EL FIN Cuento polifónico de brevedad cuestionable PARTE IV (a editar)
(Para ser precavidos, lo primero que nos prometimos averiguar después de haber aterrizado la nave nodriza sobre vuestro peculiar planeta fue de cuántas maneras posibles podía un ser humano palmarla. Tras extensas y múltiples conversaciones con vuestros académicos, ciéntificos, médicos forenses, personal de limpieza y líderes espirituales, barbudos o no, pudimos comprobar y determinar que, hasta el momento de nuestro aterrizaje y posterior exploración, solo se conocían cuatro formas diferentes de pasar a ese otro mundo exclusivo habitado por hombres y mujeres, gusanos, lombrices y otras criaturillas que se alimentaban (fíjense que todo se ha redactado en pretérito imperfecto) de madera de ataúd, huesos, vísceras y cenizas. Nuestro análisis exhaustivo -¡se llegó a entrevistar a personajes míticos de la Warner Bros y de Hanna-Barbera!- concluía que la muerte al hermano galáctico más primate normalmente le llegaba o por un infarto de miocardio, impredecible normalmente, o por homicidio, suicidio -una categoría, ésta, para nosotros completamente deconocida hasta entonces-, o despiste (al ser entrevistado, un experto vuestro recalcó sin inmutarse que con la llegada de aparatos manuales inhalámbricos de reproducción telefónica el aumento de muertes por caída accidental a una alcantarilla se había quintuplicado en las cuatro últimas décadas predecentes a nuestro estudio), incluyendo en esta última categoría a aquellos adolescentes que no habían aprendido todavía a rebotar en el toldo de la cafetería de abajo cuando, claramente por error, se precipitaban al vacío mientras fumaban en el ventanuco del lavabo de casa con medio cuerpo prácticamente colgando. Se nos hizo saber que el olor a tabaco era extremadamente intenso y delataba. Uno de los testigos de este último tipo de caso no vaciló en añadir que gran parte de los padres de los fallecidos por caída al vació accidental eran normalmente o muy religiosos o bebían a escondidas -sacar a pasear a una mascota era una excusa perfecta, por lo visto-, dos causas éstan directamente relacionables también con la muerte del terrícola examinado, soy libre) (Escena primera de una largometraje irrealizable. En un economato prácticamente vacío de una ciudad cualquiera -todas las ciudades se parecen. Lo único que cambia es la dirección a la que apuntan las farolas cuando todos duermen o ven el fútbol por la tele-. Abriose dicho supermercado dentro de una catedral. No les extrañe, nadie quería ya ir a misa y la casilla de la declaración de la renta que antes se destinaba para la contribución anual a la Iglesia, había sindo reemplazada con una a la que podían optar aquellos ciudadanos que preferirían financiar con sus impuestos de manera voluntaria nuevos parques digitales infantiles. Sigamos: se rueda un anuncio publicitario dentro del antiguo recinto religioso. Entra el zoom de una cámara estática para enfocar a continuación el rostro perfectamente encuadrado de un pelele de ocho años, calvo, con bigote gracioso y de 1 metro noventa de estatura. Impasible -no entendía qué quería decir eso de hacer muecas-, el nene abre lentamente la boca y comienza a decir algo. No se le entiende nada y entran los subtítulos. Lo ideal sería que apareciesen en esperanto, mas ya nadie entiende las lenguas muertas que en su día nacieron para resaltar su naturaleza de chiste. El chaval, al que alguien lo había bautizado como Juan Carlos Arteche antes de enlistarlo en el equipo de baloncesto a una temprana edad, sigue contándonos algo en su irreconocible dialecto. La cámara enfoca ahora el ojo izquierdo del niño y único actor de esta escena. Si mi padre no me hubiera metido en un colegio militar, yo también sería actor en la presente. Definitivo, no me especulen. La pupila de nuestro único protagonista empieza a cambiar. Es ahora una sandía que, tras una pausa ligera, comienza a soltar balazos por sus irreconocibles poros. Acribilla a alguien. Quizás al director de este largometraje. Termina la escena y acaba la película. Los títulos de crédito que siguen no acreditan a nadie, aunque parece que en un entrecomillado furtivo incluyen un anuncio publicitario. Prestémoles la atención que se merece. “Agencia Dupont: Especialistas en Penas de Muerte. ¿Ha necesitado alguna vez usted, señora, morirse de la pena? NO DUDE entonces en visitar uno de nuestros reconocibles establecimientos. Nadie puede alegar que no sepamos deshacernos de un cadáver. Abiertos de 9 de la mañana a 7 de la tarde.” Cae el telón y el encargado de recoger las pipas del suelo se vuelve a casa. Todos los contratados, menos el niño Arteche, regresan a la cola del paro. Es ahí, y no en la catedral que nos incumbe, donde posiblemente tendrá lugar la primera escena de cualquier secuela cinematográfica. Explicación o sinopsis: Uno llega y lo lanzan en una
302
cuna. Se intenta sobrevivir de la mejor manera posible, aunque ello implique que sea necesario cagar lo menos posible. Perdón por el estilo redundante. Después, nos vamos, soy libre) (Rudolf E. Fogwill e Isabel se conocieron una tarde de febrero del 2044 en un club de “swingers” de Batheaston, una villa de nada y gracias del condado inglés de Somerset. Como todos los personajes de este cuento ya están muertos, y vidas y direcciones incluidas en él a pocos les puede interesar que no cuenten, digamos que la casa en la que se vieron fue la Eagle House, un edificio éste, creo que de principios del XVIII, que otrora ofreciera cama y papeo a algunas de las sufraguistas recién salidas de la cárcel después de unas huelgas de hambre drásticas pero tristemente efectivas, y que en el 2044 llevaba la dominatriz neoyorquina Ursula RSVLT. Mas no todo en aquella casa del placer prohibido por gilipollez mental eran potros de tortura ni grilletes o éxoticos artilugios de palizas consentidas. También había en ella esquinas y rincones rigurosamente estilizados paras aquellos socios (como en el Congreso: ¡no se invitaba a cualquiera!) que prefirían follar con tranquilidad, acompañándolo todo con cierta dosis consentida de anonimato. Cualquier persona que hubiese sido testigo de lo que ocurría en la zona más relajada de la casa, hubiera podido asegurarnos que el punto de solicitación sexual más frecuentado por nuestro querido Fogwill era el Donkey Dicks, o “agujero de la gloria”, ocho huecos separados y perfectamente distribuidos sobre una pared que ofrecían la oportunidad de intensificar la excitación al no verle nunca el sujeto agraciado la cara a la persona que chupaba desde el otro lado del tabique. Sería tonto mencionar que en todas las esquinas de la casa había cestas con toallitas, preservativos, líquido antidesinfectante y lubricante; mas tonto siempre me he reconocido y ahí se lo dejo a ustedes, pues. Acabada la faena del agujero, esa parte media de la pareja incógnita que ya podía darse temporalmente por satisfecha, solía colarse en un jacuzzi de dimensiones efectivamente exageradas y sito en el coqueto (para mí hortera como la vida misma, solo le faltaban unas parejitas de flamencos rosas de plástico y cuatro de Barry White) patio interior de la casa. Una pareja de dominicanos de edad sospechosamente incalculable iba llenando la copa de todos los bañistas ocasionales. En mi caso, que es el único del que ustedes deberían fiarse, todas las veces que estuve metido ahí (me refiero dentro de aquella piscina de burbujas con forma de haba colosal), me alegré al comprobar que los ingleses, una vez superada la barrera psicológica del sexo parco victoriano, hablaban tanto después de follar como lo hacían mis colegas latinos a cualquier hora. Ay que ver, con lo calladitos que eran en la oficina los celtas. Eso me hizo comprender que para que el inglés aprendiese de una vez a liberarse sexualmente lo único que necesitaba era poder compartir felizmente un castillo o una mazmorra. Denle un torreón a un anglosajón y te contará a oscuras todas las guarradas que no ha podido hacer nunca porque desde que era un adolescente temía que lo enviaran a Australia o a frenar