cuente a continuación que creo que ya se ha visitado el lavabo dos veces; por turnos, por supuesto, y que... y que... y que... andaba en este mismo local el capullo de Larkin explicándome por qué odiaba él las moras (“¿Te acuerdas cuando de enano nos metíamos un dedo
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por el culo y luego procedíamos, siempre con ignorancia y maneras infantiles, a chupárnoslo? Pues así justito me saben a mí.”), y fui yo y me atreví a interrumpirle, porque mientras le ignoraba, como hago siempre que nos vemos y sé con seguridad que me va a tocar pagar más de una ronda, siendo él consciente, a su vez, porque para eso se lo he repetido un puto millón de veces, de que con lo que gano en su editorial no me llega ni para comprarme un imperdible para la única corbata que tengo (obsequio de la oficina de empleo), me obsesioné con interrumpirle porque se me había ocurrido lo que a continuación insto a contarles a ustedes y que, en ese preciso instante, quise compartir con él y no pude porque el mamonazo, en cuanto vio que por mi lengua corría la palabra, volvió a levantarse para meterse en el W. C. otra puta vez: “Pero permíteme que te interrumpa, Philip (señores y señoras de la BBC, dejen de hacer el ridículo y no vuelvan a redactarlo con doble l), para que por un breve momento dejemos de “conversar” (los monólogos, aunque duela, también son una forma más de diálogo contrastable), aunque nos duela, y pueda yo, por lo tanto, tener la oportunidad de contarte, como estoy dispuesto a hacerlo porque nunca me dejas y siempre te escaqueas cuando me toca el turno, que últimamente me ha dado por pensar -ya, lector, ya sé que nada de lo que digo suele venir a cuento, precisamente a este cuento mismo-, y por haberlo hecho me merezco un premio, un poemita de nada en la próxima antología poética de tu editorial, por ejemplo, o unas patatitas; digo que me ha dado por pensar que si es razonable -lo es, qué narices- argumentar que si Dios no existe, mejor nos iría a todos si le diéramos la razón al Diablo... Creo honestamente que he demostrado con creces -continué, alzando la voz progresivamente porque siempre me había ilusionado ser Napoléon o el mismo Boris Johnson, y era obvio que a mí me interesaba justo en ese preciso instante que mi mensaje pudiera llegarle a Larkin antes de que éste se encerrara definitavemente otra vez en el retrete-, aunque la clientela de esta pub parezca dudarlo, mi capacidad intelectual a la hora de defenderme con soltura usando, cuando fuere vital, todo tipo de conceptos ontológicos inexistentes que pudieran haber sido planteados por personajes infantiles extraidos de un tebeo. Te digo una cosa, y sé que desde el cuarto de baño todavía se me puede escuchar: lo que nunca he logrado entender es por qué seguimos empeñados en contratar a un bombero cuando en casa siempre se han coleccionado extintores. ¿Sabes lo que te digo?” Larkin, que saber lo sabía todo porque así nos habíamos empeñado sus fieles seguidores en hacérselo creer, aprovechó la breve pausa que yo le había concedido a mi borracho planteamiento, para asomar su tierna y calva cabeza de pepino ilustrado, cambiar de tema, o de cuento, si lo estiman más oportuno, para sugerir lo que a continuación se describe tras estos dos puntos: “Vente al número 3 de la Almond Tree Avenue. No te puedo prometer nada, aunque sí una botellita de Silent Pool, un disco de Lester Young y el frívolo deseo de que la noche pudiera acabar en un trío con Mónica . ¿A ti no te molesta que yo te bese las nalgas, verdad?” Negativo. A mí solo me incordia que me interrumpan, que no me dejen hablar porque aburro o porque lo que digo o tenga yo que decir ya se ha podido escuchar o leer en otro cuento. Felipe Larkin, el poeta más librero del planeta, salió de retrete, se secó las manos con la solapa de mi abrigo y me preguntó mientras se preguntaba brevemente si le merecía la pena, antes de abandonar el pub, acabarse los dos dedos de mierda que le quedaban de cerveza calentona en la pinta: “¿Has estado alguna vez en L. A.? -raramente los ingleses lo pronuncian completo- Es la capital galáctica de los asesinos en serie. Creo, Gonsales, que tú allí pasarías desapercibido. ¿Te vienes?”. Y me fui con él. Porque yo ya estaba muerto y evidentemente podía desplazarme de un sitio a otro tal y como me diese la puta gana, y porque ya no tenía prisa ni tenía que firmar el paro ni darle el biberón a mi hijo, o arreglar de una puta vez esa lápara de la mesilla que Isabel siempre quería tener encendida cuando follábamos, o ponerme una boca nueva en Bulgaria con la pasta que la vieja me había dejado en su puto testamento, tender la ropa para darle una sorpresa a Queen Nzinga cuando volviera Houston, pagar las clases de judo del nene y la cuenta del charcutero, comprar ranitidina y ketamina a Panero en Carnaby Street, o enviarle un manuscrito a la editora con tanta pasión como quien envía por correo sin certificar y a bostezos un manual de la lavadora. Y me fui con él, pero se quedó mi sombra, soy libre) (El filósofo empírico escocés Alejandro Bain inventó el fax, que no lo dude nadie. Concretamente en 1843.
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Llovía, eso tampoco lo puede cuestionar nadie, coño. (De su calada manga también se sacacaría más tarde Mind, o “Mente”, el primer jornal de psicología y filosofía analítca del globo. Esto sí que me importa un bledo que me lo cuestionen ustedes). Si era cierto que nunca antes de que desapareciésemos todos después de la III G. M. habían visto un facsímil o envío telefónico de insufribles rompecabezas escaneados e impresos a una víctima telefónica con forma de número de ocho, diez o doce dígitos, aquí les dejo hoy (los muertos y los desaparecidos también pueden leer) el último que me ha llegado a mi colección en la “otra” dimensión esta tarde a la hora en que los minutos que se emplean descifrando, por ejemplo, un puto fax, ya no puede esperar nadie que nos los vaya a abonar ninguna de las sombras desalmadas del sempiterno capitalismo contemporáneo finalmente extinto mas todavía en funcionamiento. Empecemos por el encabezamiento:
FAX Institute for Advanced Study in Princeton, New Jersey
Joé, iré al grano, aunque me deje el hígado y parte del corazón con este delirio mio espontáneo de inaudita sinceridad. Si me busco mujeres de edad ridícula (“chicas”, como tú aseguras; chicas, nada más), lo hago, como supongo que habréis podido imaginar ya todas, no para sentirme más joven, sino porque siempre he creido que yo moriría a una edad relativamente bisoña. Permanecer con la misma persona más de lo que mi perfil racional me aconseja (siempre he sido fiel, ya lo sabes; lo que no he conseguido ser hasta ahora es constante) suele inducirme a pensar en la muerte. Aunque contigo la relación duró cuatro años, yo al tercero ya andaba creyendo que una embolia no tardaría en expulsarme de este mundo infeliz. Aguanté un año más, y cuando yo pensaba que debía empezar a redactar mi testamento, lo dejamos. Te regalé mi apartamento de la Wagon Wheel Road y me escondí en casa de la vieja a esperar a que la patética figura de la Mujer de Negro golpeara la puerta de mi dormitorio para arrancarme de esta vida de un sopetón y sin dejar propina a cambio. Al mes conocí a Noelia en el ascensor del edificio. Nuestra relación fue bastante más corta; exáctamente 14 meses. Aunque yo había madurado un tanto, volvía a pensar en la muerte y, como me corresponde, en cambiar de pareja porque había que frenarle la zancada de alguna manera a la puta señora de negro. (¿Y si se tratase de un hombre? ¿Un simio superior como el General Hurco, el de la serie El Planeta de los Simios?) A Noelia la siguió Ella, y en cuanto me harté de ésta y de mi prematuro pero lento y fraudelento fallecimiento, otra chica de Etiopía cuyo nombre nunca llegué a aprender a deletrear porque nuestra relación, adulterada como era de esperar por mi correspondiente angustia vital, fue efímera y decepcionante. Eso sí, que sepas que fue ella quien me dejó a mí por un futbolista alto y cántabro con cara de leñador brutalizado. Actualmente comparto mi intrascendente congoja con una chica pelirroja que quiere ser escritora y que acaba de ser expulsada de un convento de clausura. Cuando por la mañana compartimos en la cama la prensa y ella lee en bajito los titulares de mierda, yo diría que se la nota en la cara que le gustaría volverse al puto priorato. En fin, como no me apetece aún verla con hábito (en el dormitorio es otra cosa; eso ya lo sabes tú), me he atrevido a confesarle con cuántas mujeres he compartido mi proceso subjetivo de decadencia orgánica. Quién sabe, tal vez sea porque soy consciente de que me estoy muriendo y de que el único
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rostro que me apetecería ver en mi camastro del hospicio sería el de una mujercita fiel y sencilla como ella. Me voy, me estoy muriendo. Siempre te he querido. ¿Y tú?
Gracias por todo.
Albertito Einstein, soy libre y me muero) (Diose cuenta Gauguin una semana antes de tomar tierra (todo le llegaba tarde, como los chistes que se escuchaban involuntariamente en la barra de cualquier bar anónimo) aquí, en el infierno, y después de haber vivido treinta años en aquella nación quimérica y remota a la que muchos, con una insistencia siempre patatera causante de jaquecas existencialistas de tratamiento nulo; diose cuenta, señalamos, que la única patria que el sapiens sapiens leído merecía citar era precisamente la que se fraguaba en la cocina y, con acotada suerte a menudo, en algunas de las historiestas que firmaba la familia de uno cuando ésta ciertamente tendía a arrancar más sonrisas que llagas en el esófago. En el cargante infierno sobraban los familiares, pero solo había una cocina; licencia para explotarla reservávase exclusivamente a aquellas almas que en vida terrenal no sabían o habían insistido como peleles en negarse a freir un güevo porque para eso se habían inventado los esclavos y la servidumbre encadenados físicamente o moralmente. “¿Adónde va usted, Adolf, con ese gorrito blanco tan lindo a lo toque blance? ¿Nos prepara a sus paisanos de la 4993 unas empanadillas?”, soy libre) (Isabel estaba convencida de que el tipo de literatura que más le convenía a Fogwill (¡qué inocentes éramos todos antes de la apocalipsis! ¿A quién se le podía haber ocurrido que escribir sería aprovechable? Una tortilla de patatas servida con un pedazo de pan fresco lo superaba) era la que se presumía (seguíamos con las cándidas especulaciones) fabricada en la nada. Pero no en la nada de don Rogelio, la cual no era otra cosa que una porción espiritual ilimitada y presuntuosa ideada para que el sentimiento de culpabilidad impuesto nos negara el desarrollo de cualquier forma de libertad intelectual que no cuadrara con la que este señor de sotana y sus devotos compadres habían elegido para nosotros desde muchos siglos antes de que descubriéramos que la peste bubónica, por ejemplo, no la transmitía un angelito guarro y sedicioso, sino las putas pulgas y piojos que Speedy González cobijaba debajo del sombrero. No, ella se refería a esa otra clase de nada que olía mal, sabía a pan rancio, pasaba frío también en primavera y compartía techo con seres que llevaban nuestros apellidos y que eran conscientes de que, a ratos, una ladilla podía creerse incluso más agraciada que los genitales velludos que la hospedaban. El autor, por su parte -estimo que es la que nos debería interesar-, no tardaría en averiguar que si quería sentirse alguna vez agusto con lo expulsado sobre el papel debía primero abandonarlo todo para así entregarse desnudo a la exasperante llamada de la puta selva de la palabra. Dejó un primer trabajo vagamente remunerado, cierto, y se plantó inocentón en la ciudad más tonta del universo con un saco de dormir, un jersey de lana gorda (claro, nadie le había contado nunca que cuando se es pobre las polillas no te pasan una), un libro de Kafka, cuatro cuadernos, tres lápices Masats y una navajita patética para afilarle la boca a esa herramienta divina sobre cuyo carboncillo habría de recaer la responsabilidad ética de mantenerlo activo, escritor y vivo. ¡Tremendo compromiso! Sería ahora oportuno concluir que nuestro pelele, cayera la década que cayese, viviera en la ciudad en donde viviese -espero que a sus decendientes no les moleste si insinuo aquí que yo siempre he creido que Fogwill no salió nunca de Chamberí-, él siempre se mantuvo fiel a sus principios y, como escritor, nunca quiso ganar dinero ni que lo colocaran a modo de enchufe en un curro fijo. No, creeía imperativo, y no me pregunten por qué, llegar a sentirse lleno y reivindicado si se le ofrecía la oportunidad de vez en cuando de, por ejemplo, echar a patadas de casa al Cobrador del Frac, o de entrar en las librerías más casposas de la ciudad a robar los libros, de segunda o la mano que fuese, de aquellos escritores y poetas que él admiraba porque le parecía evidente que ellos también habían necesitado alguna vez materializar sus fantasías más decepcionantes sobre el folio de la puta nada apestosa y piojosa, soy libre) (Nota tras cuya lectura se debe admitir que este cuento es impublicable si una se atiene a que: a) no se cuenta con el permiso del personaje mencionado en ella; y b) el mundo ya se acabó. Ganaron los de siempre. Los
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ricos y los políticos no leen, digan lo que digan. NOTA: Cuando una planea meticulosamente el asesinato de alguien (¡ya estamos con las trivialidades) antes debe analizarse hasta la extenuación por qué consiguió la bofia arrestar a la mayoría de todos los presuntos culpables de otros homicidios recientes similares. Por muy infalible que parezca, el método que se usará carecerá de relevancia estética y criminal si la asesina no ha estudiado hasta la saciedad todos los errores cometidos anteriormente por otros asesinos dentro o fuera de la escena del crimen. ¡Pero quién le habrá aconsejado a usted que pagara en la frutería con billetes manchados de sangre, señorita Hindle! Yo me atrevería a asegurar que la técnica que se vaya a utilizar no puede ser nunca la protagonista; la total eliminación de pruebas y el encubrimiento de todo aparente motivo que haya inducido al asesinato, sí. No debe olvidar nunca la homicida que la mayoría de casos se resuelven porque se ha cometido un error garrafal, y nunca porque los agentes del orden involucrados y los detectives correspondientes de la Sección de Homicidios hayan destacado alguna vez por su envidiable nivel de perspicacia policial. En mi caso, siempre que elaboro un plan de asesinato, me encierro un par de semanas y estudio noche y día aquellos delitos recientes penados con la pena capital que pudieran parecerse en contexto y narrativa factual al que tengo en mente acometer, prestando atención mayoritariamente a la causa del arresto más que a la técnica empleada por la malechora en cuestión. Eso es algo que Arteche y yo compatirmos: pasión por el examen absoluto de los hechos. Por otro lado, y doy por finalizada ya la charla, la asesina perfecta (la excelencia no deberíamos otorgársela únicamente a las santos y a las futbolistas) ha de tener siempre en cuenta el fastidioso hecho de que las técnicas empleadas por la policía forense van mejorando progresivamente, por lo que resulta vital familiarizarse con ellas y, quizás, incluso aventurarse a presagiar lo que en un futuro no remoto el progreso podría facilitarnos en ese apartado, reimaginando para ello nuevas técnicas potenciales de investigación que pudieran ser adoptadas durante ese período de su vida en el que ella podría todavía imaginarse libre y con vida, fue libre) (Temblaba. ¿Quién? Temblaba. En público. Imaginé que élla andaba dando una charla en una universidad. La de California. Sí, mujer, sí. Esa que lleva el nombre del filósofo. ¿La conoces? Berkeley. Y ella temblaba. Facultad de Ciencias Aplicadas y Tecnología. Sudaba. No entiendo bien por qué. Nada podía fallar. No era la primera vez. Con el micrófono era una experta. Los alumnos de tercer curso se rifaban los asientos del auditorio. ¿Pero por qué estabas tan nerviosa, fuck? Daba las presentaciones sin papeles. Se las aprendía de memoria. Se lo había copiado a Margaret Boden, su profesora de antaño de Filosofía de la Inteligencia Artificial en la Unversidad de Sussex. Sudaba, recordaba ahora aquella vez que, en un seminario, la Boden la ridiculizó en público porque había estornudado y no se había tapado la boca durante aquella expulsión convulsiva de aire y mocos frágiles. Sudaba, y sabía que le olerían las axilas y que tendría que esconderse en el lavabo de profesores después de la presentación para lavarse el sobaco con agua templada y jabón. ¿Pero por qué sudabas, imbécil? No lo entiendo, ella no necesitaba ni aislarse ni concentrarse para organizar los apuntes. Los sábados se sentaba en cualquier terraza y preparaba la siguiente sesión mientras se bebía una copa de Cast & Coast sin hielo. O dos. O tres. Fumaba mucho, eso es incuestionable; pero otros catedráticos se inyectaban esteroides y se ponían nuevo pelo, y nadie se atrevía a decir absolutamente nada. “¿Qué les molestara a ellos que yo me eche un pitillo?”. Era su despacho, coño. Más seguía temblando. Vivía de premios, de ensayos repetitivos, charlas en facultades afiliadas y dos o tres libros publicados anualmente por la editorial de la facultad. No se podía quejar. Joder. Hostia. Me cago en la puta. En un informe del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas se estimaba que en el conflicto bélico del Yemen ese año morrirían aproximádamente unas 377.000 personas. Un 70% de los fallecidos serían niños de menos de cinco años de edad. Y ella seguía temblando, cojones. Y a veces la invitaban a la televisión. CNN. CBS. ABC. Al Jazeera. Su opinión contaba. Le hacían caso. Si trabajara en Holywood sería uno de los actrices mejor pagadas. Para joder siempre lo escribía con una única ele. Holywood. Algunos colegas se lo recriminaban. Ella se encendía otro cigarrillo y decía que el infierno solo se había ganado el ser deletreado incorrectamente. Seguro que la conoces. Su nombre debería sonarte, si es que es del todo cierto que no te ha apatecido nunca irte al otro
