La soledad mal compartida Monólologos de retrete Junio, 2019
(A editar)
A mí no me gusta hablar de arte. Sin embargo, últimamente es de lo único que me parece que platico cuando me siento en el váter a hacer eso que algunos quieren eliminar del diccionario y las enciclopedias. Son gente puritana de frente para dentro, éstos, que le tienen fobia a los malos olores porque dicen que ya no hay excusa para que todo no huela a geranios. No habrá excusa para ustedes, les reprocho mientras caliento la taza echándome al mismo tiempo una charla sobre Rafael de Urbino con la tímida de mi sombra. A mí ya no me hace caso ni Dios, con mayúscula. Será ese olor apestoso a soledad que arrastro conmigo a todas partes desde que me abandonaron mis hijos porque al parecer les atraía la idea de colgar de un muro desnudo un diploma que certificara una licenciatura de Bellas Artes pésimamente diseñado en la Universidad de Reading. <<¡Si es que hueles tan mal, viejo!>>
El único amigo de verdad que he tenido nunca en esta ciudad de mierda era porteño. Decía el único amigo de verdad que he tenido nunca que lo que más le amargaba de vivir en este país de mierda era que nadie, ¡ni los pájaros!, silbaba en la calle. Eso era lo que mi único amigo de verdad en esta ciudad de mierda echaba de menos de su país; no la carne, ni los tangos, ni Boca Juniors, los tangos o la prensa peronista. No, solo anhelaba esa alegría chicha y la calma posterior que el silbido del paisano regalaba al oído ajeno. La dictadura le pilló en su etapa melenuda universitaria. Se exilió en Montevideo y allí encontró un trabajo de editor junior en una revista literaria venida a menos. El Sumo Pontífice y Editor Jefe de la, citada por género que no por nombre, revista le dijo nada más verlo que tenía cara de rufián y que eso no se lo iba a quitar nadie. Pero también le dijo o rogó al ofrecerle el trabajo que si alguna vez iba a pecar que nunca pecara contra la esperanza. Esa parrafada anterior se la escuché yo en la radio pública de mi país de mierda a un poeta argentino. Lo que sí es cierto es que al único amigo de verdad que he tenido nunca en esta ciudad de mierda se le notaba un dolor a mano izquierda en el corazón cuando estaba a punto de preguntarme si yo sabía por qué nadie silbaba en la calle en este país de mierda. Creo que le eché la culpa a la lluvia porque me vino a la testa el dicho aquél de mi país de mierda que dice algo así como que En boca sellada no entran moscas.
En El Rebelde de Camus (de veras que no hace falta que le comente aquí, amigo no-lector, que la lectura es el acto más físico que acometo desde ese preciso momento en que desciende la taza del váter y yo me pregunto qué va a pasar ahora con visible, casi palpable, desilusión), el autor argelino (como se ve, me gusta joder la marrana) nos sugiere que, en contra de lo que la crítica cristiana de la época le echaba en cara, Nietzsche nunca había planeado asesinar moralmente al Ciudadano de los Privilegios Celestiales de Allá Arriba, sino más bien descubrirle al pueblo llano Su cadáver en el cementerio de Aquí Abajo. Parece ser que el genio alemán había llegado a tiempo. Los alumnos de la revolución le esperaban ansiosos en el aula y algunos, probablemente aquellos que ya no rezaban, robaron manzanas brillantes de la cocina de casa y se las ofrecieron al bigotudo de su profesor.
EL GRAN MASTURBADOR. La palabra fornicar solo la usan esos majaras reprimidos que hablan de sexo con asco, esos curas frustrados o no que están religiosamente convencidos que la pareja copuladora es culpable de ignorar el carácter sagrado del acto reproductivo y también de joder con los ojos abiertos y nunca, nunca, nunca rozando con la punta del pie la estela luminosa de la estrella de Oriente. Con lo que respeta a mi adolescente más caluroso, cada vez que yo oía a alguien decir esa palabra (<<¡Mira a esos dos depravados juntos! ¡Seguro que se van al descampado a fornicar!>>, a continuación me entraban unas ganas incontrolables de masturbarme, acto éste que, como cualquier chavalillo de mi edad en la etapa virgen de la Transición española, por lo general implicaba el uso y estudio a la carrerilla de una revista “sucia” abandonada (aquí volvemos al tema recurrente de los descampados) o, si había sonado la flauta en el colegio, de un Playboy interceptado por las manos peludas del don Ignacio de turno, por ejemplo. Concluyendo. Todos esos seres vivos creyentes en inteligencias sobrenaturales superiores que usaban la palabra fornicar para referirse al único acto en esta vida de locos deprimidos y reprimidos que puede causar placer y, a la vez, fortalecer la anatomía homínida, se parecían a W. C. Fields.
Papel higiénico reciclado económico. Novellita estreñida:
Ese viejo mierdero volvió a enseñar su melena casposa. Sonreía mientras compartía involuntariamente conmigo su mirada muerta y rostro de momia mal embalsamada. Desde la última vez que se me apareció en el cuarto de baño había crecido unos diez centímetros, lo cual, a mí no me cabía la menor duda que se debía a su afán instintivo por asustarme un pelín más de lo acostumbrado. Me sobraba minuto y medio en el occipital para la reflexión. Me pregunté: <<¿Cuánto llevaré muerto ya?>> Por ridículo que pudiera aparecer, a mí no me pareció inoportuno preguntárselo a la Bestia Momificada… aparentemente. -Ya que estás aquí, supongo que no te molestará si te pregunto cuánto tiempo llevo muerto. -Eso -contestó bajándose violentamente al mismo tiempo la bragueta con la única mano que le quedaba, la zurda- mejor te lo cuento cuando haya terminado contigo. Se apagaron los plomos (cuando éramos enanos y vivíamos en cuartel de la armada, mi padre siempre nos echaba la bronca cada vez que se fundían los plomos.) Terminó conmigo. Terminó lo suyo. Terminó. De veras que no es difícil simpatizar con las mujeres ultrajadas. Cada victoria también es un funeral, Lao Tzu.