al hostil alemán en la Línea de Sigfrido. Mas volviendo a nuestros dos protagonistas: aquella veintañera rubia y desnuda que ocupaba la esquina opuesta de la alubia jacuzzi era (me conviene que así sea, discúlpenme) Isabel. Fogwill, a quien del paraíso de la erótica desprendida solo le interesaba que se la mamasen, no tardó en reconocer esos labios gruesos y, según él y lo que contaría más tarde en las hojas más sucias de su diario, “perfectamente adiposos”. Sin entrar en pormenores porque siempre aburren o cansan con la descripción, diremos que él pudo confirmar su emparejamiento mental al analizar, prácticamente sin mirar, como succionaba aquella rubia la pajita de su margarita. Le agradaba haber reconocido aquella boca; sí, tanto como saber que su esposa no saldría aquella noche de una de las habitaciones concebidas como harén en el piso segundo de la Casa del Águila. Se acercó a Isabel y se presentó. “¿Has venido acompañada?” Las mujeres no tenían que aparecer acompañadas. “¿Es tu primera vez?” Rara era la primera. “¿Qué te parece este lugar?” ¿Tú qué crees, imbécil? Si no lo hemos querido contar antes, ahora sí: Fogwill solo creía en los dibujos animados (¡ojo, en los hechos a mano!). Si por algún motivo pensaba él que la manifestación divina personalizada del dibujo no le iba a interesar, cambiaba de canal, y ya está. ¡Qué fácil era creer en algo! “¿Te gusta el chemsex (creo que en su país ustedes lo llaman “sexdopaje”. Qué brutos. ¡Por qué no dejaran en paz los anglicismos!)?” “¿Que si has probado alguna vez a follar combinándolo con metaanfetamina o mefedrona?” “¿Que qué sacarías tú de todo eso?” Imposible describírselo,
303
eso?” Imposible describírselo, Rudolf. No lo intentes, déjalo ahí. ¿No ves que es mucho más sencillo hablar sobre la conciencia cuántica y los patrones fractales de los microtúbulos neuronales, que explicarle a una completa desconocida el tipo de efecto afrodisíaco y estimulante de la tina, pedazo de iluso? Con lo feo que eres y lo gordo que estás, deberías conformarte con ver que ella sigue a tu lado en pelotas en el jacuzzi. ¿Cómo es posible que no entiendas que Isabel podía haberte mandado a la mierda en cuanto te vio acercarte? No la vayas a cagar ahora porque se te marcha con ese gorila escocés barbudo y sobrado de tatuajes vikingos que se está fumando un San Cristobal apoyado en la escalinata. Mira, mira qué par de glúteos tan compactos tiene el pavo. ¿Alguna vez soñaste con ir a un gimnasio... y te despertaste con agujetas en los abdominales? ¿No? Pues ese tipo de persona eres tú. Así que afina y aprovecha que a ella no le ha molestado que la rozaras con una pierna. “No, a mi esposa no le gusta que yo esté en la msima habitación... ¿Que si nos vamos de aquí? Yes, why not? But shall we have one more for the road? OK, OK, as you please...” En el reloj cronometro de los dibujos animados, Isabel y Fogwill llegaron aquella noche a la vivienda de la mitad femenina involucrada en cuestión en este dueto exáctamente a las 01:27:19 horas. Desde la única ventana abierta de aquella casa del siglo XVIII antes de la Warner Bros, se veía la colina de Solsbury. Cuenta Bugs Bunny que sobre la teta de aquel monte se alzaba en plena edad de hierro una fortaleza cuyo centro lo ocupaba la bañera de acero inoxidable en la que mojaba sus penas y las de sus esclavos eunucos la diosa celta Sulis. Muchas gilipolleces se han contado ya sobre los varones castrados. En esta página no encontraréis ninguna. “¿Has probado ya la Cookies Gelato?” Le tocaba ahora a ella hacer preguntas. “Dale una calada a esto, verás” Ni que decir tiene que a él los canutos le interesaban tanto como a mí la práctica de la halterofilia en la comunidad sefardita. Pero, claro, cómo iba él a decirle a ella que no, o que le acojonaba perder el control, seamos claros, fumando una de esas cosas infantiles que se marcaban a todas horas los nenes pijos del barrio que marcaban el ritmo al que se movía la ciudad con el ruido estrenduoso de sus patinetes de madera. “Dale más, no te quedes corto.” Positivo: Rudolf se envalentonó con la segunda calada; un subidón eufórico lo envió volando al mundo de la sonrisa mágica inextinguible. Si ustedes no conocen ese paraíso, imagínense en este preciso momento que se acuestan en pelotas en una de las dunas de arena fina de una de esas playas de agua cristalina con las que alguna vez soñaron mientras abrían la interminable lista de correos holográficos innecesarios de los lunes, y que a su lado se tumba, también desnuda, la mejor versión de la única persona a la que verdaderamente han amado en esta puta vida siempre empachada de chorradas y litigios emocionales, para compartir a continuación con usted ella o él, sin decir nada (dato éste fundamental. ¡No me jodan la diapositiva sintética!), una interpretación amistosa y exultante del paraíso -del edén tal y como se les había presentado al capullo de Adán y al simio peludo de Darwin hace milones de años superados con mentiras y propaganda medievales-, incronometrable, por otra parte, en su duración e inclasificable si nos atenemos a los preceptos establecidos en cualquier catálogo de los sueños homínidos eróticos, estéticos y reconstituyentes. Pídale o pregúntele lo que quiera a la persona de al lado. “¿Por qué no me dan ningún miedo esas holas -lo pensó con hache, estaba flipado- gigantes?” Será porque no tienen nada contra ti. “¿Tú sabes por qué no oscurece nunca en esta playa y la temperatura se mantiene igual taquí odo el día?” Será porque es de plastilina. “¿Y desde cuándo llevan jugando juntos focas y orcas, delfines y tiburones? ¿Y por qué son todos naranjas?” Será porque Dios no existe. “¿Y por qué la arenilla de la duna ya no se me cuela en los putos ojos cuando al viento le entra coraje?” Será porque Aeolus tampoco existe. “¿Y por qué antes solo me gustaba que me la mamasen?” Para el cronómetro del Pato Lucas. A las 08:33:46 Rudolf Fogwill abrió los ojos. Ella ya había fichado por otros dibujos animados. Sobre el cuenco de las llaves le dejó una nota adhesiva personalizada con su olor a Peonia Nobile de Acqua di Parma y un ruego seco y decepcionante: “Por favor, dale agua y comida a las dos ratas de la jaula antes de salir. Cuidado cuando abras la rejilla, les gusta escaparse y morder.” Rudolf ignoró el mensaje, éso me queda claro. Se vistió -¿se había quedado ella con sus calzoncillos? A él no le desagradaba la idea-, leyó los mensajes que su mujer le había dejado en el móvil y se retocó los cuatro pelos salvajes que le quedaban en la
304
camocha mientras ignoraba con descaro que media sonrisa de capullo parecía delatarlo. “A vosotras que os alimente vuestra puta madre, vagas de mierda”, falló antes de salir a la calle del mundo incivilizado. Si fuese un héroe se encendería un pitillo; pero ya no fuma, le da miedo la O.M.S.S., soy libre) (No me esperaba un final del mundo tan infantil, la verdad. Alcaldes, gobernadores civiles, sacerdotes y sacerdotidas digitales y, en última instancia, el Presidente del Principado Cibernético y varios robots de grado militar superior fueron los encargados de soltar la alarma. Decían que quedaban solo tres días, mas siempre añadiendo que no era necesario que no corriésemos a toda leche hacia lo que quedaban de nuestros bancos y afiliaciones nacionales de mercado y minería de criptomoneda a retirar todos nuestros ahorros o a cancelar cualquier inversión, porque, ¿sabéis una cosa?, al final tal vez no sería para tanto y muchos tendríamos que seguir viviendo, independedientemente de la cara de tarugo inclasificables que podría quedársenos. Un hongo atómico de dimensiones macroorgásmicas en el horizonte hubiera sido mi elección, qué queréis que os diga. Pero a mí nadie me hacía caso, pues nunca tuve hijos, no planté un árbol en mi apestante vida ni jamás se me ocurrió escribir un puto libro. En mi barrio me llamaban La Sereno (la masculinización de los adjetivos y sustantivos era intocable) porque solo trabajaba o simulaba hacerlo en la calle por la noche y sobrevivía de las propinas que me daban, especialmente aquellos paisanos