309 mundo luciendo cara de Mula Francis. Por favor, no me hagas repetirte otra vez que hay que leer más. ¿Sabes a quién me refiero, verdad? Menos mal, qué susto me había llevado. Ya nos imaginamos que se la había visto salir de copas con Lennie Tristano y Tilda Swinton. Sí, hombre, sí: la actriz ésa tan pálida que salía en las películas de Jarman. ¡El de Wittegenstein, hostia! Ya, ya veo que no es suficiente con leer libros. Por curiosidad, ¿cuándo fue la última vez que visitaste un museo? También se dejaba ver con Janet Sobel, Hrabal y Khaled al-Asaad. Ya ves, me gusta citar a gente que tú posiblemente no conozcas. Seré pedante, mas Francis... no podrán decir nunca que lo fui. Temblaba. ¿En qué año se había pasado la prohibición de fumar en los auditorios o en las clases de los seminarios académicos? ¿Le preguntaron a ella alguna vez si estaba de acuerdo? Negativo. Se calculaba que, para el 2030, más de un millón y medio de yemeníes habrían muerto ya si seguía el conflicto armado. “Y a vosotros de veras que os molesta que yo fume?” Temblaba. Nunca se la había visto hacerlo de esa manera tan obvia. Sudaba también, como era lógico. Pero eso ya lo hemos sugerido antes. Todos los alumnos y profesores asistentes nunca lo entenderían. No. Nunca. Never. Porque. Cómo iban a comprender ellos que ella. En un lapso de mierda. De veinte o treinta segundos. Aprovechando que le daba un sorbo generoso y lento. A un vaso de aguna mineral cristalina e hiponuclearizada. Pudiese de alguna forma. Vaguear en ese preciso momento mentalmente. Por otros lares. Intelectuales o no. Y presentarse. Casi por instinto. En una de esas putas zonas ocres. De la mente. Donde una se enfrenta irremediablemente. A cuestiones exclusivamente profundas. Yo añadiría. Si me lo permiten. Que perniciosas también. No. Nunca. Never. Porque. Cómo iban a entender ellos que ella. María. La Zambrano. Después de dejar el vaso sobre la superficie de la mesa que le habían asignado. Ya sabría. Que la única respuesta a la pregunta que ella se había hecho. En aquella demarcación tan macabra de la mente. En ningún momento podría. A) compartirla. Ni con A´) los asistentes a aquella charla académica. Ni con A´´) su mujer o con sus dos hijos ya adolescentes; Ni B) creer en la respuesta que más cómoda podría dejarla. “¿Quieres que no tomemos un descanso?”, le preguntó con un tono discreto el decano. Como vio que ella no decía nada la agarró con suavidad del antebrazo y la sacó de la sala mientras ordenaba al catedrático suplente que continuara él con la presentación. “¿Pero de qué voy a hablar yo ahora?”, imaginaban un 79.7% de los alumnos e invitados que el sustituto se preguntaba. “Pues de lo que te salga de los güevos. Pero haz algo porque el precio acordado por la matrícula no se justifica solo, fuck”. Ella, la María, aprovechaba el efecto reconstituyente, casi de naturaleza de dibujos animados, de la brisa que entraba por el ventanal de la sala de visitas para preguntarse qué ovarios le había pasado a ella. He de admitir que yo nunca me hubiera hecho una pregunta así. He de confesaros muchas otras cosas. Pero no me atrevo. Y por esa misma razón me lancé a escribiros este cuento. Hace tres años. Cuando todavía vivía Philip Seymour Hoffman. Y los chavalillos de Palestina podían. Más o menos. Hacer travesuras en la calle. Como digo. Dudo que yo me hubiese hecho nunca una pregunta parecida. En la zona lúgubre del cementerio cerebral. Por ejemplo. “¿Qué ocurriría si de un sopetón?”. “¿se nos borrase el pasado?”. “¿y solo viviésemos de esos instantes?”. “¿que el presente -descarten el futuro; la inexistencia de un pretérito inhabilita su existencia- nos concede arbitrariamente?”. Yo creo que sería lógico pensar que no habría amor. Porque está claro que los recuerdos ya no existirían. Y una cosa tan simple como el tumbarse en la misma cama para sobar. O el preparse un piscolabis (pisco, “pedacito pijo”; labis, “boquita aristocrática”---> esto tampoco lo recordaríamos), o hacer caca, lavarse, frenar cualquier impulso sexual o pelearse (“¿Qué explicación tiene que esta persona me dé un azote y aquella otra prefiera ignorarme?” “Ninguna, ¿no ves que no existe un pretérito aclaratorio?” “Yo solo veo lo que puedo tocar”), conllevaría un nuevo, exhaustivo e inmediato proceso de aprendizaje que nadie lograría dominar por carecer referencias y tiempo. El rango de expectativa vital de las efímeras es de un día. ¿Nos sentiríamos como ellas? Cuentan que en el capullo sobreviven más de un año. Yo, personalmente, conozco a varios capullos que no superarían ese prolongado aislamiento. Ni de coña, tendrían que salir de su casita de seda y plantarse en la puta calle para darle el coñazo a cualquiera cuando se les presentase la primera ocasión. Un pajarillo amarillo de alas azules y blanco
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el rostro se posó en el marco de la ventana. Y le dedicó una canción. Parecía una balada. Lo tenía claro. Ella no creía en Dios. Quedaba descartada. Pues. Cualquier intervención divina. Ambas criaturas de la naturaleza se miraron a la cara. A ella le parecía que había entendimiento. “You speak English?”. Inquirió el pajarillo amparador. Estaba claro que se trataba de un herrerillo común. A mí me encantaría poder imitarles ahora a ustedes el sonido de su canción. Tsii-tsii-tsii. Tsii-tsii-tsii. O algo parecido. “¿Que hacemos con la profesora?” “No sé. Que baje la enfermera y le recete algo. Pero antes llama a su esposa y que la venga a recoger”, soy libre) (Martes, 14 de julio, 2042. East Street, Epsom. Si mi reloj análogo no me mentía (solía hacerlo, y por eso yo seguía estancado profesional y socialmente), eran las 6:35 de la tarde. Llovía, ¿para qué modificarle el clima a aquella intratable región? Me habían dejado solo en el apartamento, y eso me ofrecía la misma dualidad situacional de siempre: la positiva, que me colocaría en la mano una botella de Bodegas Caro que me iba a beber sin tener que soportar las miraditas suspicaces de la gente sana del planeta; y la otra, la negativa, la cual no me dejaba otra opción que la de saber que yo tendría que aislarme en el estudio para enfrentarme de una puta vez a este manuscrito inacabable. Al acabar mi segunda copa de Amancaya sauvignon abrí el cuento por la página 143 con el bolígrafo rojo que utilizaba para corregir mis penurias semánticas, o para odiarme, si lo desean. Pues bien, ¿a quién vi entre los recuadros vacíos de mi cuento? “Posbien”, vi a Arteche y, por una vez en la puta vida, el cántabro parecía que se me asomaba a la página indiferente y reposado. ¡Qué equivocado andaba mi único lector! Encontrábase nuestro amigo repasando unas notas tumbado en la hamaca del jardín de un chalet adosado que había comprado, si no recuerdo mal, en el otoño del 2038, en Cotolino, Castro Urdiales. Limpio por fin de todo vicio pretétiro (nuestro ritmo de vida tiende a demacrarnos justificadamente, nos gustaba afirmar a los dos), rememoraba a la tumbona (¿de veras creen ustedes que existe un manera mejor de lidiar con el pasado?) ciertos episodios sombríos de su última etapa, antes de darse por “jubilao”, en la capital del infierno terrenal (si van a visitarla algún día, que sepan que como mejor se la recorree es siguiéndole la pista histórica a su gris Támesis.) 102 de Duckett Street, un edificio abandonado que controlaba la Mafia Shqiptare albanesa y en el que se alquilaban habitaciones a distribuidores de fiar y a consumidores de hábito parcialmente controlado de tina (cristal mentanfetamina), coca, éxtasis y heroína. Arteche dominaba el negocio, esto ya se ha especificado anteriormente. Antes de contar fajos de billete con una sonrisa un pelín peligrosa, era fundamental, se dijo Arteche la primera vez que pareció sonreirle la fortuna de las permutas atípicos que nunca podrían cotizar en bolsa, entender que si al mundo del caballo le sobraba gente herida era porque en el de su prima lejana, la tina, no escaseaban nunca personas inseguras que siempre estarían dispuestas a pagar cualquier cosa por colocarse. Nunca llegó a entender, aunque le importaba poco, seamos justos, ni las consecuencias ni el origen de dicha correlación que se había planteado tiempo atrás. No, lo único que le interesaba a él, como eficiente distribuidor que era, era conocer y respetar dicho dato, porque cuando algún conocido de los negocios intentaba recomendarle un nuevo cliente o un camellito de mierda, veía que era fundamental analizar esa parte delatora del alma del individuo que solía quedar expuesta antes de cualquier venta o trapicheo para evitar así cualquier decepción fiscal futura. “¿Cómo? ¡Que te han robado lo que te llevaste ayer! ¿Y cómo cojones piensas pagarme lo que se me debe? No te quiero ver más por aquí. La próxima vez que te vez nos vamos a comunicar tú y yo a puñetazos. Lárgate o te coloco encima a los albaneses, fucking cunt.” Que entre ahora en la escana narrativa el típico psicólogo de pacotilla: ¿Por qué mentimos todos? A veces para no joder a la parienta, a veces porque somos unos mimados de mierda y nos apetece que nos regalen lo que obviamente no nos merecemos, a veces para parecer más chulos de lo que la realidad nos cuenta que somos o seremos nunca con objetividad pasmante, y a veces, para eludir cualquier situación física o social peligrosa, coño. ¿Y cómo se nos caza a los metirosos del copón? Veréis que no sabemos sentarnos rectos o quedarnos quietos durante el proceso de elaboración y comunicación de la trola, que algunos se tocan la oreja, auqnue yo prefiero el toqueteo napial, que se respira a una velocidad delatora, que cambiamos de tema como Narciso cambiaba de pareja, que esa voz que usamos ya no es lo que era cuando todavía podíamos presumir
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de ser santos, que cualquier bola soltada apenas va acompañada de una expresión emocional generalizada de boca y ojos, y que si no me crees a mí tú no me ganas a la defensiva, capullo, aunque parezca ridículo mi comportamiento; y que sudamos excesivamente poque por algún lado tendría que salir la tensión, ¿verdad? Y que entre ahora en la escena el polígrafo: Aunque lo chinos, como en prácticamente en todo, ya nos aventajaban en esta disciplina con diferentes métodos prácticos empleados cuando se hace necesario averiguar si algún cabrón miente o no (en el infienro me contaron una vez que al sospechoso los jueces chinos le metían arroz en la boca para ver si le secaba o no mientras demostraba su presunta inocencia), se puede admitir que fue un cerdo gris de la policía californiana que se hacía llamar John Larson quien, allá por 1921, empalmó todos los cablecitos que había que colocarle al puto aparato que, aparentemente, iba a medir por primera vez cambios significativos en la presión sanguínea y el pulso cardíaco del presunto delicuente. Dicen que éste caco último se llamaba como yo, Naranjito, y que lo habían acusado a él y a otros dos sindicalistas del acero de dinamitar el edifico de ese periodicucho de mierda, extinto ya, gracias a Lucifer, que se llamaba Los Angeles Times. Pero volviendo a Arteche, conservaba él un polígrafo de la marca Terry Mullins en la esquina derecha de su mesa de trabajo. Cercano a éste, una foto enmarcada de Noelia y él juntos en el templo siciliano de Segesta, y, un poco más a la izquierda, una cinta cassette del primer álbum de John Prine. Just give me one thing that I can hold on to, to believe in this living is just a hard way to go... Arteche utilizaba una vez al mes con todos sus clientes el famoso detector de bolas. “Venga, venga, Boris. Síentate ahí y remángate la camisa. No me sudes en el despacho porque me vas a dejar un tufo a Baron Dandy y etanol desalcoholizado insportable. No, ya sabes que los pantalones no hace falta que te los bajes... Veamos... ¿Es tu nombre completo Alejandro Boris de Eiffel?... ¿Has tenido este mes algún tipo de inetrcambio a modo de conversación con la bofia?... ¿Resides en Brightweird Manor?... ¿Has vuelto a cortar mi cocaína con matarratas?...” Arteche nunca suministraba los fines de semana. Demasiados nenes jugando a la pelota en la calle y fisgoneando en el edificio. “Oiga, cerdito: me parece que en esa casa de enfrente hay gente mayor haciendo cosas sucias.” Cuando necesitaban una “ampliación” de capital porque la mercancía original había sido encautada y se buscaba, pues, en otros lares no controlados por la familia siciliana de turno, aunque el precio de compra se le triplicara, sacaba su lista de taxistas paquistaníes y bengalíes y repartía la droga entre los que eran de fiar, es decir, aquellos que en sus ratos libres de tentación solo probaban el canabis porque, al parecer, a su Dios éso no le molestaba tanto. Había trescientos mil taxis en la capital del infierno en la tierra, un 93% de éstos conducidos por taxistas del subcontinete indio: las matemáticas no fallaban nunca. Cuando la mercancía le llegaba sin problemas desde la tierra del coñazo de Pavarotti, imponía la austeridad entre sus camellos oficiales, prohibiéndoles el uso de carros llamativos y de cualquier otro tipo de lujo visible que diera la nota en aquella zona de trapicheo poblada de perros pulgosos irrecuperables , a menudo chivatos prolíficos. Si el cliente o el camello aparecía intoxicado se le devolvía con un cate o una coz por el mismo sitio por donde había entrado, además de aplicarle una multa o suplemente económico extra con el siguiente pedido. “¿Pero ya no te acuerdas que la semana pasada le añadimos un 10% al precio final de tu nuevo pedido? ¿Acaso necesitas que te refresque la memoria con la punta de mi bota? En este despacho solo entra bebido o colocado John Prine, ¿te enteras?” Definitivo, sí que lo entendían, como había comprendido también Arteche que el único objetivo que tenía era salirse del tema en cuanto hubiese ahorrado la cantidad de pasta que necesitaba para retirarse en un chalecito en el cantábrico y para comprarle a Noelia la licencia del pub que ella regentaba en Londinium. Si a ésta no le molestaba, también le pagaría la matrícula del internado privado de Kensington al hijo que ella había tenido conmigo. Por supuesto, nunca mantuvieron ningúna relación sexual. Y es que a él se le rompía el corazón con probada facilidad. No, mejor volverse armario y entenderse con las polillas y la naftalina. Los domingos por la noche, Arteche contaba con la Casio HL-815L las ganancias de la semana. Separaba un tercio de lo acumulado para la compra de más género y repartía un bono entre aquellos camellos más discretos que habían conseguido el número más alto de nuevos clientes fiables y también entre aquellos que