que no podían encontrar su portal porque tampoco podían encontrale varlo a la vida, independientemente de que lo que acabo de decir tenga o no sentido. Mi vieja, la Milagros, me llamaba Lauren la Guarra. Ella nunca quiso entender que yo no era una zorra, y que, si yo “hacía” la calle, era simplemente porque yo no podía dormir por las noches (¡ni en el convento, oídme bien!) y, por tanto, tenía que ganarme las alcachofas y las tarjetas telefónicas de la manera más práctica. Luego se quejaba ella de que yo no fuese a visitarla a la residencia. “Qué pena me das”, le dije la última vez que fui a verla. “A mí siempre me ha parecido que tú solo quieres entenderte con aquellas personas que hablan y razonan en Python y JavaScript.” Me tiró uno de sus zapatos de tacón abusivo y me partió un labio. Me llevé el estilete a mi cuartucho del Parque del Espolón y, antes de enmarcarlo y colgarlo junto al póster de Saló o los 120 Días de Sodoma, le metí la napia hasta el fondo porque yo ya sabía que no volvería a ver a mi vieja y me apetecía quedarme anímicamente con algo suyo de recuerdo, aunque solo fuese un olor. Lo curioso es que las tripas indetectables de aquel calzado olían a fin de mundo; lo frustrante, que yo no sepa ahora describíroslo y que tendréis que conformaros con imaginaros que aquel aroma, por llamarlo de alguna forma directa e inconfundible, era bastante parecido al que nos habíamos acostumbrado a oler, NOSOTRAS, todas las putas mujeres del planeta moribundo deprimidas, desde que Dios y Satanás pactaron concederle al hombre el derecho a llevar calzoncillos sudados, soy libre) (Nota: pub de Coventry. Digamos que es el The Old Windmill, un local de 1451 con presencia alarmante de fantasmas hasta en la nevera. Creo que la señora que lo regenta en la actualidad lleva ahí desde el principio, a saber, casi seis siglos. No es la ropa ni los piojos lo que la delatan; no, es esa manera tan sutil que tiene ella de deshacerse de la mano peluda y tocona del cliente (especifiquemos aquí que el miembro sobante podría pertenecerle a un cabo feote cualquiera del Séptimo Batallón del Royal Warwickshire Regiment), cobrándole al guasón una cifra extra por cada consumición, si hubo o no, y aquí está la gracia, sobeo. Llevamos 3 pintas de Abbot y un brandy de mortal calidad. Se consume un paquete de patatas fritas y medio de otro de cacahuetes. Cuando yo vivía en mi aldea, para ahorrar, lo escribíamos sin h intercalada, es decir, “cacauetes”. Los vecinos de Cabanas de Loureiro, aldea ésta contra la que se peleaba ritualmente en el campo de fútbol y en en ese otro que es más bien oval, el de las guerras civiles, prefirían escribirlo con g y diéresis, “cacagüete”. Macarras, pasotas y poetas que coleccionaban vinilo de segunda mano de hip-hop y trap para joder a sus viejos, substituían la c por una k: kakahuete, kakauete o kakagüete. Pero volvamos al asunto que me interesa a mí, y no a ustedes. Sí, Volvamos al Old Windmill, y permítanme que les cuente a continuación que creo que ya se ha visitado el lavabo dos veces; por turnos, por supuesto, y que... y que... y que... andaba en este mismo local el capullo de Larkin explicándome por qué odiaba él las moras (“¿Te acuerdas cuando de enano nos metíamos un dedo
305
por el culo y luego procedíamos, siempre con ignorancia y maneras infantiles, a chupárnoslo? Pues así justito me saben a mí.”), y fui yo y me atreví a interrumpirle, porque mientras le ignoraba, como hago siempre que nos vemos y sé con seguridad que me va a tocar pagar más de una ronda, siendo él consciente, a su vez, porque para eso se lo he repetido un puto millón de veces, de que con lo que gano en su editorial no me llega ni para comprarme un imperdible para la única corbata que tengo (obsequio de la oficina de empleo), me obsesioné con interrumpirle porque se me había ocurrido lo que a continuación insto a contarles a ustedes y que, en ese preciso instante, quise compartir con él y no pude porque el mamonazo, en cuanto vio que por mi lengua corría la palabra, volvió a levantarse para meterse en el W. C. otra puta vez: “Pero permíteme que te interrumpa, Philip (señores y señoras de la BBC, dejen de hacer el ridículo y no vuelvan a redactarlo con doble l), para que por un breve momento dejemos de “conversar” (los monólogos, aunque duela, también son una forma más de diálogo contrastable), aunque nos duela, y pueda yo, por lo tanto, tener la oportunidad de contarte, como estoy dispuesto a hacerlo porque nunca me dejas y siempre te escaqueas cuando me toca el turno, que últimamente me ha dado por pensar -ya, lector, ya sé que nada de lo que digo suele venir a cuento, precisamente a este cuento mismo-, y por haberlo hecho me merezco un premio, un poemita de nada en la próxima antología poética de tu editorial, por ejemplo, o unas patatitas; digo que me ha dado por pensar que si es razonable -lo es, qué narices- argumentar que si Dios no existe, mejor nos iría a todos si le diéramos la razón al Diablo... Creo honestamente que he demostrado con creces -continué, alzando la voz progresivamente porque siempre me había ilusionado ser Napoléon o el mismo Boris Johnson, y era obvio que a mí me interesaba justo en ese preciso instante que mi mensaje pudiera llegarle a Larkin antes de que éste se encerrara definitavemente otra vez en el retrete-, aunque la clientela de esta pub parezca dudarlo, mi capacidad intelectual a la hora de defenderme con soltura usando, cuando fuere vital, todo tipo de conceptos ontológicos inexistentes que pudieran haber sido planteados por personajes infantiles extraidos de un tebeo. Te digo una cosa, y sé que desde el cuarto de baño todavía se me puede escuchar: lo que nunca he logrado entender es por qué seguimos empeñados en contratar a un bombero cuando en casa siempre se han coleccionado extintores. ¿Sabes lo que te digo?” Larkin, que saber lo sabía todo porque así nos habíamos empeñado sus fieles seguidores en hacérselo creer, aprovechó la breve pausa que yo le había concedido a mi borracho planteamiento, para asomar su tierna y calva cabeza de pepino ilustrado, cambiar de tema, o de cuento, si lo estiman más oportuno, para sugerir lo que a continuación se describe tras estos dos puntos: “Vente al número 3 de la Almond Tree Avenue. No te puedo prometer nada, aunque sí una botellita de Silent Pool, un disco de Lester Young y el frívolo deseo de que la noche pudiera acabar en un trío con Mónica . ¿A ti no te molesta que yo te bese las nalgas, verdad?” Negativo. A mí solo me incordia que me interrumpan, que no me dejen hablar porque aburro o porque lo que digo o tenga yo que decir ya se ha podido escuchar o leer en otro cuento. Felipe Larkin, el poeta más librero del planeta, salió de retrete, se secó las manos con la solapa de mi abrigo y me preguntó mientras se preguntaba brevemente si le merecía la pena, antes de abandonar el pub, acabarse los dos dedos de mierda que le quedaban de cerveza calentona en la pinta: “¿Has estado alguna vez en L. A.? -raramente los ingleses lo pronuncian completo- Es la capital galáctica de los asesinos en serie. Creo, Gonsales, que tú allí pasarías desapercibido. ¿Te vienes?”. Y me fui con él. Porque yo ya estaba muerto y evidentemente podía desplazarme de un sitio a otro tal y como me diese la puta gana, y porque ya no tenía prisa ni tenía que firmar el paro ni darle el biberón a mi hijo, o arreglar de una puta vez esa lápara de la mesilla que Isabel siempre quería tener encendida cuando follábamos, o ponerme una boca nueva en Bulgaria con la pasta que la vieja me había dejado en su puto testamento, tender la ropa para darle una sorpresa a Queen Nzinga cuando volviera Houston, pagar las clases de judo del nene y la cuenta del charcutero, comprar ranitidina y ketamina a Panero en Carnaby Street, o enviarle un manuscrito a la editora con tanta pasión como quien envía por correo sin certificar y a bostezos un manual de la lavadora. Y me fui con él, pero se quedó mi sombra, soy libre) (El filósofo empírico escocés Alejandro Bain inventó el fax, que no lo dude nadie. Concretamente en 1843.