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laboral y sexualmente a niños de varias nacionalidades secuestrados principalmente en playas mediterráneas. Sí, Arteche se manejaba de puta madre con el bate de béisbol. De joven jugaba en el equipo de la barriada, o, si quieren, digamos que cuando era un chaval algunas de las vecinas estaban bien hartas de los peleles de otras vecinas porque cada semana caían rotas dos o tres ventanas y nunca daban ellas a acertar quién carajo había sido el resposanble de aquellos actos violentos furtivos ya que, siempre que asomaba la camocha la persona damnificada por el vidrio roto, ahí abajo ya no quedaba rastro de nene vivo a quien acusar y exigirle reparaciones. Mientras recordaba aquellas jornadas de beisbol infantil urbano y la cara de espanto de una de las inquilinas de la rua, la señora Segura, vecina ilustre y cotilla del piso tercero, mano derecha, Arteche se dijo, por otra parte, que si le llegaba la oportunidad y no fuere necesario usar el bate, tal vez sería mejor usar la estrangulación con cualquier adulto que se le aproximara sin haber notado todavía su presencia dentro de aquel chalet. Nunca había usado ese método antes y tendría que perfeccionarlo rápidamente, ojo. Anotó en su cuaderno mental: ¿Claves de una estrangulación perfecta? Por la noche iba a conectarse a la red eclipsada e impenetrable para perfeccionar su búsqueda. Descubriría que había múltiples métodos de ejecución estrangulatoria, siendo tres de las más exquisitos, a su parecer, la estrangulación frontal a dos manos, la estrangulación guillotina y la estrangulación diagonal. Mas él se daba cuenta de el uso del bate iba a ser inevitable en algú momento. Rápido y certero, joder. Pac, pac... ¡pac! ¡Siguiente!, soy libre) (Has de saber, hermano Diego, que ciertos ídolos de nuestra adolescencia fueron quedándose por el camino. Quizás, éso ya demostraba desde un principio su flojedad intelectual o moral. Yo escuchaba con frustración enfermiza cómo intentan ellos en vano expresar su inocencia, reivindicando para ello posicionamientos supuestamente personales que a la mayoría no dejaban de sonarnos casposos e irracionales; argumentos todos rridículos con los que pretendían justificar episodios personales pretéritos y vergonzos de los que, al parecer, nunca antes habián necesitado sentirse culpables. Cuando caía una entrevista en los medios (por lo general cadenas de radio que solo se escuchaban en todas esas grandes ciudades dominadas por un mercado bursátil, o en las gasolineras y en las aldeas que aún conservaban cura y romería) de su boca seca salían las típicas teorías apadrinadas anteriormente por el estereotipo de mente ultraconservadora que obviamente temía que los tiempos modernos pudieran dejar atrás, en el olvido histórico necesario y regenerador, esos mismos postulados suyos que ya no tendrían sitio en la mentalidad de la población moderna y democrática. “¡Coño, si es que ya no se puede decir subnormal ni maricón!” A nadie pudo sorprenderle, entonces, que el Padre Miguel intentara desprenderse en un plis plas -Fogwill, ¿se escribe junto o separado?- de toda su colección de discos y libros semiautobiográficos de Naranjito, regalándolos, porque le parecía un insulto vendérselos a nadie, en la zona vintage del Mercat dels Encants. Poco tardó Anacleto en hacerse con la citada colección de álbums y cuadernos impresos. A nuestra ciudad no le faltaban mentes jóvenes aparentemente creativas que creían fundamental para formarse léerselo y escucharlo todo. Yo los pararía bruscamente en la calle y les daría un sopapo. “¿Pero qué te pasa a ti? ¿No ves que solo hay que leer lo que no te han recomendado nunca?” Ni puto caso. Le dio cuatro duros de propina a nuestro vendedor de recuerdos semánticos y musicales tullidos, y tan contento que se fue él con sus libros y discos bajo el brazo a dar un recital poético en una sala vacía. “¡Si es que eran otros tiempos!”, podría él haberme contestado. “No”, me encantaría haberle replicado, “una teta o un codo sí que han sido siempre lo mismo.” Ahora me los imagino a los dos, Anacleto y Naranjito, gritando desde el otro lado de la acera, antes de doblar la esquina: “¡Pero si es que ya no se puede decir negro ni tortillera!”, soy libre) (Ya es la hora de la cena. Sobre la bandeja de aluminio oxidado la dueña de la pensión ha colocado 63 años de frustración social. ¿Qué hay para cenar esta noche? Lo que Dios quiera. Es una lástima que Él se sienta también decepcionado; todos comeríamos mejor y más sano, creo sinceramente. -¿Sabías que en la entrada al infierno hay un cartel con letras negras sobre fondo azul que cita unos versos de Rosario Castellanos?-le pregunta Liszt al tío Nicolás. Éste cuenta las moscas que se rifan las migas de pan seco del mantel. -No, ni me interesa. He salido de la habitación a cenar, no a hablar con nadie. 314
-La verdad, yo siempre me imaginé que usarían amarillo sobre rojo -insiste el húngaro. -Y yo que usted ya estaba muerto. -Pues fíjate que solo ese rótulo -apuntala Liszt- y los cuatro tomos de lectura chicle y pastosa de la biblioteca de la planta 1434, sala XIX, son la única literatura allá arriba permitida.
-Pásame la sal y cállate la boca de una puta vez -sentencia sin acertar mi tío. -Pero ese detalle no me molesta. Lo que sí me toca las pelotas es que solo se le haya permitido allá arriba a Adolf tener cuartillas y lapicero. -Pelotudo de mierda. ¿A ti nadie te explicó en casa que hay que saber respetar los silencios en la mesa? ¡Si es que así comienzan todas las guerras, hostia! -Y claro -matiza Liszt-, allí nadie da nunca explicaciones. -Mejor así. Todos calladitos de una puta vez. -Os voy a dibujar en esta servilleta un boceto del cartelito de la entrada. Lo dibuja. Nadie, excepto yo, le presta atención. Sin decir ni una palabra, miro de reojo mientras le hinco el diente a la chuleta. ¿Cómo podría yo describíroslo? Lo voy a intentar: sobre un recuadro vertical del tamaño de una servilleta de papel plegada y dibujao en tinta negra, se ve, aunque parezca un sinsentido, un cielo rosa ocupando dicho rectángulo. En la esquina superior izquierda, un palo de tamaño sifilítco sostiene un cartel azul sobre el que se han escrito en negro unos versos de esa poeta que dicen que es mejicana. Me los aprendo de memoria para repetírmelos esta noche cuando me retire a mi cuartucho a superar la madrugada sudada y sobada. Creo que las rimas dicen así, y perdónenme si se me escapa alguna falta de hortografía: Pero si hes necesaria huna definicion para hel papel de hidentidad, hapunte ke soi muger de vuenas hintenciones i ke e pabimentado hun kamino directo i facil hal hinfierno. Ahora quiero que me dejen contarles que kualkier falta de estímulo intelectual siempre e savido kompensarlo kon huna memoria grafica. De nada me a serbido, heso hes cierto. Hisabel siempre me lo rekriminaba después de acostarse conmigo. “Mi garrulillo no quiere mejorar.” ¡Porké no le abré echo ha hella kaso nunka! Las noches de agosto en esta ciudad son hinsoportavles. Ha beces kreo ke llo lla hestoi muerto, pero ke me kuesta kreermelo porke no me gusta pensar mucho. “Si te molestaras un poquito, te enchufaría en la editorial.” Creo que en el otoño me vuelvo siempre más hinteligente. Me salen planes y me paro delante de los escaparates de las librerías a mirar livros y precios. Como soy un hortera os voy a contar que cuando baja la temperatura las lágrimas se sekan casi solas. No entiendo porké, no tiene sentido, soi livre) (En el 2031 a mí me parecía razonable contar en esta página que mientras pintaba a bostezos (dice la RAE que la casmodia es una abnormalidad perniciosa que consiste en bostezar con asiduidad espasmódica) en Madriz el retrato de Margarita Teresa de Austria, Velázquez se preguntaba, entre otro millón de cosas que daría vergüenza contar aquí, desde cuándo nuestra sonrisa dental había dejado de ser un asunto facial estrictamente personal (incluso los novios aceptaban sin rechistar) y se había convertido, pues, en un tema colectivo que le permitía hasta al más tonto de todos los tontos (les matizo ahora que siempre ha habido más de uno) expresar públicamente su opinión sobre el deplorable, según ellos, estado de la dentadura ajena señalada. Mientras mezclaba por última vez para ese preciso lienzo esmalte azul y ocre marrón, el sevillano creyó haber encontrado la respuesta a su disparatada, o no, pregunta: Lo que sucedía es que, desde aquel fatídico día en que la Red Ampliada Mundial permitió, porque le convenía comercialmente, que se dejara de impartir ciencia y cultura entre su macropopulacho (este término era de Diego) adicto, sustituyéndolo con una dosis digital casi exclusiva de propaganda estética o belleza personal a exponer exclusivamente en público; desde ese puto día, repetimos, por clara contaminación popular, todos empezamos a pensar que solo aquellos ciudadanos que podían exhibir una sonrisa blanca, bonita y pristina se habían ganado el derecho a proclamar en la puta calle que ya habían triunfado en la vida, sin que entrara en ese planteamiento ningún tipo ecuánime de medición intelectual individualizable y lógico. Antes, le hubiese gustado al pintor haberle poder dicho a la Habsburgo, cuando los dentistas (técnicos dentales, no lo olviden. Nada más) no eran más importantes que un fontanero o un guardia urbano, se les visitaba, a lo sumo, una vez al año como
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mucho. Pero ahora, ya no: la caries o la asimetría dental, por ejemplo, son los nuevos analfabetos, por lo visto; son abortos peatonales que parece que no desean asimilarse porque nunca han comprendido que la primera y, prácticamente única, prioridad de todo ciudadano que quiera dejarse respetar en este mundo mundial digitalizado es ir con regularidad loable al puto dentista. ¡Pero qué haces tú ahí entrando en esa librería! ¡Tamaño inadaptado!, soy libre) (Era innegable, hasta cierto punto moral innegociable, imaginarse, porque a mí me daba la gana, que el poeta J. C. roncaba siempre que se quedaba sobado después de acostarse con alguien. Aunque se deconocía la causa de aquella vibración tan abusiva de los tejidos faríngeos de nuestro fracasado coplista después de cada cópula, a mí no me faltaban excusas para justificarlo, mientras seguía fantaseando, argumentando para ello que el muy desgraciado andaba tan tenso por la vida, o que se lo tomaba todo tan escrupulosamente en serio, que cuando conseguía por fin relajarse -al parecer ésto solo ocurría cuando follaba; posiblemente una vez al mes, según mis cálculos de figuración procedentes, y ya está-, de inmediato se quedaba dormido, momento éste que aprovechaba toda la tensión acumulada en su cuerpo para escaparse a roquidos por las vías respiratorias del turbado cuerpo de mi amigo. A Ella, seamos justos, esos ronquidos no la molestaban tanto: parecía haberse acostumbrado, lo cual, en el idioma hermético de las mujeres podía indicar que una alternativa real más atractiva había Ella encontrado para combatirlos o soportarlos, como mudarse, por ejemplo, temporalmente a cualquier otra habitación que pudiera haber quedado libre; en nuestro caso, el estudio del versificador en paro. Pero, espera un momento: entonces, si él no tenía trabajo, ¿de qué vivía? Yo qué sé, pregúntenselo a sus padres, ya se sabe, porque así ha quedado demostrado múltiples veces, que nuestros viejos siempre tienen la respuesta más adecuada a la mayoría de las preguntas. Yo, que soy padre de dos, también las tengo; mas elijo omitirlas porque su lectura provocaría decepción y, en casos no tan extremos, incluso suicidio generalizado. Hablando de irse al otro lado, así se le quedó a ella la cara y una generosa parte de la conciencia (no olvidemos, por favor, que ésta también queda moldeada por el tipo de recepción que ofrece la cabeza cuando se enfrenta a estímulos, aberrantes o no, tanto interiores como exteriores) cuando al servirse la última copa antes de quedarse frita en el estudio del organismo roncador leyó en uno de los cuadernos, presuntamente dejados abiertos, de su novio, la última parida de éste en prosa poética, pero menos, muchísimo menos; la más reciente, decimos, gilipollez “elegíaca” -¿Qué quieren? Los sinónimos y yo estamos agotadísimos. ¡Ya solo nos salen deudas y los tweets que nadie quiere leer!-que el poeta J. C. había, para más inri, intentado acompañar además con unos garabatos, también medianamente ejecutados, en amarillo, rojo y verde con los que se suponía que él deseaba representar la figura de un torero, de un cristo zamorano, a la Carmen Conde y a un emigrante argentino que tocaba el acordeón en el metro de la capital. A la media copa -discúlpenme que se lo cuente a ustedes, pero es que no tengo nada mejor que hacer-, leía Ella lo siguiente. Santigüénse: “El trabajo que se hace en el retrete está cada vez más mecanizado. Si yo no viviera en este apartamento lograría humanizarme un tanto. Quién sabe, tal vez incluso aprendería a planificarme mejor. De momento, dependo del inodoro porque a él le debo mi puesto de trabajo y las vacaciones en el pueblo. Me gustaría también contarte que, siempre que me acuerdo de ti, la vida se me cae por el wáter. ¿Cuándo me atreveré a cambiar de marca de papel higíenico? Creo que por éso me dediqué a la música y a la poesía, porque se cagaba menos y al culo no se le otorgaba tanta importancia, pues. El día que me sienta querido de verdad buscaré un trabajo en cualquier otro lugar que no me güela a lejía. Cuando era chiquitito mi papá me compró una vez una escobilla y a la mañana siguiente me escapé de casa. No le volví a ver más. Sé que él también abandonó poco después aquel piso del Parque de León Felipe donde todos habíamos falsamente imaginado alguna vez que viviríamos algún día en completa armonía (¿por qué lo escribirán con hache los ingleses de mierda), y que él sé busco la vida vendiendo periódicos falsos en Montevideo. Mas todo esto no debería importarle una mierda al lector. ¡No entremos en guerra, caballeros! No, mejor hablamos ahora de esencias y sustancia. ¿Cómo suena una palabra clave, por ejemplo? Suena como el sonido de una cisterna cuando se duerme en la habitación de al lado. No me atrevería a describíroslo de otra manera, porque
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seguramente acabaría contradiciéndome o sonando como Borges cuando elogiaba el idioma alemán pensando claramente con cara de Hobbes. Nieto como soy de uno de los miembros de la redacción de El Papel Higiénico, escribo estas líneas para aclararos algunas de las fétidas preguntas que se habían quedado flotando en el aire de la ciudad aquel fatídico año en el que cambié de empleo porque ya desde niño se me había antojado ser poeta de excusados solitarios...” La cuestión no es por qué nos acostamos con una persona que nos inspira apenas nada; no, la pregunta es por qué seguímoslo haciéndolo. Si es cierto que crees en la teoría de la evolución y en la puta selección natural, deberías replanteártelo. Ella buscó su ropa interior, se retocó los labios y salió de aquel piso a 5,7 kilómetros por hora. Como sabéis, la velocidad promedio de una sapiens sapiens que no esté muy loco o que no vaya a firmar al paro regularmente es 0, 7 kilómetros por hora menos que la que Ella llevaba ahora, soy libre) (Khaled, las cosas ya no hacen ruido. Quiero decir todo lo que usamos diariamente. Aunque estemos en el 2078, yo me esperaba que ahora harían mucho más ruido al ser manipuladas o sobadas. Cuando yo era un chaval, todo lo que a diario usaba, tocaba o me regalaban siempre hacía ruido cuando se utilizaba. Te regalaban una cinta de Boston, la desempaquetabas y hacía ruido, la sacabas de la cajita y hacía ruido, la ponías en el estéreo y éste hacía ruido al encenderse y abrir su tapa. Lo mismo ocurría con el aparato de video, el teléfono de casa, todos los juguetes, los coches, las cocinas, el consolador... ¡incluso los primeros ordenadores hacían un ruido físico de la hostia! Pero claro, como ahora todo el sonido es digital -¡quién iba a decir que hasta los drones de la comida algún día no se iban a notar cuando sobrevolaban nuestras cabezas!- y solo se escucha por dentro, lo único que parece que se oye es la voz del humano, y ésto está claro que es abusivo e insoportable desde el punto de vista anímico y para la armonía en general. Parece que nos hemos amplificado, acústicamente hablando, si me permites la expresión. Cuando le explico a mi nieta Isabel que antes uno podía averiguar por qué planta andaba el ascensor porque hacía ruido al funcionar, se parte de la risa. Menos mal que ya no quedan ciegos, o que los pocos que quedan lo son por elección personal, como el Borges y el tío Nicolás; ¡yo así no podría soportarlo! Qué quieres que te diga. Me parece a mí que ahora solo se escuchan las guerras y a la vecina cotilla del tercero. Qué pena, ¿verdad?, soy libre) (Serge Chaloff, The Fable of Mabel. Diga lo que diga, él es un privilegiado porque, si lo desea, puede compartir aquí sus penas con nosotros. Sucede lo mismo con los escritores y los poetas. No entiendo de qué se quejan. ¿Alguien les ha explicado ya en qué consiste la terapia que sale gratis? Con los músicos, más de lo mismo; y también con aquellos pintores y escultores que deseen exponerse manualmente solo en el ámbito de lo abstracto. La figuración ya es otra cosa, con ella te crecen lombrices en el estómago y a nadie le interesa un pijo hoy en día que tú le vayas contando ninguna chorrada sobre tu último colapso gástrico.