306
Llovía, eso tampoco lo puede cuestionar nadie, coño. (De su calada manga también se sacacaría más tarde Mind, o “Mente”, el primer jornal de psicología y filosofía analítca del globo. Esto sí que me importa un bledo que me lo cuestionen ustedes). Si era cierto que nunca antes de que desapareciésemos todos después de la III G. M. habían visto un facsímil o envío telefónico de insufribles rompecabezas escaneados e impresos a una víctima telefónica con forma de número de ocho, diez o doce dígitos, aquí les dejo hoy (los muertos y los desaparecidos también pueden leer) el último que me ha llegado a mi colección en la “otra” dimensión esta tarde a la hora en que los minutos que se emplean descifrando, por ejemplo, un puto fax, ya no puede esperar nadie que nos los vaya a abonar ninguna de las sombras desalmadas del sempiterno capitalismo contemporáneo finalmente extinto mas todavía en funcionamiento. Empecemos por el encabezamiento:
FAX Institute for Advanced Study in Princeton, New Jersey
Joé, iré al grano, aunque me deje el hígado y parte del corazón con este delirio mio espontáneo de inaudita sinceridad. Si me busco mujeres de edad ridícula (“chicas”, como tú aseguras; chicas, nada más), lo hago, como supongo que habréis podido imaginar ya todas, no para sentirme más joven, sino porque siempre he creido que yo moriría a una edad relativamente bisoña. Permanecer con la misma persona más de lo que mi perfil racional me aconseja (siempre he sido fiel, ya lo sabes; lo que no he conseguido ser hasta ahora es constante) suele inducirme a pensar en la muerte. Aunque contigo la relación duró cuatro años, yo al tercero ya andaba creyendo que una embolia no tardaría en expulsarme de este mundo infeliz. Aguanté un año más, y cuando yo pensaba que debía empezar a redactar mi testamento, lo dejamos. Te regalé mi apartamento de la Wagon Wheel Road y me escondí en casa de la vieja a esperar a que la patética figura de la Mujer de Negro golpeara la puerta de mi dormitorio para arrancarme de esta vida de un sopetón y sin dejar propina a cambio. Al mes conocí a Noelia en el ascensor del edificio. Nuestra relación fue bastante más corta; exáctamente 14 meses. Aunque yo había madurado un tanto, volvía a pensar en la muerte y, como me corresponde, en cambiar de pareja porque había que frenarle la zancada de alguna manera a la puta señora de negro. (¿Y si se tratase de un hombre? ¿Un simio superior como el General Hurco, el de la serie El Planeta de los Simios?) A Noelia la siguió Ella, y en cuanto me harté de ésta y de mi prematuro pero lento y fraudelento fallecimiento, otra chica de Etiopía cuyo nombre nunca llegué a aprender a deletrear porque nuestra relación, adulterada como era de esperar por mi correspondiente angustia vital, fue efímera y decepcionante. Eso sí, que sepas que fue ella quien me dejó a mí por un futbolista alto y cántabro con cara de leñador brutalizado. Actualmente comparto mi intrascendente congoja con una chica pelirroja que quiere ser escritora y que acaba de ser expulsada de un convento de clausura. Cuando por la mañana compartimos en la cama la prensa y ella lee en bajito los titulares de mierda, yo diría que se la nota en la cara que le gustaría volverse al puto priorato. En fin, como no me apetece aún verla con hábito (en el dormitorio es otra cosa; eso ya lo sabes tú), me he atrevido a confesarle con cuántas mujeres he compartido mi proceso subjetivo de decadencia orgánica. Quién sabe, tal vez sea porque soy consciente de que me estoy muriendo y de que el único
307
rostro que me apetecería ver en mi camastro del hospicio sería el de una mujercita fiel y sencilla como ella. Me voy, me estoy muriendo. Siempre te he querido. ¿Y tú?
Gracias por todo.
Albertito Einstein, soy libre y me muero) (Diose cuenta Gauguin una semana antes de tomar tierra (todo le llegaba tarde, como los chistes que se escuchaban involuntariamente en la barra de cualquier bar anónimo) aquí, en el infierno, y después de haber vivido treinta años en aquella nación quimérica y remota a la que muchos, con una insistencia siempre patatera causante de jaquecas existencialistas de tratamiento nulo; diose cuenta, señalamos, que la única patria que el sapiens sapiens leído merecía citar era precisamente la que se fraguaba en la cocina y, con acotada suerte a menudo, en algunas de las historiestas que firmaba la familia de uno cuando ésta ciertamente tendía a arrancar más sonrisas que llagas en el esófago. En el cargante infierno sobraban los familiares, pero solo había una cocina; licencia para explotarla reservávase exclusivamente a aquellas almas que en vida terrenal no sabían o habían insistido como peleles en negarse a freir un güevo porque para eso se habían inventado los esclavos y la servidumbre encadenados físicamente o moralmente. “¿Adónde va usted, Adolf, con ese gorrito blanco tan lindo a lo toque blance? ¿Nos prepara a sus paisanos de la 4993 unas empanadillas?”, soy libre) (Isabel estaba convencida de que el tipo de literatura que más le convenía a Fogwill (¡qué inocentes éramos todos antes de la apocalipsis! ¿A quién se le podía haber ocurrido que escribir sería aprovechable? Una tortilla de patatas servida con un pedazo de pan fresco lo superaba) era la que se presumía (seguíamos con las cándidas especulaciones) fabricada en la nada. Pero no en la nada de don Rogelio, la cual no era otra cosa que una porción espiritual ilimitada y presuntuosa ideada para que el sentimiento de culpabilidad impuesto nos negara el desarrollo de cualquier forma de libertad intelectual que no cuadrara con la que este señor de sotana y sus devotos compadres habían elegido para nosotros desde muchos siglos antes de que descubriéramos que la peste bubónica, por ejemplo, no la transmitía un angelito guarro y sedicioso, sino las putas pulgas y piojos que Speedy González cobijaba debajo del sombrero. No, ella se refería a esa otra clase de nada que olía mal, sabía a pan rancio, pasaba frío también en primavera y compartía techo con seres que llevaban nuestros apellidos y que eran conscientes de que, a ratos, una ladilla podía creerse incluso más agraciada que los genitales velludos que la hospedaban. El autor, por su parte -estimo que es la que nos debería interesar-, no tardaría en averiguar que si quería sentirse alguna vez agusto con lo expulsado sobre el papel debía primero abandonarlo todo para así entregarse desnudo a la exasperante llamada de la puta selva de la palabra. Dejó un primer trabajo vagamente remunerado, cierto, y se plantó inocentón en la ciudad más tonta del universo con un saco de dormir, un jersey de lana gorda (claro, nadie le había contado nunca que cuando se es pobre las polillas no te pasan una), un libro de Kafka, cuatro cuadernos, tres lápices Masats y una navajita patética para afilarle la boca a esa herramienta divina sobre cuyo carboncillo habría de recaer la responsabilidad ética de mantenerlo activo, escritor y vivo. ¡Tremendo compromiso! Sería ahora oportuno concluir que nuestro pelele, cayera la década que cayese, viviera en la ciudad en donde viviese -espero que a sus decendientes no les moleste si insinuo aquí que yo siempre he creido que Fogwill no salió nunca de Chamberí-, él siempre se mantuvo fiel a sus principios y, como escritor, nunca quiso ganar dinero ni que lo colocaran a modo de enchufe en un curro fijo. No, creeía imperativo, y no me pregunten por qué, llegar a sentirse lleno y reivindicado si se le ofrecía la oportunidad de vez en cuando de, por ejemplo, echar a patadas de casa al Cobrador del Frac, o de entrar en las librerías más casposas de la ciudad a robar los libros, de segunda o la mano que fuese, de aquellos escritores y poetas que él admiraba porque le parecía evidente que ellos también habían necesitado alguna vez materializar sus fantasías más decepcionantes sobre el folio de la puta nada apestosa y piojosa, soy libre) (Nota tras cuya lectura se debe admitir que este cuento es impublicable si una se atiene a que: a) no se cuenta con el permiso del personaje mencionado en ella; y b) el mundo ya se acabó. Ganaron los de siempre. Los
308
ricos y los políticos no leen, digan lo que digan. NOTA: Cuando una planea meticulosamente el asesinato de alguien (¡ya estamos con las trivialidades) antes debe analizarse hasta la extenuación por qué consiguió la bofia arrestar a la mayoría de todos los presuntos culpables de otros homicidios recientes similares. Por muy infalible que parezca, el método que se usará carecerá de relevancia estética y criminal si la asesina no ha estudiado hasta la saciedad todos los errores cometidos anteriormente por otros asesinos dentro o fuera de la escena del crimen. ¡Pero quién le habrá aconsejado a usted que pagara en la frutería con billetes manchados de sangre, señorita Hindle! Yo me atrevería a asegurar que la técnica que se vaya a utilizar no puede ser nunca la protagonista; la total eliminación de pruebas y el encubrimiento de todo aparente motivo que haya inducido al asesinato, sí. No debe olvidar nunca la homicida que la mayoría de casos se resuelven porque se ha cometido un error garrafal, y nunca porque los agentes del orden involucrados y los detectives correspondientes de la Sección de Homicidios hayan destacado alguna vez por su envidiable nivel de perspicacia policial. En mi caso, siempre que elaboro un plan de asesinato, me encierro un par de semanas y estudio noche y día aquellos delitos recientes penados con la pena capital que pudieran parecerse en contexto y narrativa factual al que tengo en mente acometer, prestando atención mayoritariamente a la causa del arresto más que a la técnica empleada por la malechora en cuestión. Eso es algo que Arteche y yo compatirmos: pasión por el examen absoluto de los hechos. Por otro lado, y doy por finalizada ya la charla, la asesina perfecta (la excelencia no deberíamos otorgársela únicamente a las santos y a las futbolistas) ha de tener siempre en cuenta el fastidioso hecho de que las técnicas empleadas por la policía forense van mejorando progresivamente, por lo que resulta vital familiarizarse con ellas y, quizás, incluso aventurarse a presagiar lo que en un futuro no remoto el progreso podría facilitarnos en ese apartado, reimaginando para ello nuevas técnicas potenciales de investigación que pudieran ser adoptadas durante ese período de su vida en el que ella podría todavía imaginarse libre y con vida, fue libre) (Temblaba. ¿Quién? Temblaba. En público. Imaginé que élla andaba dando una charla en una universidad. La de California. Sí, mujer, sí. Esa que lleva el nombre del filósofo. ¿La conoces? Berkeley. Y ella temblaba. Facultad de Ciencias Aplicadas y Tecnología. Sudaba. No entiendo bien por qué. Nada podía fallar. No era la primera vez. Con el micrófono era una experta. Los alumnos de tercer curso se rifaban los asientos del auditorio. ¿Pero por qué estabas tan nerviosa, fuck? Daba las presentaciones sin papeles. Se las aprendía de memoria. Se lo había copiado a Margaret Boden, su profesora de antaño de Filosofía de la Inteligencia Artificial en la Unversidad de Sussex. Sudaba, recordaba ahora aquella vez que, en un seminario, la Boden la ridiculizó en público porque había estornudado y no se había tapado la boca durante aquella expulsión convulsiva de aire y mocos frágiles. Sudaba, y sabía que le olerían las axilas y que tendría que esconderse en el lavabo de profesores después de la presentación para lavarse el sobaco con agua templada y jabón. ¿Pero por qué sudabas, imbécil? No lo entiendo, ella no necesitaba ni aislarse ni concentrarse para organizar los apuntes. Los sábados se sentaba en cualquier terraza y preparaba la siguiente sesión mientras se bebía una copa de Cast & Coast sin hielo. O dos. O tres. Fumaba mucho, eso es incuestionable; pero otros catedráticos se inyectaban esteroides y se ponían nuevo pelo, y nadie se atrevía a decir absolutamente nada. “¿Qué les molestara a ellos que yo me eche un pitillo?”. Era su despacho, coño. Más seguía temblando. Vivía de premios, de ensayos repetitivos, charlas en facultades afiliadas y dos o tres libros publicados anualmente por la editorial de la facultad. No se podía quejar. Joder. Hostia. Me cago en la puta. En un informe del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas se estimaba que en el conflicto bélico del Yemen ese año morrirían aproximádamente unas 377.000 personas. Un 70% de los fallecidos serían niños de menos de cinco años de edad. Y ella seguía temblando, cojones. Y a veces la invitaban a la televisión. CNN. CBS. ABC. Al Jazeera. Su opinión contaba. Le hacían caso. Si trabajara en Holywood sería uno de los actrices mejor pagadas. Para joder siempre lo escribía con una única ele. Holywood. Algunos colegas se lo recriminaban. Ella se encendía otro cigarrillo y decía que el infierno solo se había ganado el ser deletreado incorrectamente. Seguro que la conoces. Su nombre debería sonarte, si es que es del todo cierto que no te ha apatecido nunca irte al otro
309 mundo luciendo cara de Mula Francis. Por favor, no me hagas repetirte otra vez que hay que leer más. ¿Sabes a quién me refiero, verdad? Menos mal, qué susto me había llevado. Ya nos imaginamos que se la había visto salir de copas con Lennie Tristano y Tilda Swinton. Sí, hombre, sí: la actriz ésa tan pálida que salía en las películas de Jarman. ¡El de Wittegenstein, hostia! Ya, ya veo que no es suficiente con leer libros. Por curiosidad, ¿cuándo fue la última vez que visitaste un museo? También se dejaba ver con Janet Sobel, Hrabal y Khaled al-Asaad. Ya ves, me gusta citar a gente que tú posiblemente no conozcas. Seré pedante, mas Francis... no podrán decir nunca que lo fui. Temblaba. ¿En qué año se había pasado la prohibición de fumar en los auditorios o en las clases de los seminarios académicos? ¿Le preguntaron a ella alguna vez si estaba de acuerdo? Negativo. Se calculaba que, para el 2030, más de un millón y medio de yemeníes habrían muerto ya si seguía el conflicto armado. “Y a vosotros de veras que os molesta que yo fume?” Temblaba. Nunca se la había visto hacerlo de esa manera tan obvia. Sudaba también, como era lógico. Pero eso ya lo hemos sugerido antes. Todos los alumnos y profesores asistentes nunca lo entenderían. No. Nunca. Never. Porque. Cómo iban a comprender ellos que ella. En un lapso de mierda. De veinte o treinta segundos. Aprovechando que le daba un sorbo generoso y lento. A un vaso de aguna mineral cristalina e hiponuclearizada. Pudiese de alguna forma. Vaguear en ese preciso momento mentalmente. Por otros lares. Intelectuales o no. Y presentarse. Casi por instinto. En una de esas putas zonas ocres. De la mente. Donde una se enfrenta irremediablemente. A cuestiones exclusivamente profundas. Yo añadiría. Si me lo permiten. Que perniciosas también. No. Nunca. Never. Porque. Cómo iban a entender ellos que ella. María. La Zambrano. Después de dejar el vaso sobre la superficie de la mesa que le habían asignado. Ya sabría. Que la única respuesta a la pregunta que ella se había hecho. En aquella demarcación tan macabra de la mente. En ningún momento podría. A) compartirla. Ni con A´) los asistentes a aquella charla académica. Ni con A´´) su mujer o con sus dos hijos ya adolescentes; Ni B) creer en la respuesta que más cómoda podría dejarla. “¿Quieres que no tomemos un descanso?”, le preguntó con un tono discreto el decano. Como vio que ella no decía nada la agarró con suavidad del antebrazo y la sacó de la sala mientras ordenaba al catedrático suplente que continuara él con la presentación. “¿Pero de qué voy a hablar yo ahora?”, imaginaban un 79.7% de los alumnos e invitados que el sustituto se preguntaba. “Pues de lo que te salga de los güevos. Pero haz algo porque el precio acordado por la matrícula no se justifica solo, fuck”. Ella, la María, aprovechaba el efecto reconstituyente, casi de naturaleza de dibujos animados, de la brisa que entraba por el ventanal de la sala de visitas para preguntarse qué ovarios le había pasado a ella. He de admitir que yo nunca me hubiera hecho una pregunta así. He de confesaros muchas otras cosas. Pero no me atrevo. Y por esa misma razón me lancé a escribiros este cuento. Hace tres años. Cuando todavía vivía Philip Seymour Hoffman. Y los chavalillos de Palestina podían. Más o menos. Hacer travesuras en la calle. Como digo. Dudo que yo me hubiese hecho nunca una pregunta parecida. En la zona lúgubre del cementerio cerebral. Por ejemplo. “¿Qué ocurriría si de un sopetón?”