ANACLETO: Tú lo has dicho, Noelia. ¡Exponerse! Éso no puede considerarse una ventaja.
Porque aunque parezca que no se les escucha o que no les ven ni los angelitos más democráticos del cielo, el mero hecho de haberlo redactado, o de haberlo tocado, pintado o esculpido ya puede considerarse como una forma, tal vez exquisita y certera, de aliviar la tristeza acumulada que con urgencia antojábase que debía ser compartida.
ANACLE.: Pero María, la Zambrano, también se arriesgan a hacer el ridículo, ¿no crees?
Bueno, eso solo lo hacen temporalmente. Una vez que el escrito o el poema cae en manos ajenas, comienza irreversiblemente el proceso terapéutico, por mucha vergüenza que se haya sentido primero al hacerlo público. Ahora bien, y no sé si tiene relación con esto de lo que hablamos, pero yo me pregunto ahora cuánta gente ordinaria, de esa que no escribe y que se asusta cuando ve una guitarra, no se habrá tirado por algún balcón al comprender que sus quejas nunca serían escuchadas. Está claro que suelen sobrevivir al impacto.
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-ANACLE.: Y al contrario, no me fastidies, Monja Lauren. Yo diría que el dolor acumulado parece que va gradualmente endureciéndoles el carácter. (Mola el disco ése que has puesto. No, hostia, ése no, el del chelo de Boccherini -¿se escribe con hache intercalada, verdad?) Y seguro que más de uno se ha preguntado alguna vez para qué leches iba a pasarle la factura de los de la funeraria al pringado de turno de la familia . Es más sano acostumbrarse a convivir con el sufrimiento, porque una hostia recibida a tiempo enorgullece, aunque uno tenga que dársela a sí mismo, como hacía la tía Milagros cuando se exasperaba con su hijo Daniel, ¿te acuerdas? Mira qué tenía gracia.
Por éso le cuento a usted, Queen Nzinga, que ellos deberían quedarse callados para permitir que la gente menos afortunada que fuese la que explote exclusivamente toda esa empatía que los angelitos terrenales nos aseguran que quieren ofrecernos.
-ANACl.: Entonces, mi querida Milagros, a todos les apetecería ser músicos o poetas. ¿No lo ve? Hipersaturación -perdóneme la expresión- de colectivos inútiles ya la tenemos en otros campos contemporáneos. ¡Fíjese lo que no está pasando con el periodismo!
Si es que en el fondo (como se recalcó ya a nivel “abisal” en el último cuento) el populacho creativo siempre ha sido muy egoísta y desagradecido. “¡Y qué quiere usted que le haga!”, exclamaba el flautista ése de mierda de las ratas, por ejemplo. “¡Si con lo que me pagan de músico no me llega ni para un bocata de calamares en La Ideal!” Creo sinceramente, señorita Ella, que deberíamos pasar una ley de fusilamiento holográfico y digitalizado que consienta el fusilamiento, como dicen los ingleses, “on the spot”, directamente de aquellos creativos con una manifiesta tendencia a hacer público su lamento. Como mínimo deberían perder una letra de su nombre y apellidos cada vez que expresaran su queja sobre el papel o en una entrevista. ¿Cómo se llamaba el patán ese ególatra que fue finalista del premio Satélite? Sí, chica, ése que presumía de haberse acostado con una mujer de cada continente -¡entonces por qué te quejabas tanto, hostia!- y que se molestaba del copón cada vez que el micrófono se lo cedían a otro desgraciado con mucho más talento que él. Ése, ése mismo, Noelia. Pues empecemos con él. Quítemosle tres letras a sus apellidos directamente. Y que no se ponga tonto que lo cancelamos como a los otros, soy libre) (El cuento de Leopoldo, de Augusto Monterroso Bonilla (nada le puede ir mal al universo cuando uno ha nacido en Tegucigalpa): Él si bebía, bebía bien. Digamos que profesionalmente, incluyendo en aqueste conjunto alcoholizado formulado, como puede imaginarse usted, despreciable lector, una resaca innegociable y una lista redactada ante notario de todos los problemas que su cogorza le causaría con la monja Lauren. Por eso, y porque era un tipo precavido casi insoportable, cada vez que iba al estudio de Liszt a final de mes a recoger manuscritos, si el viejo genio presuntamente húngaro le ofrecía un trago -no era innusual verle enmpinando el codo a cualquier hora del día-, él lo rechazaba e iba, como dicen los españoles que todavía creían en los cereales, directo al grano. “Maestro, ¿tiene algo para la imprenta?”, preguntaba desde la puerta que daba acceso al estudio del músico. “Pero siéntese, Fogwill, y tomémosnos primero una copichuela de Pálinka.” Os juro que nuestro abstenio programado nunca había logrado comprender cómo podía haber gente que cada vez que iban a una reunión con un superior se bebía una copa con éste a modo de aperitivo casual. ¿Cómo podía explicarle a quien no le molestara escucharle que, para él, era sufieciente con que el licor satánico le rozara el paladar para que en su cabeza de jabalí juergón el único pensamiento tristemente imparcial que lo azotara desde ese preciso instante fuera aquel que lo incitaba a calcular en qué bares de aquella puta ciudad iba él a continuar la pachanga iniciada con aquella primera copa cortés ofrecida? “Como mínimo”, se imaginaba él que se decía mientras simulaba hacerle caso a su superior, “cinco botellas sí que caen hoy.” Algo parecido le ocurría a nuestro Fogwill cuando escribía: apenas lo intentaba, mas si se dejaba de tonterías y sentaba su orondo pandero en su silla de autor incógnito, no lo daba por finalizado hasta que no se veía embriagado de lo escrito y
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medio arruinado anímicamente. ¿Les ha ocurrido a ustedes alguna vez idéntica cosa? “No insista, maestro. Sabe usted que mi confesión me tiene prohibido la consumición de cualquier ambrosía antiséptica.” Qué pedante era, se me quitan las ganas de continuar con este cuento, soy libre) (Quién lo iba a decir, hasta lo que parecía el negocio más rentable y seguro del planeta se nos fue al carajo. Pocos -yo diría que nadie, pero no me hagan caso porque conmigo sólo se cuenta cuando se me lee en historietas o en tebeos- eran los que se habían atrevido a presagiar el final de las funerarias. ¿Pero usted está loco o qué? ¿Cómo que dejarán algún día de cotizar en bolsa? ¡Si a todos los que componemos el mundo civilizado y capitalizable nos encantaría tener tumba en un cementerio! Ahora bien, ¿cómo podría explicarse, con rotunda objetividad, la citada bancarrota colectiva de las pompas funebres? Ya sabíamos, por mucho que algunos seguían empeñados en desempolvar la pala, que no nos quedaba más sitio bajo tierra donde cavarle un hueco a tumba alguna. Mas todavía existia la posibilidad de buscarse una cremación, ¿no? ¿Cómo, que también se habían cancelado las incineraciones de cualquier rastro anatómico humano? Entonces, ¿qué se hacía con los cadáveres? Ya sabíamos, también, que solo un 0,00031% de la población podía permitirse el capricho de enviar por cohete al espacio las rebañaduras de su extinta persona, y que, conociendo cómo éramos las personas, estaba claro que tampoco iba a salirnos económico buscar otras alternativas supuestamente asequibles como las ya extintas del enterramiento o de la cremación. La explicación que a mí me interesaba proponerles era la siguiente...
Se calló. Recogió sus bártulos y, tras darle un trago a su vasito de agura mineral, Levinas se colocó su chaqueta de pana marrón histórica, y abandonó sin despedirse la sala de conferencias. “¡Pero por qué se calla usted ahora! Hostia, ¿pero no venía a clarificarnos la desaparición de la Pompa? ¡Pero no se valla -lo soltó con ele doble-, coño!” Se fue, decimos. A una minoría no le importaba; buscarse ligue en el portátil para esa noche les resultaba más entretenido. El resto, especifiquemos que un 91% de los asistentes, quédose con cara de besugo perplejo porque les parecía claro que esa parte del cerebelo que se dedicaba a la reflexión y la especulación nunca iba a aclararles ya: 1. Por qué quebraron todas las funerarias; y 2. Qué tipo de alternativa se le habiía encontrado, entonces, a las formas tradicionales de eliminación o ocultamiento bajo tierra de cadáveres. Por mi parte, no me atrevo a omitir que hubo al final cierta frívola tendencia a encontrarle explicaciones alternativas desempolvando para la ocasión tomos sagrados que ya nadie recordaba. Ya saben, que si un tal Noé (descendiente de alquien a quien habían llamado Set y que por lo visto era hijo del primer dibujo animado que pisó la idea Mundo) había asegurado que conocía un continente deshabitado donde podrían mudarse y empezar de nuevo, y demás, etc., etc. En términos estrictamente relativos, esa moda resultó ser más bien pasajera. Quienes disfrutaban del espíritu académico era lógico que preferían sufrir la duda a resolverla con sucedáneos. Me parece que lo entiendo, amigas, sobre todo porque llevo tres décadas escribiendo cuentos, soy libre) (La hermana menor de Dios, Lydia Parra, moría a las 2 de la mañana del 31 de diciembre del año pasado en una habitación sin número ni puerta del Centre Hospitalier Emile Mayrisch, o Mayrich, Luxemburgo (leamos una reseña holográfica: “Un hospital terrible. Llevo esperando tres horas. Les da igual si estás vivo o muerto. No se lo recomiendo ni al más desgraciado. ¡No me puedo creer que este centro pertenezca al Grand Duché de Luxembourg!), precisamente un par de horas antes de habérmela yo inventado para darle un espacio en este cuento, así por así, tal y como se come una un helado de tarrina a las 4 de la mañana aprovechando que la acusación particular duerme y que una no tiene ni tiempo ni ganas de sentirse culpable consigo misma, solo con el universo, Dios y, en fin, la genética, que, por si lo desconocíais, lo cual no debería molestaros, la verdad, es una bifurcación académica que examina ambas herencia y mutaciones de los monos que se afeitan por la mañana y defecan en los bares después del almuerzo, o, si lo prefieren, es una bifurcación de la biología que culpa a los genes y a mi marido de habernos dado un hijo tan feo, aunque listillo, o de hacernos a mi esposo y a mí responsables directos y únicos de la transmisión generacional, por folleteo y mandato cuasi institucional, de ciertos atributos o peculiaridades físicas tristemente incorregibles porque es que
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una, ni es rica ni se puede convenir que lo vaya a ser tampoco a largo plazo para pagarle una hipotética entrada de mierda a esa clase de cirujano estético, o como hostias se diga, que supuestamente se especializa en ese tipo de transformaciones plásticas faciales y corporales que la hacen a una sentirse mejor con el mundo que constantemente la escrutina y le exige que cambie un poco, mujer, ¿no ves que no puedo encuadrarte? (¿pero esa expresión no se usaba antes solo en la fotografía y la pintura?), y yo, si estuviera borracha y héroe, respondería, simplemente para confundirles porque es la única manera que sé de, de, de ganar a algo, que si a mí no me cuadra nada simplemente debe serlo porque siempre se me escapan todas las personas menos la sombra, obviamente porque algo habrá visto ella en mí (en su día también lo descubriría Lydia, lo cual, tal vez me proponga yo contárselo a ustedes alguna vez en este cuento) que las otras cucarachas humanas no tienen o no saben exhibir, sí, algo habrá visto ella, quizás mis deudas y mi infidelidades alternativas (solo los dias pares o cuando llueve en esta ciudad artificial y traicionera), o quizás los kilogramos de grasa sobrante que yo ocasionalmente he estado dispuesta a compartir con algún necesitado, pero no puedo negar que haya personas más guapas y útiles que sueñan con mi sombra, y es por ello que siempre he intentado guardarme mi secreto, porque no me cuesta preguntarme cuánto estaría dispuesto a pagar el más malvado de los cacos por hacerse con mi inextinguible tesoro fraternal, aunque sea cierto que no exista todavía ningún ladrón profesional y académico que haya conseguido aclararnos si cuando se asesina para robar una sombra adversaria ésta no se va directamente con la persona letalmente ultrajada a la tumba, ¡como si todas las poetas en paro, oye, entraran solas en el ataud o en el horno crematorio digital!, y, claro, todas estas conjeturas en vías de desarrollo ocupacional, metafísico o paranormal (cito algunas de las divisiones de la especulación), incluída la de la atribulada y solitaria muerte de Lydia en tierra de banqueros casposos y de joyas ostentosas ridículamente confiscadas de guerra en guerra, son valoraciones de juicio que espero que ustedes sepan apuntalar algún día o siglo digital, mis queridas y únicas lectoras, que tanto admitiré yo una invitación a una copa para charlar sobre el tema que el envío de ensayos mecanografiados cualesquiera sobre el tema que propongo a doble línea y en formato clásico (¡la caspa es cuestión de todos!) DIN A4 (en el cole de monjas lo pronunciábamos todo junto), quedando claro, como siempre se ha mantenido, que cualquier falta de ortografía detectable actuará por sí misma como factor auntomático excluyente. Así se acaba este cuento. Todo lo perdurable carece de sombra. Streaming Tale of the Shadow, Evelyn, el Waugh, soy libre) (En esta novela, el rastro que dejaba la enajenación al ser tratada con severidad era la clave. Fallecidos o no, ya habían sido identificados todos los culpables del crimen literario. Por otra parte, esencia fundamental de la narrativa de ella era la desaparición voluntaria de aquellos personajes que, en principio, se habían negado a comparecer ante el juez, el Illmo. Sr. Salvador Espriu y Castelló. Quisiera concluir esta nota añadiendo que nunca conseguimos encontrar prueba alguna con la que se pudiera haber relacionado a ninguno de los acusados con los hechos y delitos tan pésimamente relatados en este cuento, o novela, o alejandrinos, y que el móvil principal del crimen fue, aparentemente, la lógica necesidad de aprender a escribir bien de una puta vez, evitando a toda costa abandonar la tarea si el autor o la autora había sobrepasado las cuarenta cuartillas rellenadas ,como ya se había hecho anteriormente, porque en el bar de abajo lo toleraban a uno/a o una nueva serie televisiva reclamaba nuestra exclusiva y leal atención. Firmado: Naranjito, soy libre) (Cada año cumplido lo celebraba a escondidas quitándose uno. Llegaba el 31 de diciembre y a la problemática cuenta, Khaled al-Asaadle restaba lo que él presumía le correspondía. Seguía, como os podéis imaginar, lo que en el argot de los suspensos se conoce como progresión aritmética, si no me equivoco. La otra, la puta progresión geométrica causante de tantos suspensos estivales, la ignoraba por razones que aquí no vendrían a cuento, nunca mejor expresado. Lo que uno no entendía bien era por qué no se había dado cuenta todavía de que si seguía restándole progresivamente un año en público a su cuenta parcial (llamemos “original” a la cuenta que señalaba la cifra total objetiva de años que iba cumpliendo) algún día iba a quedarse sin años que especificarnos cuando nos lo contara en el bar. ¿Qué excusa se inventaría? ¿Sería su explicación