. “¿se nos borrase el pasado?”. “¿y solo viviésemos de esos instantes?”. “¿que el presente -descarten el futuro; la inexistencia de un pretérito inhabilita su existencia- nos concede arbitrariamente?”. Yo creo que sería lógico pensar que no habría amor. Porque está claro que los recuerdos ya no existirían. Y una cosa tan simple como el tumbarse en la misma cama para sobar. O el preparse un piscolabis (pisco, “pedacito pijo”; labis, “boquita aristocrática”---> esto tampoco lo recordaríamos), o hacer caca, lavarse, frenar cualquier impulso sexual o pelearse (“¿Qué explicación tiene que esta persona me dé un azote y aquella otra prefiera ignorarme?” “Ninguna, ¿no ves que no existe un pretérito aclaratorio?” “Yo solo veo lo que puedo tocar”), conllevaría un nuevo, exhaustivo e inmediato proceso de aprendizaje que nadie lograría dominar por carecer referencias y tiempo. El rango de expectativa vital de las efímeras es de un día. ¿Nos sentiríamos como ellas? Cuentan que en el capullo sobreviven más de un año. Yo, personalmente, conozco a varios capullos que no superarían ese prolongado aislamiento. Ni de coña, tendrían que salir de su casita de seda y plantarse en la puta calle para darle el coñazo a cualquiera cuando se les presentase la primera ocasión. Un pajarillo amarillo de alas azules y blanco
310
el rostro se posó en el marco de la ventana. Y le dedicó una canción. Parecía una balada. Lo tenía claro. Ella no creía en Dios. Quedaba descartada. Pues. Cualquier intervención divina. Ambas criaturas de la naturaleza se miraron a la cara. A ella le parecía que había entendimiento. “You speak English?”. Inquirió el pajarillo amparador. Estaba claro que se trataba de un herrerillo común. A mí me encantaría poder imitarles ahora a ustedes el sonido de su canción. Tsii-tsii-tsii. Tsii-tsii-tsii. O algo parecido. “¿Que hacemos con la profesora?” “No sé. Que baje la enfermera y le recete algo. Pero antes llama a su esposa y que la venga a recoger”, soy libre) (Martes, 14 de julio, 2042. East Street, Epsom. Si mi reloj análogo no me mentía (solía hacerlo, y por eso yo seguía estancado profesional y socialmente), eran las 6:35 de la tarde. Llovía, ¿para qué modificarle el clima a aquella intratable región? Me habían dejado solo en el apartamento, y eso me ofrecía la misma dualidad situacional de siempre: la positiva, que me colocaría en la mano una botella de Bodegas Caro que me iba a beber sin tener que soportar las miraditas suspicaces de la gente sana del planeta; y la otra, la negativa, la cual no me dejaba otra opción que la de saber que yo tendría que aislarme en el estudio para enfrentarme de una puta vez a este manuscrito inacabable. Al acabar mi segunda copa de Amancaya sauvignon abrí el cuento por la página 143 con el bolígrafo rojo que utilizaba para corregir mis penurias semánticas, o para odiarme, si lo desean. Pues bien, ¿a quién vi entre los recuadros vacíos de mi cuento? “Posbien”, vi a Arteche y, por una vez en la puta vida, el cántabro parecía que se me asomaba a la página indiferente y reposado. ¡Qué equivocado andaba mi único lector! Encontrábase nuestro amigo repasando unas notas tumbado en la hamaca del jardín de un chalet adosado que había comprado, si no recuerdo mal, en el otoño del 2038, en Cotolino, Castro Urdiales. Limpio por fin de todo vicio pretétiro (nuestro ritmo de vida tiende a demacrarnos justificadamente, nos gustaba afirmar a los dos), rememoraba a la tumbona (¿de veras creen ustedes que existe un manera mejor de lidiar con el pasado?) ciertos episodios sombríos de su última etapa, antes de darse por “jubilao”, en la capital del infierno terrenal (si van a visitarla algún día, que sepan que como mejor se la recorree es siguiéndole la pista histórica a su gris Támesis.) 102 de Duckett Street, un edificio abandonado que controlaba la Mafia Shqiptare albanesa y en el que se alquilaban habitaciones a distribuidores de fiar y a consumidores de hábito parcialmente controlado de tina (cristal mentanfetamina), coca, éxtasis y heroína. Arteche dominaba el negocio, esto ya se ha especificado anteriormente. Antes de contar fajos de billete con una sonrisa un pelín peligrosa, era fundamental, se dijo Arteche la primera vez que pareció sonreirle la fortuna de las permutas atípicos que nunca podrían cotizar en bolsa, entender que si al mundo del caballo le sobraba gente herida era porque en el de su prima lejana, la tina, no escaseaban nunca personas inseguras que siempre estarían dispuestas a pagar cualquier cosa por colocarse. Nunca llegó a entender, aunque le importaba poco, seamos justos, ni las consecuencias ni el origen de dicha correlación que se había planteado tiempo atrás. No, lo único que le interesaba a él, como eficiente distribuidor que era, era conocer y respetar dicho dato, porque cuando algún conocido de los negocios intentaba recomendarle un nuevo cliente o un camellito de mierda, veía que era fundamental analizar esa parte delatora del alma del individuo que solía quedar expuesta antes de cualquier venta o trapicheo para evitar así cualquier decepción fiscal futura. “¿Cómo? ¡Que te han robado lo que te llevaste ayer! ¿Y cómo cojones piensas pagarme lo que se me debe? No te quiero ver más por aquí. La próxima vez que te vez nos vamos a comunicar tú y yo a puñetazos. Lárgate o te coloco encima a los albaneses, fucking cunt.” Que entre ahora en la escana narrativa el típico psicólogo de pacotilla: ¿Por qué mentimos todos? A veces para no joder a la parienta, a veces porque somos unos mimados de mierda y nos apetece que nos regalen lo que obviamente no nos merecemos, a veces para parecer más chulos de lo que la realidad nos cuenta que somos o seremos nunca con objetividad pasmante, y a veces, para eludir cualquier situación física o social peligrosa, coño. ¿Y cómo se nos caza a los metirosos del copón? Veréis que no sabemos sentarnos rectos o quedarnos quietos durante el proceso de elaboración y comunicación de la trola, que algunos se tocan la oreja, auqnue yo prefiero el toqueteo napial, que se respira a una velocidad delatora, que cambiamos de tema como Narciso cambiaba de pareja, que esa voz que usamos ya no es lo que era cuando todavía podíamos presumir
311
de ser santos, que cualquier bola soltada apenas va acompañada de una expresión emocional generalizada de boca y ojos, y que si no me crees a mí tú no me ganas a la defensiva, capullo, aunque parezca ridículo mi comportamiento; y que sudamos excesivamente poque por algún lado tendría que salir la tensión, ¿verdad? Y que entre ahora en la escena el polígrafo: Aunque lo chinos, como en prácticamente en todo, ya nos aventajaban en esta disciplina con diferentes métodos prácticos empleados cuando se hace necesario averiguar si algún cabrón miente o no (en el infienro me contaron una vez que al sospechoso los jueces chinos le metían arroz en la boca para ver si le secaba o no mientras demostraba su presunta inocencia), se puede admitir que fue un cerdo gris de la policía californiana que se hacía llamar John Larson quien, allá por 1921, empalmó todos los cablecitos que había que colocarle al puto aparato que, aparentemente, iba a medir por primera vez cambios significativos en la presión sanguínea y el pulso cardíaco del presunto delicuente. Dicen que éste caco último se llamaba como yo, Naranjito, y que lo habían acusado a él y a otros dos sindicalistas del acero de dinamitar el edifico de ese periodicucho de mierda, extinto ya, gracias a Lucifer, que se llamaba Los Angeles Times. Pero volviendo a Arteche, conservaba él un polígrafo de la marca Terry Mullins en la esquina derecha de su mesa de trabajo. Cercano a éste, una foto enmarcada de Noelia y él juntos en el templo siciliano de Segesta, y, un poco más a la izquierda, una cinta cassette del primer álbum de John Prine. Just give me one thing that I can hold on to, to believe in this living is just a hard way to go... Arteche utilizaba una vez al mes con todos sus clientes el famoso detector de bolas. “Venga, venga, Boris. Síentate ahí y