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medianamente convincente o intentaría hacerse el inocente como acostumbraba cuando la cerveza le salía gratis (a los tipos sellados a la barra que nunca leíamos un libro en casa nos gustaba la arqueología, y éso sabía explotarlo él para apenas tener que soltar un centavo al descorchar la botella) porque también lo era la generosidad del contertulio? “Verá, usted, caballero Borges. Yo, desde este fin de año, tengo -1 año. Ni puedo serle más objetivo ni me apetece dejar de ser un descarado. Y no, no será necesario que usted me imagine a mí como un proyecto de bebé que ya habla o como un capricho familiar y sexual de unos padres de espíritu quimérico o iluminado.” Como yo nunca sabía callarme la puta boca porque para eso me obligaron ir al colegio quince años, se lo comenté hace un año cuando salíamos del Regio de ver la última chorrada cinematográfica de Yorgos Lanthimos. “¿Pero tú no te das cuenta que el próximo año tu vida calendaria será finalmente inexistente?”, o algo parecido. “¿No te preocupa?” “A mí solo me inquieta”, me contestó mirando al cielo abrasado de Mugardos con tanta indiferencia como la que mostraba en ese preciso instante mientras se subía una bragueta notoriamente vaga, “ es que a mi edad mis lectores lleguen a pensar que mi obra es claramente escueta.” En la Rúa Peteteiro, una manada de ratas civilizadas se disputaban sin llegar a las falanges (fachas los había por todas partes allá arriba, seamos honestos) el cuerpo disecado de una paloma. El calentamiento global sí que era una realidad fácilmente cuantificable. Nadie quería ya dudar ni de si impacto progresivo ni de su edad histórica avanzada y perfectamente calculable, soy libre) (ya sabía yo que te estabas quedando dormida pero éso no me impedía a mí el que me apetecía contarte aunque era consciente de que no me podrías escuchar porque los dos sabíamos como ya había quedado claro que yo ya estaba muerto qué era lo que pensaba yo sobre lo que me habías “preguntao” antes de liquidarte mi botella de absenta gauguin puro ajenjo y alcohol y porque deseaba explicarte a su vez mientras te acariciaba en la cama tu larga melena rizada y jugaba con el pulgar con tus dos pezones rosados que para mí todo lector apasionado o estaba bien rollizo o era flaquito ya que nunca existía el término medio y si él o ella iban por la vida de gordos eso era porque pasaban un extenso número de horas al día sentados leyendo y si por el contrario eran flaquitos (personalmente nunca había conocido a un ricachón de mierda que leyera más de dos horas al día) lo era debido a que lo poco que tenían se lo gastaban en libros y solo comían cuando los invitaban o se encontraban restos de un papeo en la calle como ya te había contado que hacía yo en lille cuando compartía sobras de patatas fritas y mayonesa cortada con las palomas de aquella ciudad tan deforme y fíjate te dije que nunca hubo lectores profesionales que andaran pasados solo de unos kilitos de “ná” porque eso era imposible ya que era condición indispensable para ser lector ávido lector perito haberse jugado la vida leyendo esos mismos libros con los que podíamos habernos pagado un bocata o una lata de sardinas a lo panero y porque era condición esencial jugarse la vida almacenando incuantificables depósitos de grasa en las arterias del corazón mientras uno/a seguía leyendo hasta quedarse sobado un día sí y un mes entero también en vez de estar activo o hacer ejercicio físico que no intelectual con aconsejable regularidad ¡lucifer mío cómo me estaba costando eso que yo intentaba contarte añorada geli! lo que siempre tuve claro era que ninguno de esos dos tipos de lectores compulsivos quemaban grasa alguna uno porque no las tenía y el otro porque la silla le había prohibido ejercitar la musculatura ¡mira que me encantó contarte también aquella noche porque yo estaba seguro de que no lo sabías que cuando moría alguien que pertenecía a esa clase de lector pasaba directamente a ser alojado eternamente en la sala de fantasmas y lectores distinguidos de la biblioteca nacional correspondiente y digo yo ahora es decir hace diez años en tu dormitorio de la casa en el gueto judío de roma que algún contacto habría tenido que haber entre esos hidalgos fantasmas y erutidos y los guardias de seguridad que patrullaban por la noche las salas de esas selectas bibliotecas porque si no sería un desencato como ya lo había sido y sigue siendo comprobar que lo primero que intentaba e intenta bombardear la aviación nazi o la de cualquier régimen fascista uniformado o no son nuestras bibliotecas nacionales fundamentalmente por dos motivos primero porque nuestros amigos anoréxicos y gordinflones debían darse por aludidos y segundo porque yo siempre te quise que era y es lo mismo que pensar que es esencial para todos esos hijos de la gran puta ultras iniciar la barbarie amenzando física o
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anímicamente al humano soñador que solo se siente cómodo cuando lo/la dejan perderse entre un millón de líneas consecutivas grabadas con amor, soy libre) (NOTA: Hoy no me apetece escribir. NOTA: Tampoco me apetece bajar al bar. NOTA: A pasear solo salgo cuando me envía un correo la editora. NOTA: Pregúntate cuándo fue la última vez que leíste más de diez paginas seguidas. NOTA: ¿Cuándo fue la última vez que leí y no me aburrí? NOTA: ¿Y cuándo la última vez que te fuiste de vacaciones? NOTA: ¿Y cuándo la última vez que tuviste dinero para salir con las amigas? NOTA: ¿Desde cuándo no te llaman? NOTA: Ellas no tienen la culpa. NOTA: Yo sí. NOTA: El simio también la tiene. NOTA: Él es el único responsable. NOTA: ¿Pero de qué?: NOTA: De que a Diego Velázquez me lo internaran en Auschwitz-Birkenau y a mí en el horno de la literatura. NOTA: Pero yo podía haber acabado la carrera. NOTA: Podía haber ganado dinero. NOTA: Haberme comprado un piso y regalado un Timex por la prmera comunión a mi niño. NOTA: ¿Quedan funcionarios en el planeta? NOTA: Podía haberme presentado a las oposiciones al cuerpo de funcionarios como aconsejaba papá. NOTA: O al de artillería. NOTA: ¿No será que eres una vaga y no te atreves a admitirlo? NOTA: No seas vagas. NOTA: Escribe. NOTA: Sabemos que hay música que te estimula y que te plantea quedarte dorminda ante la cuartilla. NOTA: Bob Vylan, Humble as the Sun. CORREO: A la atención de la señorita Isabel Shvarts. “Querida Isabel: ponte en la piel del narrador...” NOTA: Yo me pondría en su caso. Por desgracia no es el mío. NOTA: Es mi cumpleaños y llueve en Bristol. Mi nene me pide papel higiénico a gritos. NOTA: Prefiero escribir. NOTA: Escena sexual entre Adolf, la nieta de Wagner y la otra señora mayor de pelo canoso que aparece en una fotografía del libro de ¿? ¿Cómo se llamaba la vieja? NOTA: Pregúntaselo al CyberStock. NOTA: ¡Cúantas veces voy a tener que repetirte que no se trataba de la nieta del compositor! NOTA: Vuelve a conectarte al The Jewish Chronicle. NOTA: Es gratis y no te obliga a aceptar esas putas galletitas digitales que espían todos tus movimientos y frutaciones sexuales. NOTA: Estimulada. Voy a a escribir. NOTA: Siegfried era el hijo de Wagner. NOTA: Homosexual. Enamorado de Adolf. “¡Qué ojos más lindos tiene!” NOTA: ¿Pero éso no lo había dicho su esposa Winifred? NOTA: Ay que ver cómo eres, Isabel. El alcohol te está aruinando la memoria. Deja de privar y apúntate al gimnasio de la esquina. NOTA: Siegfried se casa con Winnie para ocultar su pecado mortal. NOTA: Helene Bechstein y Winifred Wagner. Wini hace de enfermera y sigue las órdenes de Helene. NOTA: “Entra, Adolf. Te estábamos esperando.” “Qué día mas feo hace, ¿verdad?” “¿Estás cansado?” NOTA: Sacro Imperio Erotizado Romano Germánico. NOTA: Múnich. Plaza de Marienplatz. NOTA: “Ponte ese albornoz de la butaca y túmbate debajo del piano”. NOTA: Usa más sinónimos, vaga. NOTA: Vaga de mierda. NOTA: Usa el Corripio del 94. Editorial Herder. NOTA: ¿Te acuerdas? Te lo regaló tú mamá cuando le contaste que querías ser escritora. En aquel paquete por correo certificado internacional también iba El derecho a la pereza, de Paul Lafargue (podéis descargároslo gratis en fichero pdf en proletarios.org), y una estampita de Nuestra Señora de la Divina Providencia, patrona de Puerto Rico. NOTA: Sexo masculino. Sexo viril, s. fuerte. Pene: Verga, falo, miembro, sexo priapo, órgano viril, métula. NOTA: Helene le ordena a Winifred que traiga un pañal, polvo de talco y una palangana con agua templada. NOTA: “Ahora cierra los ojos y deja que mamá te lo lave.” NOTA: “Porque el Fürher es indomable y solitario, y solo se compromete con su pueblo. No pueden verlo con niñas. Pero nosotras te cuidaremos siempre que lo necesites.” NOTA: Mi mamá también me regaló un ordenador portátil Compaq. Me lo trajo mi hermano Anacleto la primera y última vez que vino a verme a Bristol. “Deberías buscarte un novio. Así no se puede vivir.” NOTA: No podía soportar que su hermana también escribiera. NOTA: Sabía que yo lo hacía mejor porque había renunciado a todo para dedicarme exclusivamente a gastar papel y robar libros de segunda mano. NOTA: “Ya sabes que la vieja te echa de menos.” NOTA: Que la cuidara Monseñor Escrivá. NOTA: “Yo también escribo, ¿sabes? Aunque el trabajo y los niños casi no me lo permiten.” NOTA: Si me gustara conversar, le hubiese especificado que los personajes de tebeo no suelen escribir. NOTA: Pero mi única intención era verlo largarse cuanto antes pues yo únicamente pensaba en meterle mano a mi nuevo procesador de textos y “paparruchas”, como decía el cura Rogelio cuando se le juraba que no se había pecado
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esa semana. NOTA: Lo primero que escribí en mi nuevo trasto cibernético fue una comedia bilingüe de un solo acto: St. Peter´s indigestion. NOTA: Simón bar-joná (“pelele de Jonás”) entraba en el cielo con cara de gallo tricefálico (una camocha por cada negación). NOTA: Su dieta, rica en pez crudo, le causaba ataques de colitis aguda. Ni siquiera Dios se atrevía a regañarle. NOTA: “Mira que güeles mal, Pedro.”, hubiere sido una afirmación pertinente en dicha ocasión. NOTA: Iba a estrenarla en noviembre de aquel año en uno de las pocas salas independientes de la ciudad. NOTA: Pero Ramón, el director y único productor de la misma (un gitano del Salobral que cantaba en el Cuarteto Calavera) le pidió un adelanto a la dueña del local y ella nos mandó a todos a la mierda, incuido el hipotético público. NOTA: Pedro Simón podía dormir plácido, mientras reivindicaba a su manera, es decir, la del gas intestinal, supongo, un pedacito del enclave celestial en el que había pensado abrir una discoteca. NOTA: La poesía y la novela no me causaban semejante dolor de cabeza. NOTA: “Ya está, mi niño. Ahora déjame que te seque y te vas a dormir. Winnie se va a quedar aquí a tu lado. Cierra los ojos, amor, y duérmete. ¿Te toco una canción? ¿Cuál te gustaría escuchar? ¿La canción de cuna de Brahms?” NOTA: Guten Abend, gut´ Natct, mit Rosen bedacht, mit Näglein besteckt, schlupf´ unter die Deck... NOTA: Sí, Anacleto también escribía. No tardó en demostrármelo por correo eletroencefalogramánico, soy libre) (Libro de las terminales ferroviarias especulativas, AnacletoGonzález. Editorial El Argentino Secreto, S. A. Primera edición: mayo 2001. ISBN: 71269. “Aunque a nadie parezca interesarle ya, el cuento no desaparecerá nunca. Ni hablar. Permanecerá allí, en su esquina preferida de la madriguera del olvido, compartiendo asma y polvareda con ratas y sombras, mientras espera serenamente a que regresen los dinosaurios y que levantemos nuevas escuelas alrededor de una hoguera. El aspecto más reconfortante de toda guerra nuclear o de todo cataclismo natural global es el interés que suelen demostrar algunos de los supervivientes en volver a concebir un lenguaje con el que se pueda relatar, de forma un pelín exagerada y onírica a todo aquel que se preste a escuchar, una versión adulterada de los acontecimientos pretéritos. Entiendo que el género de la ciencia ficción aparece décadas más tarde, porque la fantasía, queridas lectoras, nunca sabrá adelantarse a un cuento; porque la fantasía, ni eres tú ni se molesta en demostrártelo”, soy libre) (DESCRIPCIÓN A NUESTRA MANERA: A dos kilómetros del chalet, SUCORE (Sucesores de Conservas Revuelta Hnos, S.L.). A veinte minustos, el Aeropuerto Seve Ballesteros. Como las descripciones nos agobian, seremos breves y la apuntalaremos comentando que el recinto tiene seis dormitorios, jardín, piscina privada, barbacoa, garaje y un frontón, y que parece ser está ubicado a 50 metros de la playa del Reguetón. Sí, lo han oido bien, Reguetón. Cerámica y armarios horteras, toallas blancas y limpias, mesa de ping pong exterior e interior, tablero profesional de dardos en el comedor colocado por los actuales inquilinos con dos alcayatas que nunca supieron valorar los principios lógicos de la gravedad, 3 televisiones de 55 pulgadas y escaso contenido cultural, cinco rosales en el jardín que plantó la tía abuela Ermensinda un mes antes de la Campaña de Santander, y poco más que nos apetezca contarles. Procedamos ahora con la única descripción interesante. Empecemos: dependiendo del turno de entrada y salida, entre cuatro y cinco adultos paleo-balcánicos habitan la casa, permaneciendo uno de guardia a todas horas en el balcón de la primera planta. Una señorona rubia de 1m 77cm que asegura contar con un carné de auxiliar de enfermería, aparece en días alternos para regalarle pastelitos de clonazepam a los cuatro niños y una niña de edades comprendidas entre los cinco y los nueve años que duermen, juegan y lloran en tres de las cinco habitaciones con baño de la planta de arriba. Sorprendentemente, no hay perro guardian. La piscina parece que se limpia sola y el jardín que sabe autopodarse automáticamente, sin que sea necesario la presencia semanal de ningún profesional que asome la jeta para cuidarlo y, como bien es sabido y ordenan la naturaleza, el clima y la entomilogía, darle sentido a aquellas particularidades naturales y artificiales que puedan enriquecer la estancia y la percepción estética de nuestro recinto vacacional. Arteche entraría de madrugada colándose por la parte baja de la valla que limita con su jardín. Ha notado y anotado que el centinela (indudablemente más borracho que atalayero) que hace guardia en el balcón solo se despierta por la noche cuando le pica un mosquito, o para fumarse un pitillo o