remángate la camisa. No me sudes en el despacho porque me vas a dejar un tufo a Baron Dandy y etanol desalcoholizado insportable. No, ya sabes que los pantalones no hace falta que te los bajes... Veamos... ¿Es tu nombre completo Alejandro Boris de Eiffel?... ¿Has tenido este mes algún tipo de inetrcambio a modo de conversación con la bofia?... ¿Resides en Brightweird Manor?... ¿Has vuelto a cortar mi cocaína con matarratas?...” Arteche nunca suministraba los fines de semana. Demasiados nenes jugando a la pelota en la calle y fisgoneando en el edificio. “Oiga, cerdito: me parece que en esa casa de enfrente hay gente mayor haciendo cosas sucias.” Cuando necesitaban una “ampliación” de capital porque la mercancía original había sido encautada y se buscaba, pues, en otros lares no controlados por la familia siciliana de turno, aunque el precio de compra se le triplicara, sacaba su lista de taxistas paquistaníes y bengalíes y repartía la droga entre los que eran de fiar, es decir, aquellos que en sus ratos libres de tentación solo probaban el canabis porque, al parecer, a su Dios éso no le molestaba tanto. Había trescientos mil taxis en la capital del infierno en la tierra, un 93% de éstos conducidos por taxistas del subcontinete indio: las matemáticas no fallaban nunca. Cuando la mercancía le llegaba sin problemas desde la tierra del coñazo de Pavarotti, imponía la austeridad entre sus camellos oficiales, prohibiéndoles el uso de carros llamativos y de cualquier otro tipo de lujo visible que diera la nota en aquella zona de trapicheo poblada de perros pulgosos irrecuperables , a menudo chivatos prolíficos. Si el cliente o el camello aparecía intoxicado se le devolvía con un cate o una coz por el mismo sitio por donde había entrado, además de aplicarle una multa o suplemente económico extra con el siguiente pedido. “¿Pero ya no te acuerdas que la semana pasada le añadimos un 10% al precio final de tu nuevo pedido? ¿Acaso necesitas que te refresque la memoria con la punta de mi bota? En este despacho solo entra bebido o colocado John Prine, ¿te enteras?” Definitivo, sí que lo entendían, como había comprendido también Arteche que el único objetivo que tenía era salirse del tema en cuanto hubiese ahorrado la cantidad de pasta que necesitaba para retirarse en un chalecito en el cantábrico y para comprarle a Noelia la licencia del pub que ella regentaba en Londinium. Si a ésta no le molestaba, también le pagaría la matrícula del internado privado de Kensington al hijo que ella había tenido conmigo. Por supuesto, nunca mantuvieron ningúna relación sexual. Y es que a él se le rompía el corazón con probada facilidad. No, mejor volverse armario y entenderse con las polillas y la naftalina. Los domingos por la noche, Arteche contaba con la Casio HL-815L las ganancias de la semana. Separaba un tercio de lo acumulado para la compra de más género y repartía un bono entre aquellos camellos más discretos que habían conseguido el número más alto de nuevos clientes fiables y también entre aquellos que
312
laboral y sexualmente a niños de varias nacionalidades secuestrados principalmente en playas mediterráneas. Sí, Arteche se manejaba de puta madre con el bate de béisbol. De joven jugaba en el equipo de la barriada, o, si quieren, digamos que cuando era un chaval algunas de las vecinas estaban bien hartas de los peleles de otras vecinas porque cada semana caían rotas dos o tres ventanas y nunca daban ellas a acertar quién carajo había sido el resposanble de aquellos actos violentos furtivos ya que, siempre que asomaba la camocha la persona damnificada por el vidrio roto, ahí abajo ya no quedaba rastro de nene vivo a quien acusar y exigirle reparaciones. Mientras recordaba aquellas jornadas de beisbol infantil urbano y la cara de espanto de una de las inquilinas de la rua, la señora Segura, vecina ilustre y cotilla del piso tercero, mano derecha, Arteche se dijo, por otra parte, que si le llegaba la oportunidad y no fuere necesario usar el bate, tal vez sería mejor usar la estrangulación con cualquier adulto que se le aproximara sin haber notado todavía su presencia dentro de aquel chalet. Nunca había usado ese método antes y tendría que perfeccionarlo rápidamente, ojo. Anotó en su cuaderno mental: ¿Claves de una estrangulación perfecta? Por la noche iba a conectarse a la red eclipsada e impenetrable para perfeccionar su búsqueda. Descubriría que había múltiples métodos de ejecución estrangulatoria, siendo tres de las más exquisitos, a su parecer, la estrangulación frontal a dos manos, la estrangulación guillotina y la estrangulación diagonal. Mas él se daba cuenta de el uso del bate iba a ser inevitable en algú momento. Rápido y certero, joder. Pac, pac... ¡pac! ¡Siguiente!, soy libre) (Has de saber, hermano Diego, que ciertos ídolos de nuestra adolescencia fueron quedándose por el camino. Quizás, éso ya demostraba desde un principio su flojedad intelectual o moral. Yo escuchaba con frustración enfermiza cómo intentan ellos en vano expresar su inocencia, reivindicando para ello posicionamientos supuestamente personales que a la mayoría no dejaban de sonarnos casposos e irracionales; argumentos todos rridículos con los que pretendían justificar episodios personales pretéritos y vergonzos de los que, al parecer, nunca antes habián necesitado sentirse culpables. Cuando caía una entrevista en los medios (por lo general cadenas de radio que solo se escuchaban en todas esas grandes ciudades dominadas por un mercado bursátil, o en las gasolineras y en las aldeas que aún conservaban cura y romería) de su boca seca salían las típicas teorías apadrinadas anteriormente por el estereotipo de mente ultraconservadora que obviamente temía que los tiempos modernos pudieran dejar atrás, en el olvido histórico necesario y regenerador, esos mismos postulados suyos que ya no tendrían sitio en la mentalidad de la población moderna y democrática. “¡Coño, si es que ya no se puede decir subnormal ni maricón!” A nadie pudo sorprenderle, entonces, que el Padre Miguel intentara desprenderse en un plis plas -Fogwill, ¿se escribe junto o separado?- de toda su colección de discos y libros semiautobiográficos de Naranjito, regalándolos, porque le parecía un insulto vendérselos a nadie, en la zona vintage del Mercat dels Encants. Poco tardó Anacleto en hacerse con la citada colección de álbums y cuadernos impresos. A nuestra ciudad no le faltaban mentes jóvenes aparentemente creativas que creían fundamental para formarse léerselo y escucharlo todo. Yo los pararía bruscamente en la calle y les daría un sopapo. “¿Pero qué te pasa a ti? ¿No ves que solo hay que leer lo que no te han recomendado nunca?” Ni puto caso. Le dio cuatro duros de propina a nuestro vendedor de recuerdos semánticos y musicales tullidos, y tan contento que se fue él con sus libros y discos bajo el brazo a dar un recital poético en una sala vacía. “¡Si es que eran otros tiempos!”, podría él haberme contestado. “No”, me encantaría haberle replicado, “una teta o un codo sí que han sido siempre lo mismo.” Ahora me los imagino a los dos, Anacleto y Naranjito, gritando desde el otro lado de la acera, antes de doblar la esquina: “¡Pero si es que ya no se puede decir negro ni tortillera!”, soy libre) (Ya es la hora de la cena. Sobre la bandeja de aluminio oxidado la dueña de la pensión ha colocado 63 años de frustración social. ¿Qué hay para cenar esta noche? Lo que Dios quiera. Es una lástima que Él se sienta también decepcionado; todos comeríamos mejor y más sano, creo sinceramente. -¿Sabías que en la entrada al infierno hay un cartel con letras negras sobre fondo azul que cita unos versos de Rosario Castellanos?-le pregunta Liszt al tío Nicolás. Éste cuenta las moscas que se rifan las migas de pan seco del mantel. -No, ni me interesa. He salido de la habitación a cenar, no a hablar con nadie. 314
-La verdad, yo siempre me imaginé que usarían amarillo sobre rojo -insiste el húngaro. -Y yo que usted ya estaba muerto. -Pues fíjate que solo ese rótulo -apuntala Liszt- y los cuatro tomos de lectura chicle y pastosa de la biblioteca de la planta 1434, sala XIX, son la única literatura allá arriba permitida.
-Pásame la sal y cállate la boca de una puta vez -sentencia sin acertar mi tío. -Pero ese detalle no me molesta. Lo que sí me toca las pelotas es que solo se le haya permitido allá arriba a Adolf tener cuartillas y lapicero. -Pelotudo de mierda. ¿A ti nadie te explicó en casa que hay que saber respetar los silencios en la mesa? ¡Si es que así comienzan todas las guerras, hostia! -Y claro -matiza Liszt-, allí nadie da nunca explicaciones. -Mejor así. Todos calladitos de una puta vez. -Os voy a dibujar en esta servilleta un boceto del cartelito de la entrada. Lo dibuja. Nadie, excepto yo, le presta atención. Sin decir ni una palabra, miro de reojo mientras le hinco el diente a la chuleta. ¿Cómo podría yo describíroslo? Lo voy a intentar: sobre un recuadro vertical del tamaño de una servilleta de papel plegada y dibujao en tinta negra, se ve, aunque parezca un sinsentido, un cielo rosa ocupando dicho rectángulo. En la esquina superior izquierda, un palo de tamaño sifilítco sostiene un cartel azul sobre el que se han escrito en negro unos versos de esa poeta que dicen que es mejicana. Me los aprendo de memoria para repetírmelos esta noche cuando me retire a mi cuartucho a superar la madrugada sudada y sobada. Creo que las rimas dicen así, y perdónenme si se me escapa alguna falta de hortografía: Pero si hes necesaria huna definicion para hel papel de hidentidad, hapunte ke soi muger de vuenas hintenciones i ke e pabimentado hun kamino directo i facil hal hinfierno. Ahora quiero que me dejen contarles que kualkier falta de estímulo intelectual siempre e savido kompensarlo kon huna memoria grafica. De nada me a serbido, heso hes cierto. Hisabel siempre me lo rekriminaba después de acostarse conmigo. “Mi garrulillo no quiere mejorar.” ¡Porké no le abré echo ha hella kaso nunka! Las noches de agosto en esta ciudad son hinsoportavles. Ha beces kreo ke llo lla hestoi muerto, pero ke me kuesta kreermelo porke no me gusta pensar mucho. “Si te molestaras un poquito, te enchufaría en la editorial.” Creo que en el otoño me vuelvo siempre más hinteligente. Me salen planes y me paro delante de los escaparates de las librerías a mirar livros y precios. Como soy un hortera os voy a contar que cuando baja la temperatura las lágrimas se sekan casi solas. No entiendo porké, no tiene sentido, soi livre) (En el 2031 a mí me parecía razonable contar en esta página que mientras pintaba a bostezos (dice la RAE que la casmodia es una abnormalidad perniciosa que consiste en bostezar con asiduidad espasmódica) en Madriz el retrato de Margarita Teresa de Austria, Velázquez se preguntaba, entre otro millón de cosas que daría vergüenza contar aquí, desde cuándo nuestra sonrisa dental había dejado de ser un asunto facial estrictamente personal (incluso los novios aceptaban sin rechistar) y se había convertido, pues, en un tema colectivo que le permitía hasta al más tonto de todos los tontos (les matizo ahora que siempre ha habido más de uno) expresar públicamente su opinión sobre el deplorable, según ellos, estado de la dentadura ajena señalada. Mientras mezclaba por última vez para ese preciso lienzo esmalte azul y ocre marrón, el sevillano creyó haber encontrado la respuesta a su disparatada, o no, pregunta: Lo que sucedía es que, desde aquel fatídico día en que la Red Ampliada Mundial permitió, porque le convenía comercialmente, que se dejara de impartir ciencia y cultura entre su macropopulacho (este término era de Diego) adicto, sustituyéndolo con una dosis digital casi exclusiva de propaganda estética o belleza personal a exponer exclusivamente en público; desde ese puto día, repetimos, por clara contaminación popular, todos empezamos a pensar que solo aquellos ciudadanos que podían exhibir una sonrisa blanca, bonita y pristina se habían ganado el derecho a proclamar en la puta calle que ya habían triunfado en la vida, sin que entrara en ese planteamiento ningún tipo ecuánime de medición intelectual individualizable y lógico. Antes, le hubiese gustado al pintor haberle poder dicho a la Habsburgo, cuando los dentistas (técnicos dentales, no lo olviden. Nada más) no eran más importantes que un fontanero o un guardia urbano, se les visitaba, a lo sumo, una vez al año como
315
mucho. Pero ahora, ya no: la caries o la asimetría dental, por ejemplo, son los nuevos analfabetos, por lo visto; son abortos peatonales que parece que no desean asimilarse porque nunca han comprendido que la primera y, prácticamente única, prioridad de todo ciudadano que quiera dejarse respetar en este mundo mundial digitalizado es ir con regularidad loable al puto dentista. ¡Pero qué haces tú ahí entrando en esa librería! ¡Tamaño inadaptado!, soy libre) (Era innegable, hasta cierto punto moral innegociable, imaginarse, porque a mí me daba la gana, que el poeta J. C. roncaba siempre que se quedaba sobado después de acostarse con alguien. Aunque se deconocía la causa de aquella vibración tan abusiva de los tejidos faríngeos de nuestro fracasado coplista después de cada cópula, a mí no me faltaban excusas para justificarlo, mientras seguía fantaseando, argumentando para ello que el muy desgraciado andaba tan tenso por la vida, o que se lo tomaba todo tan escrupulosamente en serio, que cuando conseguía por fin relajarse -al parecer ésto solo ocurría cuando follaba; posiblemente una vez al mes, según mis cálculos de figuración procedentes, y ya está-, de inmediato se quedaba dormido, momento éste que aprovechaba toda la tensión acumulada en su cuerpo para escaparse a roquidos por las vías respiratorias del turbado cuerpo de mi amigo. A Ella, seamos justos, esos ronquidos no la molestaban tanto: parecía haberse acostumbrado, lo cual, en el idioma hermético de las mujeres podía indicar que una alternativa real más atractiva había Ella encontrado para combatirlos o soportarlos, como mudarse, por ejemplo, temporalmente a cualquier otra habitación que pudiera haber quedado libre; en nuestro caso, el estudio del versificador en paro. Pero, espera un momento: entonces, si él no tenía trabajo, ¿de qué vivía? Yo qué sé, pregúntenselo a sus padres, ya se sabe, porque así ha quedado demostrado múltiples veces, que nuestros viejos siempre tienen la respuesta más adecuada a la mayoría de las preguntas. Yo, que soy padre de dos, también las tengo; mas elijo omitirlas porque su lectura provocaría decepción y, en casos no tan extremos, incluso suicidio generalizado. Hablando de irse al otro lado, así se le quedó a ella la cara y una generosa parte de la conciencia (no olvidemos, por favor, que ésta también queda moldeada por el tipo de recepción que ofrece la cabeza cuando se enfrenta a estímulos, aberrantes o no, tanto interiores como exteriores) cuando al servirse la última copa antes de quedarse frita en el estudio del organismo roncador leyó en uno de los cuadernos, presuntamente dejados abiertos, de su novio, la última parida de éste en prosa poética, pero menos, muchísimo menos; la más reciente, decimos, gilipollez “elegíaca” -¿Qué quieren? Los sinónimos y yo estamos agotadísimos. ¡Ya solo nos salen deudas y los tweets que nadie quiere leer!-que el poeta J. C. había, para más inri, intentado acompañar además con unos garabatos, también medianamente ejecutados, en amarillo, rojo y verde con los que se suponía que él deseaba representar la figura de un torero, de un cristo zamorano, a la Carmen Conde y a un emigrante argentino que tocaba el acordeón en el metro de la capital. A la media copa -discúlpenme que se lo cuente a ustedes, pero es que no tengo nada mejor que hacer-, leía Ella lo siguiente. Santigüénse: “El trabajo que se hace en el retrete está cada vez más mecanizado. Si yo no viviera en este apartamento lograría humanizarme un tanto. Quién sabe, tal vez incluso aprendería a planificarme mejor. De momento, dependo del inodoro porque a él le debo mi puesto de trabajo y las vacaciones en el pueblo. Me gustaría también contarte que, siempre que me acuerdo de ti, la vida se me cae por el wáter. ¿Cuándo me atreveré a cambiar de marca de papel higíenico? Creo que por éso me dediqué a la música y a la poesía, porque se cagaba menos y al culo no se le otorgaba tanta importancia, pues. El día que me sienta querido de verdad buscaré un trabajo en cualquier otro lugar que no me güela a lejía. Cuando era chiquitito mi papá me compró una vez una escobilla y a la mañana siguiente me escapé de casa. No le volví a ver más. Sé que él también abandonó poco después aquel piso del Parque de León Felipe donde todos habíamos falsamente imaginado alguna vez que viviríamos algún día en completa armonía (¿por qué lo escribirán con hache los ingleses de mierda), y que él sé busco la vida vendiendo periódicos falsos en Montevideo. Mas todo esto no debería importarle una mierda al lector. ¡No entremos en guerra, caballeros! No, mejor hablamos ahora de esencias y sustancia. ¿Cómo suena una palabra clave, por ejemplo? Suena como el sonido de una cisterna cuando se duerme en la habitación de al lado. No me atrevería a describíroslo de otra manera, porque