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o cambiar de posición en la tumbona. La táctica consistiría en saltar la valla y empezar a subir las escaleras que llevan hacia esa terraza justo dos minutos depués de que el canalla dejara de rascarse, o de que apagara su cigarrillo y hubiese adoptado finalmente la posición correcta que le demandaba su anatomía de vigilante aficionado que prefiere quedarse sobado. Nosotros eligiríamos la estrangulación de judo por la espalda. Okuri Eri Jime, nos apetece llamarla. Ni sangre ni gritos de alarma, por favor, soy libre) (La protohistoria es un desahogo. Nadie se conoce enteramente a sí mismo. Tú tampoco... Pepe Gotera se exilió en Francia cargando, felizmente había creído él, con un Kafka y sin un duro en un monedero que le había regalado su mamá Milagros por Reyes ese año. Fifty-fifty, porque erró claramente con la lectura que había elegido. Mucho mejor le habría ido de haberse llevado un Mairena. Ya lo saben: ese inquilino de la memoria que era un experto en pedicura moral y en el eficaz empleo de estropajo y lejía cuando se antojaba esencial levantar bibliotecas en los estercoleros geográficos que las moscas milenarias de la burguesía hacía gala de controlar. A Kafka se le leía mejor en las masacres del ladrillo de la cosmópolis. Preferiblemte en una calle en la que, al anochecer, se pudiera ver desde el bancón de la pensíon la boca del metro y el cementerio correspondiente. Cuando al año cogió Gotera el transbordador que unía en millas náuticas Calais con Newhaven, ya sabía él que en Inglaterra sí que iba a sacarle provecho a las cartas y las meditaciones del desmoralizado perito de seguros checo. “¿Y está usted seguro, caballero Balusek, que ese dedo índice que usted dice haber perdido en la fábrica no le faltaba ya de nacimiento?” Desmoralizador. El chasco del insecto. Antropomorfismo en la oficina... La primera vez que Pepe Gotera se emborrachó en Londres, eligió el único local donde se tenía constancia de que Francis Drake habíase emborrachado también alguna vez: The Old Thameside Inn, junto al muelle, por si apetecía salir a dar la vuelta al mundo en barco o a nado. La primera vez que se emborrachó en Londres, confirmó su sospecha. “Caballero, ¿le importa si comparto esta mesa con usted?... Qué buen día hace, ¿verdad?... Vivo solo, con dos gatitos y un loro de la Australasia que nunca falla cuando copia y repite los insultos que me salen cuando tengo una pesadilla... ¿Sabía usted que, por asunto de negocios, una vez tuve que alojarme en la misma planta del hotel de Brighton el día que le pusieron la bomba a la Maggie?... Cambié mucho. Mi mujer se fue con un director de una funeraria y desde entonces vivo solo... Mejor así, no me gusta que me laven la ropa interior... ¿Y de dónde dice que es usted?. ¡Ah, Cadís -acentuado excepcionalmente-! ¡La casa de putas del Primer Duque de Wellington!” “¿Sabe lo que le digo?”, se le oyó chapurrear en un inglés bien apocado a nuestro Gotera. “Todas las ciudades están sobrevaloradas. Lo único que me interesa de ellas es -¡si la hay!, porque a veces cuesta aceptarlo- su gente rara, esas personas que son se cortan y me hablan, nada más conocerme, de parricidos y barrios fantasmas bombardeados, de niños salvajes que dominan el mercado bursátil y poetas que se ganan limpiándole las botas al enemigo; de gatos que se comen el cadáver de su dueño y de locos que van envenenando a los gatos de la ciudad porque a su difunta madre se la comió una pareja de gatos birmanos. ¿Me entiende? ¿Sí? Entonces permítame que le convida a una. ¿Qué bebe usted? ¿Le apetece acompañarlo con un chupito de Kilchoman sin hielo?... We´ll sing him down with a long, long roll, where the sharks´ll have his body and the devil have have his soul..., soy libre) (El mejor momento de la lectura es la interrupción, Popolo: el niño que entra a preguntarte si alguien ha escondido las galletas; tu pareja que quiere saber si te apetece ir al cine esta tarde; la vieja que te llama para cerciorase de que ella sigue viva; el chucho que desea contarte con el rabo entre las patas que ha vuelto a ver el fantasma de Espríu en el pasillo de casa; un amigo al que odias que viene a devolverte ese libro que ya habías dado por perdido porque ni te acordabas de que se lo habías prestado allá cuando los americanos iniciaron la guerra moderna; un correo electrónico que te envía el personal hastiado de la oficina; la sirena de la bofia, siempre accidental y exagerada: el vehículo acorazado de la basura, desleal y patoso; el ahijado de tu vecino de al lado, que jura que va a aprender a tocar la guitarra eléctrica a la misma velocidad a la que tu amigo te juró que te devolvería aquel libro prestado; el hambre, aunque suela atacarte poco si la lectura es güena y te has olvidado temporalmente, pues, de que solo con páginas uno no puede sostener los caprichos de la anatomía más tripera... Sí,
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extrañable amigo: no hemos conseguido aún superar el encanto de la interrupción. Y es que sin ella, las personas no se casarían nunca, ni tendrían hijos a los que mantener con cara de frustración inclasificable, ni trabajos chistosamente remunerados que ya se odiaban a la edad adolescente cuando uno empezaba a preguntarse qué cojones quería hacer en la vida, con su vida, coño, o con lo poco que le habían dejando de ella los famosos elementos desestabilizadores de turno; ni habría dioses con cara de chispa epiléptica, ni noticiarios en la sobremesa grabados en letras rojas sobre fondo negro, etc., etc. Sin esa suspensión de una lectura deseada, añorado Popolo, el mundo sería un hastío. ¿Sabes por qué? Porque tengo la impresión de que todos aprenderíamos a hablar de lo mismo, lo cual, y aquí es donde jode, implicaría que ya no habría necesidad de hacer preguntas ni de buscar respuestas. ¿Lo entiendes?, soy libre) (NOTA REGIA INNEGABLE – SE APARCA LA QUIMERA, LA IDIOTEZ: Solía elegir para leer aquellos bares en los que podía augurar que sobrarían mesas vacías. Otra clave consistía en averiguar antes de perdir la primera consumición cuánto tiempo tardaría el mandamás en exigirle que se abonara la consumición y se dejase libre la mesa ocupada pues ella solo podía ser trabajada por clientes glotones con una tendencia diaria casi inextinguible a consumir bebida y papeo económico a raudales. “Caballero, váyase usted al parque, que aquí no se viene a leer. De sus libros no vive la hostelería.” Si hubiese tenido él alguna vez en su puta vida ganas de discutir, lo cual, ha de especificarse que a nosotros se nos antoja bastante similar a tener ganas de vivir, le habría contestado al gerente de la cantina que el bar de al lado, el del Julián, a él le había durado doce novelas, siete libros de cuentos, una antología de Levinas y tres cuartas partes de su divorcio; si alguien, por otra parte, quizás la del incordio porque con ella se rellenan cuentos y meses, le hubiese preguntado su edad, él respondería sin apretar el culo que tenía 37 años y cuarenta y nueve bares. Cuando quebraba alguno de los locales con los que ya se había tristemente familiarizado, menguaba también un poco más su vida. Es lo que más echaba de menos el poeta J. C. de Oklahoma: allí los bares duraban toda la vida, aguantaban cinco mandatos presidenciales, y a uno lo dejaban en paz, siempre y cuando, claro, no abriese la boca más de lo negociado y no se le notara su acento sospechosamente extranjero. Y ya que estamos con el tema, aclaremos que, además de tener que dar los buenos días en la oficina donde parece ser que trabajaba a tiempo, digamos que, “selectivo”, lo que más le agobiaba a él de esa vida de facturas y ladrillo fácil entre cucarachas era sentirse obligado a buscar otro bar o cafetería cada vez que le cerraban o le echaban de uno. Aseguraba él (y nos vamos ya que baja por la Diagonal nuestro autobús) que en casa solo leían los coroneles retirados y las monjas que se habían salido del convento. Nunca nos ha apetecido confirmar tal conjetura. Tal vez porque pensamos que él se comportaba, simple y llanamente, como un personaje de cuento: aunque le sobrase chifladura, siempre carecía de espíritu imaginativo. Esto último nunca se lo hicimos saber, era libre) (A ver, venga... rapidito... así... así se hace... y ligerita.. ligerita de equipaje... presta y veloz... como la lagartija... que sabe que los peleles del descampado... le van a cortar el rabo... “Niño, ¡déjala en paz, jodé!”... grácil... etérea... corres hacia la estación... Dice el encargado de este cuento que cree que fue Semprún quien escribió... “Esclavo sudando en campo de trigo. Una manada de dobermans lo persigue”... Una de Max Roach... Quizás As Long As Your Are Living... un blues acelerado, tempo 5/4... ¡Vámonos, coño, que viene el ogro!... Corre, corre... Cruza el puente de Azarquiel... No te pares. Que le den por culo al Tajo... Nunca te han interesado ni los ríos... ni las ciguüeñas que anidan con total impasibilidad, como si la vida no fuera con ellas... ¿Cuánto cuesta un billete a Madrid?... Y de ahí a Barajas... Y del aeropuerto a Londres... Y luego ya veremos... Pero el viejo ya no te volverá a tocar... A arrastrarte de la melena por el pasillo de casa... “¡Pero cómo te atreves a decirle a don Rogelio éso!”... “¡Me vas a matar a tu madre de un disgusto!”... “Y éso no te lo consiento yo!”... “¡Antes te parto el alma, desgraciada!”... 175 pesetas... 30 minutejos... Billeta de ida... Nada más... “Que va contando la loca de tu hija que yo la toco”... “Mira, Noelia. Como vuelvas a acusarme de éso te meto de monja, subnormal”... No te preocupes más, ya lo tienes. Siéntate y relájate. Seguro que todavía están durmiendo. Y deja de llorar, chica, que vas a llamar la atención. ¿Ves ese tren que viene por allí? Uno más y llega el tuyo. ¿Tendrás suficiente con lo que les has robado para el avión,
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verdad?... Yo creo que si fueras a ver al tío Nicolás, él te soltaría una pasta... Sobre todo porque ya sabemos que odia a tu padre, aunque nunca diga nada... Además, vas a tener tiempo de sobra en la capital antes de tu vuelo. Piénsatelo, él te agradecería la visita. Estoy convencido de que si le cuentas que te vas a Londres, se sacará la billetera. Que no te dé vergüenza, ¿vale?... Ya sabes, como decía tu directora espiritual: “La timidez solo es buena para no pecar”... Otra hija de su madre. ¿Te acuerdas cuando le contaba tus pecados a tu vieja?... “Oye, ¿tú no andarás escapándote por las noches, no? Porque como me vuelva a enterar de que lo haces, se lo cuento a tu padre y ya verás”... Ahora sientes que les has traicionado un pelín. Mejor dicho, lo sienten tus dudas, que son idéticas a las que tenemos todos, parecer ser que desde que abandonamos la caverna porque los hijos se nos morían con una facilidad intratable y tal vez la solución consistía en conquistar otras tierras... otros pueblos... otros niños... otros cuentos. Nosotros deberíamos acabar éste con una de Arvo Pärt, soy libre) (Suponía yo que a Boris ya le había apetecido contar en otro cuento parecido a éste -un plagio descarado, no lo duden. Él había exclamado: “¡Si son solo migas, niño! ¡Solo migas!”- que su única patria era la cocina de casa y lo que le sobrara de realidad sonora transportable al corazón a una cualquiera de las cintas de cassette que solía rescatar él del trastero cuando se sentía o creía solo. Para evitar el sonrojo ajeno, omitiremos a los músicos o bandas implicadas directamente. Como él había muerto hacía ya 43 años y, por lo tanto, de su boca resecona poco o nada se podía emitirse por la vía acústica que hubiera podido sobrepasar el nivel medio de escucha eficiente, suplicaba él entonces que alguien le prestase la voz -escribir quedaban ya pocos que siguieran haciéndolo sin cobrar- para añadir -”añadirle”, sería más apropiado- de alguna forma y siempre en voz alta, cómo no, a ese concepto de la patria tan personal y más bien sencillo suyo, también la imagen de un frutero honrado que temblaba cuando le llegaba el pedido de nueces porque sabía -lo había pagado él, obviamente, y esa era la única forma de “saber” cosas, aparentemente- que habían sido recolectadas en tierras alienígenas en donde la mano de obra era siempre bastante más económica o, si lo prefieren, bastante más explotada y desesperada. Y, es que, en ese pedacito de tierra preciosa de su país donde antes se recogía la nuez y del que él, frutero inocente y lógicamente patriota, en más de una ocasión o borrachera había fardado, hacía siglos que los campesinos ya habían desaparecido y, como se estilaba comercialmente, había sido también suplantados progresivamente por una sartá de anuncios publicitarios en pantalla digital macroscópica claramente visibles desde los suburbios de todas las ciudades de tamaño considerable. Por último, había exigido asimismo Boris que se explicara en las escuelas -¡Qué infeliz! Nadie quedaba ya que pudiera comunicarse con los muertos del infierno ni que osara confesarle que el último colegio operativo cerró en el 49- que, en lo que él consideraba su patria, todo lo que sabía un burro, por inercia de clases el caballo lo ignoraba con conveniente desdén. Nunca supimos -¡sabimos!- encontrarle ni la gracia ni ningún significado relativamente convincente a esa petición de la clase macaco hundido, soy libre) (Estimulábamos a nuestros jóvenes a escondidas para que nos contaran lo que sus padres nunca se habían planteado divulgar. El Pequeño Saltamontes era tonto y estaba claro, por lo tanto, que resultaba lógico haberle permitido casarse y montar una familia. En nuestra medida, lo que pretendíamos algunos con nuestros sermones públicos era... Pregunta: ¿qué pretendíamos con nuestros sermones? (Silencio). “Profesor”, atreviose a señalar Diego Velázquez, “creo que lo que usted quería decir es que...” “¡Usted cálle la boca, niñato!” El Sistema había conseguido finalmente colarse en las aulas, y en la Jefatura de Estudios no hubo cambios hasta que expulsaron, ochenta años después, al agüelo del Pequeño Saltamontes. Lo que es indudable, por otra parte, es que yo recuerdo con mucho cariño esas clases matinales en que se proyectaban cortometrajes del Pájaro Loco. Quizás porque yo si que estaba loco. Cuando la monja ordenaba que se apagasen las luces, de inmediato algunos podíamos sentir que se nos encendía la vela de la democracia, por muy jóvenes que fuésemos todavía para entender que a nuestros dirigentes se les podía exigir que respetaran nuestras leyes y derechos humanos, por ejemplo. Pero güeno, lo que era indudable es que, en cuanto se apagaba la bombilla en aquella aula de pura segregación infantil intelectual, algunos empezábamos a intercambiar en silencio por debajo del
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pupitre chicles Bazooka y cromos de la selección de fútbol soviética. Netto, Sálnikov, Llyin... y, por supuesto, ¡el imbatibleYashin! Os cuento todo esto para que os déis cuenta de la... ¿Para qué os cuento ésto? ¿Para qué cuento nada? ¿Para qué cuento? ¿Para qué, cuento? ¿P-a-r-a q-u-é?... Retomando el tema: sorprendía el grado decente de compañerismo que se alcanzaba a oscuras, de la misma forma que sorprendía, también, que nunca se nos hubiera ocurrido implantarlo en el patio de recreo entre nosotros a tortazos cuando “fuere menester”, como decía el cura Rogelio. Imagínense ustedes lo que éso hubiese suponido para nosotros. Me refiero a lo de la imposición artificial y a leches de un elevado grado de compañerismo entre alumnos de ocho a doce años de edad. ¿Cómo? ¿Que no lográis imaginároslo? Pues yo sí, querida María, la Zambrano... Banishevski, Chislenko, Ivanov... Como muchos compañeros de mi promoción, conservé durante algunos años todos aquellos cromos de la selección rusa. Luego nació Pepe Gotera, mi primer hijo, y, uno a uno, fui pegándolos en la pared del cuartucho donde habíamos colocado su cunita... Kaplichni, Voronin (se me parecía a Arteche, pero sin bigotes), Jurtsilava... “Este al que vienes es un mundo nuevo, hijo mío. Cuídamelo”... En fin, permítanme que les cuente para acabar que con la luz apagada se veían algunas de esas cosas que se le escapaban a Dios y al General. (Algunos, los que siempre cateaban matemáticas, ¡y nunca supe por qué!, pensaban que ambos los dos eran una y la misma cosa.) Por cierto, ése último, el General, era el único de los dos que llevaba gafas. Normal, era miope y odiaba si le comentaba algún héroe que se le había escapado algún. Tengo entendido que tampoco llegó a escapársele nunca el hecho (frívolo y revolucionario, según él/Él,) de que todos aquellos alumnos que acababan después interesándose por la práctica profesional der furbo, fichaban única y exclusivamente por equipos cuyo uniforme titular era completamente rojo. Por supuesto, se les llegó a prohibir tajantemente la participación en ninguna competición internacional... Shesterniov, Kólotov, Streltsov... ¿Que si fue una época de pesadumbre generalizada? Pues yo diría que depende. Si se compara con lo que tuvo que soportar, por ejemplo, el Pájaro Loco en su país, no. Y punto... Ponedélnik, Chislenko (éste lo tenía yo repetido), Býshovets... Así doy por terminado mi cuento El coleccionista a ciegas de cromos, inspirado en la obra de mismo nombre de Rudolf E. Fogwill, soy libre) (Diario de las Operaciones Efectuadas por la Compañía del Segundo Regimiento de Zapadores en África. AÑO 1925. Mes de enero. Día 1. Salimos con la Columna. Viene también Peña con una sección de la Primera. Pomenos las posiciones de Nuhandín 1 de dos tiendas y Nuhandín 2 de una. Resulta herido el soldado Emilio Soriano.Vientre, muy grave, de la sección de Peña. Días 2 y 3. No salimos por el chan-chan. El día 3 llega Su Excelentísima. ¡Estamos perdidos! Día 5. ¡Día de pastel! Sale con la columna mi Compañía. Se retiran Maraga y Colea. Un desastre, el General lo quiere. Cuando sale la Guarnición de Maraga y Colea empiezan a tirar al enemigo. Solo se salvan 52 hombres de 85. Se pierden los dos cañones, de montaña, y las municiones. La jarka se la fuman. No tenemos enmienda. Día 6. Reyes, descanso para los Ingenieros. Se MARCHA S. E. Se lleva convoy a Tabaganda. Pocos tiros. Día 15. Se retiran por las buenas Harcha y Treún. Se salvan todos. De la Primera un sargento y 18 hombres; de la Segunda, un sargento y 15 hombres, soy libre) (Hermanas, allá por el centro, allá por donde se estipulaba que SOLO él disfrutaba el lugar, a decir, por el rectángulo de cemento gris donde ya no quedaban amigos ni conocidos que lo incordiaran, paseaba el pantuflo Borges (ya, ya sé que no os hace gracia algunas que yo me ande con epítetos descalificativos. ¿Qué queréis? Como las úlceras, los llevo en las tripas, ¡De alguna manera he de sacarlos!), chacho y despistado, mientras pensaba en sus cosas -podríamos clasificarlas como galácticas, aunque a algunos desde hacía tiempo se nos antojaban todas ya bastante sobadas- y se fumaba un Bisontes sin filtro que, yo podría aseguraros, nunca habría salido de ningún otro paquete que no hubiese sido el del género prestado, y fijaos que, a las 12:30 del mediodía, precisamente en ese intervalo de la jornada en el que el lugareño comenzaba a cavilar con sonrisa colosal en su semblante estafado sobre las diferentes opciones sabrosas del posible menú del almuerzo (existía claramente otra clase de especie homínida, quizás más dañada e intolerante, que solo meditaba sobre el fin del mundo o las distintas opciones que podría haber de encontrar un trabajo mejor retribuido), encontróse entonces el bibliotecario, antes de doblar la esquina de la
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insignificantes, apaga el pitillo y vete a casa, amigo. Lo que más desea él en este mundo es que le des un abrazo. Despídete de la secretaria, recoge tu paraguas, colócate la gabardina, ordénale a la niña que cierre las ventanas al salir y riegue el ficus, y sal a la calle. Lo que más desea él en este mundo es que le des un abrazo. Evita cruzarte con nadie antes de meterte en el ascensor y enciéndete un pitillo. Lo que más desea él en este mundo es... No es tan difícil, ¿no crees? Uno al mes, si quieres. Notarías la diferencia y él tal vez empezaría a presumir de ti en el cole. “Mi papá tiene un cochazo. Me parece que se llama deportivo. ¿Tu papá tiene coche?” Dile al chófer que hoy vas directo a casa, desabróchate el botón de la camisa y métete la corbata en el bolsillo de la gabardina. Creo que la última vez que le diste un beso le habías sorprendido leyendo uno de tus libros antiguos de poesía prusiana. Sí, ya sabes, ése con ilustraciones de Mareval. Qué inocente el pequeñín, ni siquiera sabía deletrear aún su nombre. Abre el buzón de casa, coloca las cartas que te interesan en el bolsillo libre de la gabardina y el resto se las das a tu esposa para que haga con ellas lo que considere oportuno. Hoy, y no te interesa saber por qué, no hará falta que te mires al espejo del ascensor de casa. A los cuatro años empezó a llamarte padre. ¿Se lo exigiste tú con esa mirada mercantil tan personal y tuya que solía mantener a raya a cualquiera que se atreviera conversar contigo? Un año antes, ya había él empezado a manosear los tomos de la biblioteca de casa. Restrega el calzado en el felpudo, respira hondo y entra con la espalda bien erguida. Eso es, así entró el Bonaparte en Erfurt. Saluda, pregunta qué si hay algo para merendar y apaga la calefacción. Cuando él no te tenía miedo, se echaba la siesta a tu lado. Cuando no te tenía miedo, se agarraba de tu cuello y te pedía que le balancearas hasta marearse. A ti siempre te ha sobrado pescuezo, ya te lo decían en la facultad. “Philip, ¿hay cerdos detrás de la tapia?” Sí, sí los había. Esos diputados progresistas que querían hundir la economía y cedían con tanta asiduidad ante los sindicatos de mierda. Ninguno de ellos había perdido a un compañero en Burma, en Sicilia o en Túnez. Tú tampoco. Entra en el dormitorio, cambiate, baja la persiana y enciéndete otro 555. La primera vez que le diste un azote en el trasero miró a Mamá asustado. Mamá también lloraba, pero por dentro, como hacía la mamá del elefante del cuento cuando auguraba que su criaturilla no sobreviviría a los ataques de las hienas. Sal por el pasillo, échate una meada en el único retrete a mano izquierda, arroja la colilla del pitillo al váter y no te molestes en tirar de la cadena ni lavarte las manos... Entra en el comedor e ignora a los payasos de la tele:
Philip Larkin: ¿Pero se puede saber qué hace éste aquí viendo la tele?
Mujer Número 3: Si es que hoy no tenían colegio.
P. L. : Pues que se vaya a su cuarto a hacer los deberes o lo que sea.
M. N. 3: Vamos, Miguelito: apaga la tele y vete a la habitación que Papá está muy cansado. Ahora te traigo un vaso de leche con galletas.
P. L.: Vamos, ya has oído a tu madre. Dame un beso primero... Venga,venga... Buenas noches.
Sí, demostrado: el solo quería que le dieras un abrazo, como los papás de sus amigos del cole cuando iban a recogerlos en el Simca 1000. Yo diría que tienes mucha suerte, Philip. Todavía no ha aprendido a odiarte, ni ha querido pensar que su mamá y él vivirían muy felices si tú te marcharas de casa o te mataran en una de esas guerras inacabables que se montan los adultos. No, aún no ha empezado a reflexionar como un adulto, y eso tú lo sabes, se te ve en la cara.
Hijo de P. L.: Mamá, ¿y por qué papá siempre parece que está enfadado conmigo?
M. N. 3: Tu papá no está enfadado contigo. Tu papá es así, ¿sabes? Hay mucha gente así, pero en el fondo él tiene quiere mucho. Anda, levántate y vete a darle un abrazo.
El niño solo desea que otro adulto le dé un abrazo. Se ha acostumbrado a los de su madre, pero necesita más, necesita músculo y olor a tabaco. Cuando sueña en color, su padre se le aparece en
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blanco y negro. ¡Qué complicada y rara es la otra vida, la de los sueños! Con su mamá no ha soñado nunca. Será porque se parece también a la mía: siempre cocinando, lavando ropas, regando las plantas... y también la idiosincrasia, “esa palabra tan rara que usa papá cuando se mete con Mamá” y remata la breve conversación con una lista de apelativos diminutivos que supuestamente, dice él, caracterizan a su Mujer Número III, soy libre) (¡Qué bien se escribe con un Stadler Noris HB churimangado en la Oficina de Empleo Organizado. Yo también he escrito muchas tonterías. Mi testamento, por ejemplo. “Dejo la suma total de todo lo que debo, o debería yo asumir que se debe a alguien, al Cobrador del Frac. Creo que sus hijos y nietos sabrán agradecérmelo. También me gustaría señalar que creo en Dios; mas a Él sí que no se le debe nada.” O esta otra, redactada en la contraportada del álbum I´m New Here de Gil Scott-Heron. Otra cosa que le debo a alguien, por cierto. ¿Era de Geli o de la Monja Lauren? “Juro lealtad y valentía al detective Anacleto como Fürher y como Canciller del Reich de la Plaza de Salamanca. Me inclino ante él y ante mis superiores cómicos a los que debo obediencia y bocadillos de mortadela con aceitunas hasta la muerte. Que Lucifer me ayude.”, soy libre) (Visión presuntuosa del mundo: yo, ya muerto. Veo como sonríe alguien. Es el Gran Enterrador General: no esperaba trabajar hoy. Cuando yo pertenecía a vuestra especie, solo sonreían al ir a trabajar los alcaldes de provincias y aquellos profesionales de la medicina que habían tenido la suerte de haberse especializado en cirugía plástica y reconstructiva. Pero lo de estos últimos pudiera haberse tratado de un claro caso de sonrisa sucedánea. Nunca fui un gran detective, a nadie puede extrañarle que, al final -y lo era literalmente-, la muerte me hubiese engañado con tanta facilidad, soy libre) (Samuel Beckett. Embers. BBC, 24 de junio de 1959. Martín de Porres coloca un disco en el aparato reproductor de vinilos holográficos que su vieja conserva junto a la biblioteca portátil de su habitación de la residencia privada de ancianos que se nos van, Opus Lomus. Solo cuando suena el primer corte del disco (Why Was I Born, B. Holiday, L. Young), se desnuda y sumerje en la espaciosa bañera de la habitación contigua. De fondo oiremos el mar, de cerca los silbidos del estómago revuelto de la bañera. M. de P. se hunde y, con él, toda la civilización, siempre dispuesta a plagiarnos. Suena también la rueda del Afilador de Goya. Era gallego, concretamente de Ourense. -Martín de Porres: Ohm... Ohm.. Cada vez que nos vemos, siempre acabamos hablando de lo mismo. Hay un no sé qué celestial en retomar una única conversación. Sí, hay un algo empíreo en retomar una conversación que podría. Quiero decir, que podría. Eso es: que podría. La editora me pregunta por correo electrónico: “¿Que podría qué, Martín?” Que podría, así, nada más; como las ventosidades gaseosas en la bañera o la meada en el mar cuando los bañistas te miran mientras se preguntan por qué sonreirá éste. Que podría; soy ajeno a las explicaciones, con ellas nunca he sabido medicarme. (Pausa y ventosidad gaseosa.).. Tampoco he sabido/supido intervenir cuando mis personajes intentaban encontrarse a sí mismos, asi mismo, en mis cuentos. Me negaba a interferir, sabía que no le convendría a la narración porque siempre yo siempre había creído que no había nada más natural que lo inventado accidentalmente. En uno de los campamentos estivales de la OJE uno de los chavales que compartía tienda de campaña conmigo se cagaba todas las noches encima de mi saco de dormir. Nunca le dije nada, me parecía natural lo que ese chiquillo hacía. Cuando por la mañana el jefe de columna me interrogaba, a mí me bastaba con responderle que no podía haber sido yo porque yo hubiera elegido cagarme dentro del saco. “¡Pues que no se vuelva a repetir! Esto es la OJE, ¿entiendes?” Volvió a suceder, era una narración natural. (Pausa y el pito del afilador.)... Había una época en la que se decía cosas. Era el método que prefería el chimpacé humano para solucionar problemas, para torear contratiempos que normalmente ejercían de base de la mayoría de nuestros conflictos bélicos favoritos, tanto en la campiña como en el comedor de casa. Si el simio de corte superior se negaba a decir nada, la paz se planteaba a sí misma, así mismo, experimentar con nuestra paciencia. (Pausa y zumbido emblemático de un módem Quattro Sb 2422.)... Siempre se parte de algo irreal. El primer llanto de un recién nacido es algo irreal. No obedece a ninguna narrativa que pueda solucionarnos la vida. Yo propongo que al feto se le enseñe
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ya a sonreir en la placenta para que, cuando salga, lo haga con cara de payaso. Una mirada que sería de sorpresa, aunque irónica a rabiar, sería la del papá; mono peludo éste que, desde ese instante, podría replantearse el volver a acudir a los partos disfrazado de Húsar de la Princesa. (Pausa y bombonazo del butanero contra la pared de las escaleras de casa.)... Ohm, ohn, ohm... Voy a contarles ahora una verdad como una resindencia: lo que más duele de darse un baño es volver a pensar en tu mamá; sí, en esa viejecita -¡finalmente adorable!- que posiblemente se esté haciendo la dormida en la habitación de al lado. Apuesten: se está haciendo la dormida (1); se está haciendo la dormida, pero se está quedando sobada (X); sueña que se está haciendo la dormida (2). “Martín, ¿me trajiste esos pastelitos artesanos de las monjas que tanto me gustan?” (Pausa y sonido de la persiana del dormitorio de Papá allá arriba en el infierno)... Lo que ocurrió y lo que se explica que sucedió tienen idéntico efecto toda vez que se aclara tanto lo que se narró como lo que quedo omitido al contarlo. “¿Qué pasó, Martín? ¿Te volviste a caer en la bañera?” “No, vieja. Lo que pasa es que solo con el tono no se puede uno ganarse la vida. ¿Me entiende? Cuando salgo de la bañera lo hago como un hipopótamo, o como el elefante de Aníbal, ¿me entiende?” (Pausa y pinchazo de la aguja generosa del practicante en el pompis del babé payaso)... Es un insulto intratable interesarse por la narración del cuento negándose en todo momento a prestarle atención ninguna a la bombilla encendida. A mí siempre me explicaron en clase de lengua que había que crear una imagen objetiva o fidedigna del tipo de corriente eléctrica que calentaba los filamentos de la bombilla, nuestra bombilla. Aquesta emisión desenvuelta o natural del fotón-relato ha de considerarse como el único principio narrativo que se debe administrar a unos pedos acuáticos completamente intrascendentes desde el punto de vista de la crónica. Ohm... Ohm... Ohm... (Última pausa. Güevazo infantil contra la gorra del conductor del Circular a su paso por la calle de nuestro único protagonista de verdad)... Ohm... Ohm... Ohm... ¿Por qué el agua nunca cae directamente por el bujero de la bañera? (Cae el telón. Salvador Espríu, Gran Enterrador General, desaloja la sala. Matícese, antes de acabar la lectura de esta entrada de mi diario, que todo acomodador profesional que se crea su cuento siempre acompañará al espectador, que así lo solicite, con la luz de su linterna y lo que le sobre de frustración intelectual, cinematográfica o narrativa), soy libre) (Otra mañana más leyendo a Piglia. Sí, cuando estoy nervioso leo a este argentino que nos regaló Prisión perpétua. No me pregunten por qué, ya que ni me apetece indagar ni estoy yo para andar dando explicaciones. A alguno le entusiasmaría el añadir que yo siempre estoy nervioso, lo cual, de una manera sutil mas convincente, sería lógico interpretar como que un servidor siempre lee y siempre lee a Piglia, también. Pero repito, ¿vos por qué está nervioso, por qué lee a Piglia todas las mañanas al levantarse y tomarse un cafetito acmpañado con galletitas Fontaneda? Joder qué pesado, Vale, te lo cuento, pero dejate de preguntitas de mierda. Lo que sucede es que por fin ha salido de la cárcel el Arteche y dice que quiere reencontrarse con sus amigos de toda la vida. Y no, no para celebrar la salida del trullo; más bien para contarnos “algunas” cosas. Y claro, yo soy de la opinión -¿Pero cómo? ¿No me diga que vos ya sabe pensar?-, poco objetivizable, por supuesto, de que esos pocos afortunados que salen de la cárcel poco tienen que contarnos a nosotros, sus amigos de “toda” la vida, porque lo que verdaderamente nos preocupa (no olviden que cualquier preocupación en sí fulmina irremediablemente todo otro interés ajeno que en la escena pudiera andar meneando la cola) es qué tipo de planes tiene el agente liberado y si dichos objetivos nos incubirán a nosotros directa o inderactamente. Cuando vivíamos al lado de la Cárcel del Broto y se nos acercaba en la calle algún agente recién liberado para pedirnos fuego o un pitillo, yo, irremediablemente, me preguntaba al pasarle el objeto solicitado qué era lo que de verdad acabaría pidiéndome él después de haberme contado algo con tanto énfasis histriónico como siempre hacían los exprisioneros de aquella generación. Porque, sepan ustedes señorías, que además de soltar un par de episodios pretéritos carcelarios (cabe omitir que la puta regla de la vida les obligaba a rememorar solo hechos dramáticos o pesimistas), a mí me resultaba obvio que a continuación ellos me revelarían un plan que seguramente iba a demandar mi presencia o participación directa en su consagración. Y éso, claro, me daba un miedo de cuantía anímica incalculable. Y por éso, y porque tal vez veo mucho la
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la entrada al edificio . Debajo de la cama . Fumando en el ventanuco del retrete . Lucha grecorromana . ¿Qué necesidad había de redactarlo con doble r? . Con “lucha” bastaba, por cierto . Con mearse en los calzoncillos también . “Los niños no lloran” . Tampoco las amapolas cuando trafica con ellas la CIA . Lucha grecorromana . Roberto Arlt. Argumentando . Que el restro se nos desfigura lentamente . A medida que repasamos . (¿Trigonometría con Papá?) . Que recordamos esos tristes o violentos episodios pretéritos . Que ya no merece la pena invocar . El camino no se hace al andar . Se hace al dejar de rememorar aquello que nunca más volverá a suceder . Lucha greco-romana . Lucha grecoromana . Hay recuerdos que roen el alma . Ah, ¿no me digas que de ella te queda algo? . Y heme aquí, buscando entre la basura con la que he decorado a ciegas mi nuevo piso . ¿Andará por el lavabo lo que me ha sobrado de alma? . ¿Dándose una ducha de agua fría, quizás? . “¿Y tú qué cojones haces aquí?” . “¿No te habías ido a vivir a Reikiavik?” . Me ignora . Porque sabe que yo haría lo mismo . Me prepararé un bocadillo de pastrami . Me serviré un whisky . Me sentaré en el salón y leeré un libro . Tarkovsky: Films, Stills, Polaroids and Writings . Y me quedaré dormido . Como hacen las flores cuando se exilian involuntariamente . No . No . No . Voy a echarla de casa . “Te secas y te largas” . “Y te llevas contigo a esos degenerados de al lado” . Los recuerdos . La tenebrosidad . Lucha grecorromana . Me siento ridículo . ¿Cuándo fue la primera vez que me atreví a admitirlo? . Mas siempre me quejo de tonterías . Eso mismo decía Francisco Ibáñez Talavera . Etimologías de Chile . Quejar . “El verbo quejar viene de un supuesto latín” . “Quassiare” . “Derivado del quassare” . “(golpear violentamente)” . Y yo . Con indiferencia histórica . Veo cómo se acerca el asteroide . Cómo se nos acerca . Como el cartero cuando nadie le hace caso . Se sienten solos . y les apetece que alguien les preste atención . Y llaman a la puerta de casa con cara de asteroide 2017 XO2 certificado . Pero yo sigo agobiándome con . o por . mis ñoñerías . de alcalde de pueblo . “¿Y si se pone una fuente allá abajo donde el Julián?” . Ñoño pestilente . Allá se viene el 2022 HA2 . Tamaño aproximado 37 metros . Pues no es para tanto . ¿De qué te quejas? . Proust tenía asma . Y Sartre alergia a los tubérculos . Y Lorca odio vecinal . ¿Y tú? . ¿Caballero Ello? . ¿De qué te quejas tú? . ¿Te lo has ganado? . ¿O te tocó en la lotería? . ¿Te molesta el sonido de la cucharilla en la tazita de porcelana? . ¿Y cuando alguien menea el sobre del azúcar piensas en Robespierre, en la injustificaba animadversión que causaba? . Y también en enrollarte con un sargento del Frente. De Liberación . Nacional . De Vietnam . Lucha grecoromana . Dejé de vacilar a una temprana edad . (a algo tenía que ganar) . Es decir, ya era todo un hombrecito de verdad . Que pagaba impuestos y le miraba el culo a la profe de inglés . A los nueve años tributados . Y si mi viejo se ponía tonto . Le recriminaba que se pasaba todo el día viendo la tele . Y perdiendo el tiempo leyendos libros que no le iban a servir para nada . Que hiciera como yo . Que yo ya había probado el sexo a los diez añicos . Agosto . 1977 . La sonda espacial Voyager I . Salió de casa . Mi casa . Para estudiar los supuestos límites del sistema solar . Y de mi paciencia con mi padre . “Pero viejo, “ . “¿por qué no dejas de jugar de una pajolera vez con tus trenecitos y vas a la cocina a echarle una mano a tu madre con las patatas?” . Él me ignoraba . La lectura de El Imparcial lo imaginaba heróico y sólido como el espacio aéreo de la cancha que dominaba Arteche . “Pues, mañana sin faltar, voy a hablar con tu jefe y le cuento que nunca haces los deberes” . No . Mi hijo-padre no deseaba respetarme . Y demostraba su descontento generacional dándome capones . A los 11 los abandoné a todos y me fui a jugar a las cartas con Julián Sorel . Se acabó . ¡Cojones! . Lucha greco-romana . Nos escondimos en una obra del Pinar de Chamartín . Qué ridículo . Qué incrédulo . El escepticismo es la lírica del niño-hombre . Y de los muertos . Mas la poesía infantilizable nunca ha lanzado al vacío bocadillos de salchichón gratis . Y había que zampar algo . ¿Verdad Pepe Gotera? . Y la mejor manera de sentarnos a la mesa que se nos ocurría . A Julián y a mí . Bueno . Tal vez también al fontanero . Era emprender el camino de vuelta a la casa de las patatas sin pelar . Mientras repasábamos mirando a la sonda . Cuál era el lado de la cabeza . Por el que mejor entrarían los capones . Del padre-niño . Lucha grecorromana . En el salón de casa . Analizando de reojo el retrato desangrado de Karol Józef Wojtyła . ¿Por qué nunca se había atrevido él a intervenir? . Polaco de mierda . Capón . Ca . Pón . ¡Caponazo!... ¿Habíamos muerto ya, Julián?,
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soy libre) (“Y se me presenta el cretino -él había dicho “subnormal”, pero he decidido eliminarlo para evitarme cualquier problema posparto- borracho en el apartamento y me pide que le dejara pasar, porque había venido a recoger a G., que los dos se mudaban a una casa Gießen, jurándome, con los putos ojos bañados en lágrimas como un pelele escolar, que le dolía haberme traicionado, y que yo debía creerle porque el amor entre ellos había surgido de manera totalmente natural, ya que en otro tiempo, en otro lugar, éso no hubiera ocurrido nunca, pero el haber estado hasta entonces junto a ella dos añitos, día tras día, haciendo de confesor, chófer y escolta para animarla, entretenerla y protegerla tal y como su Fürher se lo había ordenado en Berlín en la Pascua de 1996, nunca podría concluir de otra manera, claro, si es que ella es una chica tan atractiva y campechana; y al escuchar yo eso de campechana le tuve que cerrar la boca de un fustazo para aclararle a continuación que era obvio que él había confundido el sexo -algo que a mí nunca me ha interesado, no me duele admitirlo. Incluso preferiría dos horas de discursos de Hermann Wilhelm, la verdad- con el flechazo, y que además, ¿no sabía él que G. nunca se enamoraría de ningún pelagatos como él?, y al verlo dudar, le sugerí que si no me creía que entrara en el dormitorio de ella y se lo preguntara a ella, pero primero “Rogelio, te humedeces la cara y te arregalas el pelo, porque mi casa no la enmugrece ningún beodo de mierda”, lo cual, pareció no molestarle, y poco que tardó el subn... gilipollas en meterse en el primer lavabo de la derecha, el de la podóloga, y menos incluso en colarse en el dormitorio de “su” novia, para descubrirla, a continuación, tumbada en la moqueta, desangrándose como una zorra, con un tiro en la frente y otro en el vientre, y ni dudarlo que le iba yo a permitir que la rozara un pelo, ni que se prostrara de rodillas ante su fresco cadáver, y ¿sabes una cosa?, en ese preciso momento me di cuenta que el mejor castigo que podía recibir ese cabrón traidor era dejarlo con vida y que me lo torturasen los recuerdos, así pues llamé a Rochus y le ordené que me metiera en un taxi al sub... hijo de puta ése, y que me organizara también, rápida y sigilosamente, el traslado del cuerpo de mi querida G. Por cierto, Fogwill, ¿tú conoces al limpiaescenas ése que usa Heimrich? ¿Te encargarías tú de la higienización de la habitación? Cuanto antes, ¿de acuerdo? Buen chico, buen chico..., soy libre) (18 de marzo, 1989. San Fernando, Cái. Se me acaba de ocurrir una cosa/coza. Pero, ahora que lo pienso o lo replanteo, las cosas/cozas no pueden ocurrírsele a uno, principalmente porque las cosas/cozas por lo general actúan únicamente como preámbulo, perdiendo dicha condición sucedánea en cuanto reciben un nombre clasificatorio o descriptivo (ejemplos: pato, pedo, pito, polla, puta, etc.). Por consiguiente, no ocurren; solo apuntan a, recomiendan o sugieren algo, otra “semiidea”, quizás. Continúo (¿lleva tilde, Borges?) Decía que se me acababa de ocurrir una cosa/coza. Aunque tal vez solo fuese una pregunta, la cua, por cuestión de principios, debería seguir al siguiente planteamiento que le añadiré al recuerdo que, instintivamente, hace media hora me obligó a que se me ocurriera ella, la cosa/coza: Pues éso, que he recordado aquella mañanita estival en la playa de Torregorda en la que mis hermanitas Noelia e Isabel y un servidor de ustedes nos dirigimos con nuestras redes verdes hacia las rocas que la marea baja, de una manera descaradamente aleatoria, a nuestro tierno parecer infantil (aún no conocíamos, entre tantas muchas otras cosas “enciclopédicas”, los tejemanejes de la luna), nos había ofrecido, como digo, siempre sin pedir nada a cambio. Ahora que lo pienso -¡y esto no me lo estimen cosa/coza!-, tiene gracia que a esa temprana edad los tres ya podíamos recitar de carrerilla el Catecismo, pero sobre la luna y las mareas solo conocíamos lo justo para no ahogarnos y quedar como gilipollas. Me pregunto si seguimos igual. Cuando enchufo el holograma y veo a un político pegando voces todo convencido, me pregunto si él/ella/ello sigue igual también. En fin... Lo cierto (¿coletilla de la cosa/coza) es que aquel señorito tostado como una rebanada de pan mal cuidada que llevaba varias horas sentado en el muro de la playa apurando pitillos mientras escrutinizaba (¿no se sabía el catecismo o qué?) pechos y culos de cualquier edad, raza y nacionalidad desde su poltrona playera atlántica y siempre con el pito objetivamente al aire (¿cómo se objetiviza un paquete? Enseñándolo sin escrúpulos para que la mirada ajena sepa materializarlo con bochorno o susto abismal); ese caballero andalú que a mis dos hermanas no le quitaba ni el ojo óptico ni el de su capullo al natural -los psicólogos de la Transición
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tardarían otra década en darle nombre y manual a este tipo de salido alienado y sinvergüenza- yo me preguntaba si habría participado activamente alguna vez en la brutal contienda civil del 36 o si, por el contrario, prefirió simplemente esconderse en armarios o en el sótano de casa hasta que la cosa/coza/coso pasara o se le acabara la sopaboba de su mamá, mientras sacaba pecho y testa únicamente cuando se oía tocar juerga a la banda de la verbena o había corrida de novillos en la plaza del pueblo. Otra coza (dejémoslo con z) que tambén se me ha ocurrido es preguntarme si asistió alguien a su entierro -en mi candorosa cabecita todos los pervertidos ya la han palmado- cuando le llegó a él la hora de la puta ignonimia fatal, y si, como me imagino -y con razón, porque ya saben que estoy muerto y suelo enterarme de todo, aunque yo nunca lo haya exigido. Claro, ¿a quién cojones le puede interesar ya que le cuenten que Adolf y Geli, por ejemplo, siguan siendo pareja en el averno?-, me lo enterraron con los ojos abiertos, la polla colgándole de la bragueta y un Celtas sin filtro quemándole los labios eternamente, soy libre) (Al acabarse el postre, volvió a la oficina. Cuando se sentía chistoso lo escribía con h y con la zurda. Por favor, anotadlo. Y que sepáis que me da mucha rabia no poder demostrároslo en esta página. Sigamos: Decíamos que al acabarse el arroz con leche de anacardos, el Ciudadano Reconvertidoregresó a la hoficina. Eran las 4 de la tarde y había empezado a llover después de un descanso celestial que, según mis cuentas de fatuo metereólogo en paro, había durado seis meses como mínimo. La hoficina estaba justo en el centro de la ciudad, aunque cualquiera que la visitara y se molestara en estudiar someramente su fachada y portal pensaría que por allí no habían entrado nunca ni Adan Smith ni nadie con cara de billete ambulante y, por lo tanto, parecía obviamente ilógico que en el centro urbano se localizara. El cuadrilátero donde él y tres secretarias curraban -ha de usarse este verbo cuando se intenta describir toda acción que pudiera indicar la ejecución de un trabajo remunerado con un espíritu minusválido innegable- tenía bastante de desperdicio y residuo, no lo neguemos. La oficina... Ay, la hoficinita. Por ponéroslo fácil: una escoba hacía de aspiradora (¡y arma contra posibles visitas inesperadas e inquietantes!), y el correo, aseguraba Anacleto, el portero del edificio, todavía corría a cargo de una manada de palomas bravías entrenadas por una compañía de tropas invasoras napoleónicas. El pasado, argumentaría yo, era lo más parecido al humilde y menesteroso presente que envolvía (yo especificaría que “apretaba del cuello”) la atmósfera de aquel cubículo oficinista que consistía también, desde hacía mil años, en un par de mesas de pata pésimanente calibrada, cuatro sillas Benito Galdós e Hijos, cinco lámparas (¿eran de arcilla?) blancas Edinson 1879 y una plantita tísica que adornaba, sin haberlo pedido nunca, el único mueble sin complejo de escritor io allí existente: un cubo que sin querer tiraba a prisma retorcido y que, con despecho de carpintero ladino, hacía de fichero, botiquín y despensa de pobres afiliados al sistema de las cosas que carecen de estrella y fin. ¿Sigo? ¿Para qué? Mas a él todo aquello se la soplaba. Iba al trabajo porque en el colegio y en el telediario de la sobremesa le habían recomendado que lo hiciera; iba al trabajo, con uve de visigodo, porque de algo habría que endeudarse moralmente, como ya habían hecho antes toda su familia y todos los paisanos que a una barra de bar ansiaban pegarse. Claro está que su rutina laboral rozaba lo simple; tan simple y obvio que no nos vamos a molestar en explicarla. Basta con imaginárselo sentado en una silla mientras relía, con absoluta indiferencia de sequoia, unos recibos que demandaban, al parecer circunstancial de esta historia, su atención, firma y sello, aunque él insistiera moralmente en no darse por aludido, y, si se lo daba, que sepáis que se lo achacaremos a esos mismos actos reflejos que desde que él había salido del insituto también le habían aconsejado que trabajara porque, como decimos, ese era un acto que posiblemente hacían en aquella sociedad todas las personas que en sus horas libres eran proclives a soñar con darse un paseo por la calle sin sentirse nunca culpables o por sentarse en la taberna del Pepe Gotera a beberse un tercio mientras se ignoraban las ridiculeces que soltaban en la tele del local u otros gilipollas como él/ella o ello.
Burgos, a 22 de marzo de 2061.
Excelentísimo Gran Enterrador General, don Salvador Espriu I Castelló: